Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
Anaíd las miró a todas atónita, sin saber a ciencia cierta si debía echarse a llorar o a reír.
Anaíd esperó a que Criselda se hubiese dormido para escapar a la cueva y allí recoger sus libros antiguos de brujería. Hizo una elección prudente. No podía llevárselos todos. Pero aún le quedaban tantas cosas por aprender y por experimentar... Sin poderlo remediar, ojeó con morbosidad unas ilustraciones que se había prohibido a sí misma volver a contemplar. Eran bocetos a color de niñas Omar desangradas por las Odish. Niñas desfiguradas, niñas con el horror impreso en el rostro, niñas con úlceras purulentas, blancas, sin sangre, sin cabello y con el cuerpo horriblemente deformado. Se obligó a mirarlas y a pensar que la señora Olav pretendía hacer eso con ella, y entonces el escudo que la oprimía y que apenas la dejaba respirar no le resultó tan opresivo. Al contrario, su textura sólida y su peso le transmitieron seguridad. Justo lo que necesitaba para pensar a solas, sin injerencias extrañas y sin espías.
Había estado reflexionando sobre los espíritus y había deducido que disponían de movilidad limitada. Ni la dama ni el caballero podían seguirla por el bosque ni entrar en su cueva. Probablemente moraban en los lugares donde vivieron, donde murieron o donde se hizo efectiva su condena. Eso le daba un respiro.
Había tomado una decisión y las imágenes de los libros reafirmaron su necesidad de actuar con total cautela y ocultar sus planes a todos.
Regresó envalentonada. No era nada fácil llevar a cabo lo que se había propuesto, pero era la única solución.
Procurando no hacer ruido entró de puntillas en su habitación, sacó su bolsa de deportes y metió cuantas cosas se le ocurrieron que le podrían hacer falta. Añadió su documentación, los libros, y entre ellos introdujo un sobre que extrajo de un cajón de la cómoda. Por último, se agenció una buena cantidad de dinero en metálico que ella misma había sacado de la cartilla de Selene y esperó impaciente, sentada ante su escritorio, mirando su reloj a hurtadillas, mordisqueando una galleta de chocolate y escribiendo una carta de despedida.
Era más de medianoche cuando aparecieron. Primero el caballero con gesto contrito, y unos minutos más tarde, la dama burlona. Anaíd fingió que no le importaba su presencia y continuó saboreando su galleta y escribiendo. La dama se sonrió por debajo de la nariz y la miró desafiante. Sabía que Anaíd le concedería la palabra y así fue.
— ¿Te parece divertido?
— ¿Te diriges a mí, hermosa niña?
— ¿A quién si no?
La dama se lanzó al ruedo gesticulando.
— Piénsalo bien antes de escapar.
— ¿Cómo sabes que me estoy escapando? —preguntó haciéndose la ingenua Anaíd.
— Es evidente. Estás vestida, tienes la maleta hecha, miras el reloj continuamente y estás escribiendo una nota.
Anaíd aún tenía tiempo, así que se permitió vacilar a la dama. Se lo tenía merecido por chivata.
— Se me ocurre que tú te escapabas muchas noches de tu marido el barón.
La dama rió sin ni pizca de resentimiento.
— Qué tiempos aquéllos. Era joven y apasionada —suspiró—. Y cómo pesan los siglos.
El caballero pidió la palabra antes de que la dama comenzase una interminable narración sobre sus aventuras amorosas.
— ¿Puedo?
— Habla, caballero cobarde —le concedió Anaíd con sorna.
— Creo, bella joven, que te equivocas.
Anaíd se chupó los dedos pringados de chocolate.
— ¿En qué?
— En escapar de esas amables damas que tanto te protegen y que desean tu bien.
— ¿Te refieres a la señora Olav?
El caballero y la dama se miraron con un gesto trágico.
— Sabes bien que nos referimos a tu tía y sus amigas.
— O sea que queréis que me marche de buena mañana con tía Criselda al balneario que ha reservado Karen. Que me encierre con tía Criselda en una reserva de la tercera edad y que me pudra entre aguas sulfurosas el resto de mi vida —les preguntó Anaíd con los brazos en jarras.
— Es lo más sensato, hermosa niña. Con tu tía y el escudo estarás protegida.
— Pues no me da la gana. No pienso ir a ningún balneario, no quiero ver más a tía Criselda y tampoco pienso usar este horrible escudo —les retó Anaíd.
Los espíritus se miraron y la dama retomó la conversación en nombre del caballero.
— ¿Y adonde vas a ir, si no es indiscreción?
— A París.
Los dos espíritus exclamaron asombrados:
— ¿A París?
— Tengo una tía lejana allí, hablo francés y siempre he querido subir a la torre Eiffel. Mucho mejor que un aburrido balneario, ¿no os parece?
— ¡Oh la la! —exclamó la dama.
— Placentero —calificó el caballero.
—Excitante —le corrigió la dama.
En ese momento las campanadas, lentas y graves, de la iglesia dieron las cuatro. Anaíd sintió que se le encogía el corazón al pensar que a lo mejor ésas eran las últimas campanadas que oía desde el reloj de Urt.
Nunca había salido de casa.
Nunca había viajado.
Ni siquiera tenía una maleta.
Se levantó con las piernas temblorosas y se despidió de los espíritus. Ya había cumplido una parte de su plan.
— Me tengo que ir —dijo recogiendo su bolsa del suelo.
— Un momento.
— No puedes irte todavía.
— ¿Tanto me queréis?
El caballero suspiró.
— Estamos familiarizados contigo y tu ausencia nos producirá extrañeza.
Anaíd le miró asombrada. Su respuesta era franca, como su voz, y no había asomo de doblez en sus palabras.
— Pero se trata de otra cosa... Nos habías prometido la libertad —apostilló la dama.
Ésa era la pequeña venganza de Anaíd. Se llevó las manos a la cabeza, como aquel que recuerda algo engorroso.
— Ah, sí, es verdad. Cuando vuelva de París.
— ¿Seguro? —preguntó esperanzada la dama.
— ¿Nos das tu palabra? —suplicó el caballero.
— Tenéis mi palabra de que cuando regrese de París os liberaré —dicho lo cual apagó la luz, cerró la puerta de su habitación de puntillas y, procurando no hacer el menor ruido, se deslizó sigilosamente fuera de la casa.
Una vez en el pajar, el corazón le dio un vuelco. Una cosa era imaginar un plan y otra muy diferente era llevarlo a la práctica. ¿Sería capaz de conducir el coche de Selene?
Lo primero era ponerlo en marcha. Dio vuelta a la llave de contacto y pisó el pedal del gas, una vez, dos, el motor se ahogaba, no acababa de saltar la chispa del contacto... Tantos días sin funcionar. Otra vez, otra. ¡Por fin!
Anaíd, temblorosa y muy excitada, metió con cuidado la marcha atrás para salir del aparcamiento. El cambio chirrió, soltó el pedal del embrague y caló el coche. ¡Mierda! Con lo sencillo que parecía cuando esa maniobra la hacía Selene. Ella misma le había enseñado el mecanismo, pero algo no acababa de funcionar. ¡Las luces! ¿Cómo demonios se encendían? No, los intermitentes no. Ese botón, sí. ¡Oh no, la bocina! ¡Qué manazas! ¿Quién la habría oído? Tenía que salir rápido. Por fin.
Y el coche de Selene salió a la carretera y se fue alejando de la única casa que Anaíd había conocido.
Al volante, temblorosa y asustada, había de admitir que, exceptuando el percance de la bocina, su plan estaba funcionando a pedir de boca. Los había engañado a todos. A Elena, a Karen, a Gaya, a Criselda, a la señora Olav y a los espíritus.
Nadie, excepto ella, sabía adonde se dirigía ni con qué intenciones.
Las manos blancas de largos dedos agruparon las fichas sobre el tapete verde formando una enorme montaña.
— Al 26 negro —ordenó la joven del vestido fucsia al atribulado croupier.
— ¿Todo? —quiso cerciorarse con voz temblorosa el empleado, contemplando el inmenso montón de fichas.
— Todo —ratificó la joven, sentándose con parsimonia junto a su compañera pelirroja.
El croupier pulsó el timbre de la dirección. Sudaba a mares, se encontraba en un aprieto y necesitaba testigos de lo que estaba sucediendo. Esperaba que el director llegase pronto, la mirada de la señorita del vestido color fucsia le producía miedo, ésa era la palabra, un miedo atroz.
— ¿A qué espera?
No era impaciencia; a pesar de haberse jugado una verdadera fortuna apuesta tras apuesta, la joven no se mostraba inquieta en absoluto. En ningún momento había dado señales de nerviosismo.
— Hay un pequeño... problema, leñemos que esperar al director.
— ¿Qué tipo de problema? -inquirió con frialdad la señorita.
— Su apuesta es tan alta que debe estar presente la dirección.
El croupier hubiera preferido que el aspecto de la jugadora fuese desastroso, que sus modales ofendiesen el buen gusto, que su comportamiento infringiese las reglas, pero nada de eso sucedía. Al contrario, la joven del vestido fucsia y su silenciosa y bella amiga pelirroja eran correctas, educadas, hermosas y elegantes.
— ¿Cuál es el problema? —preguntó otra voz, masculina y grave, al oído del croupier.
El empleado respiró aliviado. El director estaba ante él con su esmoquin impoluto y su sonrisa profesional emergente. Por fin, por fin podría liberarse de responsabilidades y transferirlas a un superior.
— Lo han ganado todo —susurró refiriéndose a las dos jugadoras.
Hablaban en sordina sin perder la compostura y sonriendo. Cualquier observador hubiera deducido que mantenían una charla amistosa y absolutamente insustancial.
— Pues se les ha acabado la racha. Ya sabes lo que tienes que hacer.
El croupier se secó la frente perlada de pequeñísimas gotas de sudor con un pañuelo de lino.
— Ya lo he hecho. He frenado manualmente.
— ¿Y bien?
— No ha funcionado.
El director comprobó a hurtadillas el enorme montón de fichas que se acumulaban en el lugar de las dos jugadoras.
— ¿Cuántas veces no ha funcionado?
— Ninguna. O sea unas cinco veces.
— ¿Se ha atascado el mecanismo?
El croupier se retiró la pajarita con un dedo para que se filtrara un poco de aire fresco. Se ahogaba.
— No, y eso es lo más sorprendente. Hace una hora han ido al bar a tomar una copa. He accionado el freno manual con tres apuestas diferentes y ha funcionado.
El director comenzó a sentirse molesto.
— ¿Me estás diciendo que esas encantadoras señoritas consiguen ganar siempre a pesar de que la ruleta juegue a nuestro favor?
— Así es.
— ¿Dónde está la trampa?
— No lo sé, señor, no puedo saberlo. Hace falta fijarse mucho. ¿Quiere probarlo usted?
— Desde luego. Aparta.
El director se sentó en el lugar del empleado y dirigió una galante sonrisa a las dos damas. Una espléndida pareja. La morena y la pelirroja. Sin duda la pelirroja resultaba mucho más espectacular, pero la morena era deliciosamente sensual con ese cutis de porcelana y esas manos delicadas.
— Cuando ustedes digan, señoras.
La pelirroja de ojos verdes levantó la vista, tenía la mirada brillante y las pupilas dilatadas como los aficionados que bordean el vértigo de la apuesta límite. No parecía una profesional, pero dio la señal para iniciar el juego con un leve movimiento de cabeza y en su gesto se leía la convicción de quien ya saborea el triunfo de antemano.
La ruleta comenzó a girar y a girar enloquecida. Se había formado un corro de curiosos. El director lamentó que hubiese corrido la voz tan deprisa, hubiera preferido dis-creción. Y disimuladamente accionó el pedal en la posición que consideró más cercana al 26 negro para dar más emoción a la jugada. Lo dejaría en el 24 negro.
Al percibir la progresiva desaceleración de la ruleta, se hizo un silencio espeso en la sala. Todos los ojos se mantenían pendientes de la pequeña bola que, sorteando obstáculos, saltó impertérrita hasta colocarse en la casilla del... 26 negro.
El director palideció y asistió con los ojos desorbitados a las últimas vueltas agónicas de la ruleta al tiempo que los mirones de aquella sala de lujosas lámparas y cálidas moquetas prorrumpían en gritos, y las dos mujeres se abrazaban celebrando su victoria.
El director sumó mentalmente la cantidad requerida. No había dinero suficiente en caja para pagarla y posiblemente, tras liquidarla, el casino no estaría en condiciones de continuar abriendo sus puertas. Eso significaba el despido y... el fin de su carrera.
Selene bebía una copa de champán francés recostada en el jacuzzi de la suite del mejor hotel de Montecarlo.
El agua que cubría la bañera de porcelana de Sevres estaba burbujeante de espuma, como el delicioso champán que degustaba lentamente, muy frío, sintiendo el chisporroteo fugaz de su sabor afrutado en los poros de la lengua.
— ¿Cuántos millones? -preguntó deletreando la palabra millón con placer.
— Casi cinco —le respondió Salma desde la habitación contigua, despojada ya de su vestido fucsia y saboreando unos canapés de foie con indolencia —cuatro millones setecientos treinta y dos mil euros.
— Y son... ¿míos? —Selene entornó los párpados.
— Tuyos.
Selene estuvo a punió de desvanecerse.
— ¿Y puedo hacer lo que quiera con ese dinero?
Salma se rió como acostumbraba a reír, con el sonido hueco de una cace-rola descascarillada. Sin alegría.
— Pues claro..., y puedes ganar ese dinero siempre que se te antoje. Las Odish no te expulsaremos de la comunidad ni te impondremos ningún castigo por usar tu magia para fines personales. Ésa es la diferencia. Una de las muchas diferencias que irás descubriendo.
Selene estiró sus largas piernas y las observó con detenimiento.
— ¿Quieres decir que podría, podría...?
— Dilo.
— Utilizar un conjuro de ilusión para enamorar a un hombre.
— Naturalmente, pero resulta mucho más efectivo un filtro de amor.
Selene sopló sobre la espuma de jabón que se había formado en el dorso de su mano. Diminutas pompas alzaron el vuelo y se dispersaron por el baño. Suspiró soñadora.
— ¿Y me amaría?
— Con locura. Se rendiría a tus pies, te adoraría, se mataría por ti.
Selene rechazó la idea moviendo su cabeza y agitando su cabello rojo.
— No, no me convence.
— ¿No quieres probarlo?
La pelirroja lo pensó un momento.
— No sé... Yo no podría enamorarme de alguien a quien hubiese manipulado con un filtro.