Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
La dama sonrió.
— Nos puedes pedir deseos imposibles, deseos que los humanos no pueden concebir. Deseos que sólo los muertos pueden hacer realidad.
Anaíd no comprendía.
— ¿Sois brujos?
La bella dama negó.
— Simplemente viajamos por el mundo de los espíri¬tus y conocemos lodos los rincones que les están vedados a los vivos. No hay secreto que nos pase inadvertido... Lo sabemos todo. Estamos enterados de dónde ocultáis vues¬tras riquezas, qué secretos escondéis, qué crímenes habéis cometido, qué mentiras pronunciáis y a quién amáis. Po-demos susurrar en el oído de un vivo para convencerlo de que su propia voz le guía y podemos crear remordimientos para minar su moral. Podemos desencadenar muchas tem-pestades.
Anaíd comenzaba a comprender.
— Y si yo os pidiera algo y me lo concedieseis, ¿qué os tendría que dar a cambio?
El caballero se adelantó.
— ¡La libertad!
— ¿Qué libertad? —preguntó Anaíd sorprendida—. ¿No sois libres?
La dama chasqueó la lengua.
— Estamos condenados a vagar. Queremos descansar, descansar eternamente. Ya hemos pagado nuestras culpas.
Anaíd no podía creer que estuviese platicando con dos almas en pena, sobre todo la dama, tan hermosa y alegre.
— ¿Qué culpa arrastras tú?
— La traición. Traicioné a mi amor. Le prometí que le esperaría y cuando regresó de las cruzadas me encontró casada con el barón. Me mató, claro, y me maldijo, por eso estoy aquí.
Anaíd se indignó.
— O sea que además de matarte encima te condenó.
La dama puntualizó:
— Él también vaga por haberme matado.
— Pues que se fastidie —exclamó Anaíd con sinceridad.
En ese caso le pareció una condena muy justa. Menuda t.ini, matar a alguien por una promesa.
La dama suspiró.
— Ay, bella niña, resulta muy cansado llevar a cuestas tantos lustros, decenios, centurias y milenios de inactividad. El caballero cobarde y yo, la dama traidora, deseamos tan¬to poder descansar...
Anaíd se iba convenciendo de que los dos espíritus no formaban parte de su bagaje imaginativo ni eran nin¬guna pesadilla. Tenía ante sí a dos pobres fantasmas dis¬puestos a complacerla a cambio de que ella les librase de sus cadenas.
¿A qué esperaba?
Le habían dicho que lo sabían todo, todo.
¡Fantástico! Precisamente lo que ella necesitaba era información.
Se hizo la interesante.
— Pues, estoy dispuesta a entrar en tratos con voso¬tros si me ayudáis.
Consiguió lo que pretendía. Expectación total. Los dos bebieron de sus palabras.
— ¿Y bien?
— Nos tienes dispuestos a escucharte y a complacerte.
— ¿Sabéis lo que es una bruja Odish?
— Naturalmente.
— Nos comunicamos con las brujas Odish.
— Tú eres una bruja Odish.
Anaíd interrumpió a la dama, indignada.
— ¿Cómo se te ocurre decir que soy una Odish?
— Perdona, bella niña, yo creía...
— Soy una bruja Omar, de la tribu escita, del clan de la loba, hija de Selene, nieta de Deméter.
El caballero y la dama se miraron consternados por haberla hecho enfadar.
— Como tú digas, hermosa niña, hija de Selene.
— Nieta de Deméter.
— Te pedimos disculpas por haber creído que eras una bruja Odish.
— Aceptamos tu condición de Omar, hija de Selene.
— Nieta de Deméter —repitió de nuevo el caballero co¬mo entonando una letanía.
— A callar, basta ya de peloteo —les cortó Anaíd, mos¬queada por el exceso de sumisión que tenía un no sé qué de chirigota.
Observó sorprendida que, tras su orden tajante, los dos espíritus callaron en el acto sin ninguna intención de continuar hablando. Entonces recordó que no podían diri¬girse a ella si ella no los interpelaba. ¿Era sólo la primera vez? ¿0 siempre necesitaban su permiso para hablar? Eran espíritus obedientes, pero no muy inteligentes. ¡Confundirla a ella con una Odish!
— ¿Tan fea soy para que me confundáis con una Odish?
— ¿Nos preguntas, hermosa niña?
— Sí, contestadme.
El caballero se lanzó:
— Por lo que parece, no conoces a demasiadas brujas Odish. Te puedo asegurar que son tan hermosas que el sol a su lado palidece.
Anaíd se quedó patidifusa.
— Entonces, ¿no son viejas, arrugadas, con verrugas en la nariz y pelos en la barbilla?
La dama se echó a reír como una loca.
— ¡Que me muero, que me muero otra vez de la risa!
Anaíd se mosqueó. Quizá fuera una descripción de cuento de niños, pero... ¿qué otra referencia tenía? Y ahora que pensaba en ello, ni tía Criselda ni ninguna de las brujas de su coven le había descrito jamás a una Odish.
El caballero se permitió una aclaración.
— Si me permitís, hermosa niña, eso no es más que una fantasía popular. Las Odish son los seres más podero¬sos, ambiciosos y narcisistas entre los que pueblan la tie¬rra. Adoran la juventud, la inmortalidad y la belleza.
Anaíd se sintió un poco idiota. El caballero tenía to¬da la razón. ¿Habría algún ser superior tan estúpido como para cargar con un cuerpo viejo y desagradable para toda la eternidad?
Si lo miraba desde ese punto de vista, los espíritus le habían echado un piropo confundiéndola con una Odish. Aunque... tendría que desconfiar un poquito.
— Perdonad, aún soy muy joven y no he visto nunca a una bruja Odish.
La dama sonrió por debajo de la nariz. Ese gesto no le gustaba nada a Anaíd.
— ¿De qué te ríes? ¿Todo lo que digo te hace gracia?
— No, mi señora, pero creo que sí que conoces a al¬guna Odish.
Anaíd palideció.
— ¿Quién?
La dama, esta vez, negó con la cabeza.
— Lo siento, pero esa información nos podría resultar peligrosa. Las Odish no desean que hablemos de ellas. Ni siquiera entre las mismas Odish.
De lo cual, Anaíd dedujo que los espíritus eran servi¬dores de las Odish. Tendría que ir con pies de plomo con esos dos.
— Pues no hay trato.
Anaíd vio que, a pesar de su firmeza, ninguno de los dos espíritus replicaba, regateaba ni ofrecía nada a cambio. Decididamente eran obedientes.
O sea que optó por ceder ella misma. En realidad lo que quería saber era otra cosa.
— Está bien, no hablemos de las Odish. Os haré otra pregunta.
Los espíritus sonrieron esperanzados, con ganas de ayudarla y, claro está, ayudarse.
— ¿Dónde está Selene, mi madre?
El caballero y la dama se miraron de nuevo y se en¬tristecieron.
— Hermosa niña, sabes que está con las Odish.
— Claro que lo sé, pero ¿dónde?
El caballero carraspeó.
— Nos debemos a la discreción, mi señora. Podemos ser castigados por nuestra indiscreción.
— Dadme una pista, algo.
Los espíritus intercambiaron un gesto de conniven¬cia, aunque parecían asustados.
— ¿Nos prometes que nos liberarás?
Anaíd no lo pensó dos veces.
— Os lo prometo.
— ¿Y nos prometes que no dirás a nadie de dónde pro¬cede tu información?
— Prometido.
El caballero musitó con voz queda y algo ronca:
— Donde las aguas relentecen su curso y los mortales pierden pie, las cavernas unen los mundos. Selene te hablará, pero no te será permitido verla.
— Su reflejo sólo te será retornado a través de las aguas «incidió la dama.
Anaíd hizo sus propias deducciones.
— ¿Os referís a la laguna negra? ¿Es eso?
Pero ante su estupor, el caballero y la dama fingieron gran asombro.
— No sabemos de qué hablas, bella niña.
— ¿Cómo que no? Pero si acabáis de decirme...
— ¿Nosotros? —exclamó la dama.
— Ir con Tundes, bella niña. ¡No hemos dicho nada!
Anaíd se molestó.
— Pero bueno, ¿a qué viene negar que habéis habla¬do?
— Es que no hemos hablado.
— Ha sido pura sugestión tuya.
— O tal vez un sueño.
— Pero yo os he oído.
— Sí que lo sentimos, hermosa niña.
— Hija de Selene.
— Nieta de Deméter.
Anaíd se mosqueó definitivamente.
— ¡Por mí podéis iros a la porra!
Y ante el asombro de Anaíd, los dos espíritus desa¬parecieron.
Anaíd no quiso llamarlos de nuevo. Estaba claro que o bien se arrepentían de haber hablado, o bien formaba par¬te de su manera mentirosa de no vivir. Al día siguiente iría a la laguna negra.
Y mientras intentaba conciliar el sueño, le venía a la cabeza una y otra vez una pregunta tonta. Ese tipo de pre¬guntas tontas que distraen de las preguntas serias sin res¬puesta, pero que no dejan dormir.
¿Existía la porra?
Oro noble de sabias palabras labrado,
destinado a las manos que aún no han nacido,
triste exiliado del mundo por la madre O.
Ella así lo quiso.
Ella así lo decidió.
Permanecerás oculto en las profundidades de la tierra.
hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino.
Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas,
acudirás obediente a su mano blanca
y la ungirás de rojo.
Fuego y sangre, inseparables,
en el cetro de poder de la madre de O.
Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro.
Sangre y fuego para la elegida que será poseída por el cetro.
El cetro de O gobernará a las descendientes de O.
Anaíd se calzó sus botas, se caló su gorra y cargó su mochila. Metió dentro un poco de pan y queso, unas naranjas, un puñado de frutos secos y un botellín de agua. La excursión hasta la laguna le llevaría un par de horas, pero no sabía cuánto tiempo debería permanecer allí hasta conseguir comunicarse con Selene.
Su abuela Deméter le había enseñado que cualquier precaución es poca. La montaña atrapa a los que se atreven demasiado. La prudencia debe ser la mejor consejera del que osa desafiarla y los que no saben o no quieren leer sus avisos acaban pagando con su vida. Deméter los señalaba cuando aparecían en Urt con sus enormes mochilones y sus miradas extraviadas. Eran chalados temerarios, obcecados en coronar las cimas, y acababan por volverse riegos, sordos y locos. Les acometía la locura de las cumbres y en su empeño perdían dedos, manos, pies y la vida. Deméter le había narrado historias de montañeros congelados, atrapados en la nieve, alcanzados por los rayos, perdidos, despeñados y devorados por los lobos. Si Deméter hubiera estado viva, le hubiera obligado a incluir en su equipo unas cerillas, una cuerda, un mosquetón, una brújula, una capelina, un cohete y un jersey. Pero Anaíd tuvo que cargar con un objeto que no estaba previsto.
— ¡Ayyy! —gritó asustada a punto de salir de casa.
Una bola peluda había saltado sobre su espalda y se agarraba firmemente a su mochila con las uñas. Era Apolo, el cachorrillo juguetón, que no estaba dispuesto a quedarse sin la compañía de Anaíd y había saltado sobre ella desde el perchero del recibidor.
— Muy mal, Apolo —le riñó Anaíd—. No puedes venir. Baja.
Sin embargo Apolo se hizo el sordo.
— Miauuuu, miau, miiiiiiaaaaú —pronunció con un excelente acento Anaíd en la lengua de Apolo.
Y Apolo levantó sus pequeñas orejitas, sin poder creerse que su dueña le hubiese reñido en su propia lengua, y disculpó su comportamiento atolondrado.
— Miau, miieu.
Anaíd aceptó sus disculpas con una sonrisa y una caricia en la nuca. Ella no estaba tan sorprendida como el gatito; a menudo tenía que reprimirse para no gorjear como un gorrión, balar como una oveja, cloquear como una gallina o rebuznar como un asno. La madrugada anterior, sin ir más lejos, respondió al gallo de doña Engracia con dos quiquiriquís rotundos para obligarle a callar por escandaloso. Y hasta tía Criselda se quejó de buena mañana del gallo que la había despertado, sin saber que había sido su sobrina. Anaíd no se atrevía a comentar con tía Criselda su capacidad de comprender a los animales y su recién estrenada habilidad de hablar como ellos. Escuchando, como era su obligación, se había dado cuenta de que ninguna de las otras brujas los comprendían. Exceptuando el aullido de los lobos, su propio clan era incapaz de descodificar siquiera los simples ladridos de un perro.
Lo malo fue que Anaíd acabó por enternecerse con los lamentos de Apolo precisamente por comprenderlo. No quería quedarse solo, no quería que tía Criselda le riñera. Con un suspiro lo introdujo en su mochila y puntualizó con maullidos.
— Puedes venir porque eres pequeño y apenas pesas, pero en cuanto engordes se acabó.
Y emprendió la marcha pensando que era un buen augurio. Ahora que interpretaba los signos del mundo que la rodeaba, se daba cuenta de que los azares nunca eran fortuitos. Le vendría bien la compañía de Apolo. La haría sentir menos sola.
Por desgracia apenas se fiaba de nadie. Había optado por mentir a tía Criselda, dejándola creer que iba de excursión con la escuela, y en la escuela mintió a Gaya, in-sinuándole que tía Criselda la necesitaba.
Intuía algo extraño en el comportamiento de Criselda. VEÍA signos que la inducían a pensar que Criselda no la ayudaría en su propósito de comunicarse con Selene y que posiblemente lo entorpecería. Tampoco se fiaba plenamente de Elena ni Karen, y por lo que respectaba a Gaya, comenzaba a dudar hasta de su lealtad al clan y a la tribu.
Por un momento, sólo un instante, una duda fugaz la molestó.
¿Podía ser Gaya una Odish?
Cruzó el puente y ascendió lentamente por el atajo que serpenteaba la ladera este del monte y conducía hasta los puertos. A medida que subía por la escarpada pendiente y dejaba el valle a sus pies, confirmaba que esa luz tenue que últimamente había entristecido las mañanas de primavera y que había atribuido a una neblina persistente era muy, muy extraña.
Desde que su madre1 desapareció, desde que llegó tía Criselda, Anaíd había ido percibiendo cambios en el paisaje circundante. En ocasiones le faltaba el aire, lo sentía pe-sado y enrarecido, ausente de frescura. En otras percibía la luz matinal algo turbia, privada de contrastes y tamizada de gris. Desde el bosque, desde la cueva, desde el pueblo carecía de perspectiva, pero ahora hubiera jurado que el valle estaba prisionero en una ilusión irreal, fantasmagórica. No era ningún fenómeno natural.