Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
A veces ocurrían desgracias. No quiso acordarse, pero le vino a la memoria el caso de Julilla, la hija de Cornelia Fatta, que no pudo soportar la oscuridad de la gruta donde había quedado prisionera y murió al intentar buscar una salida. Se despeñó por una sima muy profunda y tardaron tres días en encontrar su cuerpo. Su madre, con gran entereza, aceptó la fatalidad y se consoló diciendo que la muerte de Julilla era un mal menor que había evitado una gran desgracia. Una bruja incapaz de soportar la incertidumbre ni de controlar sus impulsos no estaba capachada para administrarla magia. Una bruja que no soportaba pasar una noche en soledad, y en compañía de los elementos que la naturaleza le brindaba, quedaba desautorizada para ser iniciada. Sin embargo, Cornelia Fatta era una sombra de lo que fue y la muerte de su niña la acompañaría siempre.
Valeria pensaba todo eso mientras seguía a Criselda, quien, a pesar de sus piernas regordetas, llegó en un tiempo récord al puerto deportivo donde estaba anclado el velero. Parecía dispuesta a saltar dentro sin esperarla.
— ¡Espera, Criselda, espera, necesitaré ayuda!
Y Valeria lamentó no haber despertado a Clodia antes de salir a la carrera tras Criselda. Criselda era una marinera inepta, incapaz siquiera de mantener el equilibrio en
un lago de agua dulce. ¿Cómo pudo marearse esa mañana cuando las aguas parecían una balsa de aceite?
— No hay tiempo. Ya te ayudaré yo —respondió Criselda.
Y se la veía tan resuelta, tan convencida de sus posibilidades que Valeria se encogió de hombros y se dispuso a soltar el amarre. Pero una linterna la iluminó.
— Lo siento, está prohibido salir de puerto.
Valeria palideció.
— Sólo es una marejada gruesa.
— Olas de hasta tres metros, un pesquero encallado y una lancha que ha desobedecido nuestras órdenes y ha salido a mar abierto pilotada por una mujer. Hemos interrumpido el rescate hasta que amaine el temporal.
Valeria dejó caer la cuerda.
— Entendido... —balbuceó.
Imaginó las olas de tres metros barriendo el islote. Imaginó a Anaíd arrastrada por las aguas, su cuerpo flotando. Flun estaba avisada. Tenía órdenes de socorrerla en caso de peligro. Aunque... ¿quién podría sujetarse a los lomos de un delfín resbaladizo sobre olas de tres metros?
Criselda percibió su miedo y se compadeció de su culpabilidad. En lugar de acusarla le tomó una mano.
— Llamémosla.
— ¿Sabe responder a las llamadas?
— Ella misma llamó a Karen y la hizo regresar de Tanzania. No lo ha sabido nunca, pero lo hizo.
Criselda y Valeria unieron sus manos bajo la intensa lluvia y, amparándose en la oscuridad, lanzaron la llamada de sus mentes con tanta intensidad que la respuesta de Anaíd fue casi inmediata.
Estaba viva.
Y sin embargo, las dos, tras la constatación, se miraron estupefactas. La respuesta de Anaíd había sido dada a través de otra naturaleza. Criselda quiso confirmarlo.
— ¿Un delfín?
Valeria no daba crédito y asintió con la cabeza sin pronunciar una palabra. No había ninguna duda. La mente que había respondido a su llamada estaba ubicada en el cuerpo de un delfín. Pudo sentir sus aletas y sus escamas y pudo comprender su respuesta musical emitida en ondas.
— No ha bebido el brebaje.
— ¿Qué brebaje?
— El que permite la transformación.
Criselda recordó.
— ¿Estaba en tu cantimplora quizá?
— Sí.
— Lo bebió. Un sorbo.
Valeria pensaba deprisa. Criselda añadió:
— Pero yo me bebí casi un vaso.
Valeria no pudo aguantar la risa a pesar de lo dramático de la situación.
— No fastidies, entonces, entonces... en cualquier momento saldrás volando o reptando.
Criselda palideció.
— No puede ser tan fácil.
Valeria dejó de reír y se puso repentinamente seria.
— No lo es.
— ¿Entonces?
— No lo sé, Criselda, no sé cómo lo ha hecho. Nadie lo había conseguido hasta ahora.
Clodia llegó empapada poco antes del amanecer, pero quiso cerciorarse de que su habitación estuviese tranquila porque le había parecido ver una sombra tras los cristales. A lo mejor Valeria había acudido a cerrar los postigos y se había dado cuenta de su ausencia. A lo mejor esa mema de niña Tsinoulis había regresado antes de lo previsto y la había acusado de ausentarse por las noches. Fuese como fuese estaba helada y su habitación estaba vacía. Así pues saltó desde la ventana y dejó un charco de agua en el suelo de madera. Palpó a tientas la otra cama y al comprobar que Anaíd no dormía en ella encendió la luz de la mesilla.
En el suelo había las huellas mojadas de unos zapatos que no eran los suyos. Mierda. La habían descubierto. Sabía que tarde o temprano la descubrirían, lo extraño era que no hubiera sucedido todavía. Valeria había estado demasiado ocupada con las tareas del clan y los alborotos por no se sabía qué líos con las Odish. Y ahora, la llegada de la pequeña Tsinoulis había acabado de despistarla. A ella le iba estupendo, no había nada que deseara más durante aquellos días que pasar inadvertida y escapar de la vigilancia opresiva de su madre.
Se quitó la ropa chorreante y se dispuso a secarse el cabello y el cuerpo con una toalla seca. Al abrir el armario y extender la mano sintió una quemazón extraña. El ar-mario estaba muy caliente, ardía, como si el aire caliente de la tarde se hubiese quedado encerrado ahí dentro. Cogió una toalla y cerró rápidamente las puertas con una cierta aprensión. Luego, mientras se secaba, consideró que la quemazón que había sentido en las palmas era producto del contraste de sus manos heladas con el calor súbito. Apagó la luz y se vistió con el camisón, pero era tan fino que continuaba temblando como una hoja. Se tapó con la delgada sábana de algodón sin entrar en calor. La ropa de su cama no estaba preparada para la contingencia de una noche otoñal. Aunque le había parecido ver un jersey sobre la cama de Anaíd... ¿Lo había visto? ¿O lo había imaginado? Mientras pensaba sobre la posibilidad de levantarse, coger el jersey y ponérselo, oyó el suave chirrido de las puertas del armario entreabriéndose.
No se lo estaba imaginando. Lo oía con toda claridad. Tembló más aún. Una pequeña sombra se desplazó hacia la ventana. ¿Una rata? ¿Un hurón?
Con la rapidez de los quince años, Clodia encendió vertiginosamente la luz y sintió la mirada punzante de unos ojos clavados en los suyos. Fue un instante, una milésima de segundo antes de que el gato saltase por su ventana, pero fue suficiente para que Clodia sufriese un fuerte sobresalto y se llevase la mano al pecho para mitigar el dolor. Había sentido cómo la sangre se le helaba en las venas y bloqueaba su corazón. El mismo susto le impedía respirar. Poco a poco consiguió calmarse, pero no podía quitarse de la cabeza la mirada de los ojos de ese gato que se había colado en su armario. Le recordaba otros ojos con los que se había topado esa misma noche, en la playa, los ojos de una mujer que la había mirado fijamente.
Se levantó, cerró la ventana y vio el jersey. Efectivamente, el jersey de Anaíd estaba doblado sobre su cama. Y le venía como anillo al dedo. Se lo puso y notó un fuerte escozor en la piel, pero al mismo tiempo un calor intenso que la abrigaba y mitigaba el frío. Pensó que el picor era comprensible tratándose de un jersey de lana. Y la confortabilidad del abrazo cálido se impuso a la irritación que le causaba en la piel.
Se arrebujó entre las suaves sábanas y cayó profundamente dormida. No fue un sueño plácido ni ligero. No oyó nada. No vio nada. No se enteró del regreso de Anaíd, a media mañana, ni del revuelo que se armó en la casa, ni de las llamadas telefónicas, ni de la asombrosa historia que narró Anaíd. No oyó la respiración de Anaíd, que durmió una tarde y una noche a su lado tras haber pasado por la experiencia más extraordinaria de su vida.
Clodia soñó que unos ojos miraban dentro de ella y que lentamente se introducían en ella y hurgaban en los recodos de su corazón.
Ésa fue su pesadilla.
Anaíd aún no se había repuesto de su cansancio. Quizá no llegaría a reponerse nunca. Una vez Deméter le confesó que había cansancios emocionales que perduraban siempre. Ahora creía comprenderla, el suyo era de esa naturaleza.
Creerse muerta cuando en realidad estaba sobreviviendo a una tormenta marina encerrada en el cuerpo de un delfín le había producido un cansancio de tal índole que ni todas las horas de sueño del mundo conseguirían borrar.
Creerse traicionada por Valeria cuando en realidad Valeria era la oficiante y responsable de su iniciación había sido un descubrimiento trágicamente agotador.
Pero Valeria había convocado un coven y Anaíd no podía fallar. Ella era la excusa y el detonante. Los recientes sucesos que amenazaban a la comunidad Omar tenían sobre ascuas a los clanes etruscos y ya habían anunciado su llegada brujas del clan de la lechuza, la corneja, la orea y la serpiente procedentes de Palermo, Agrigento y Siracusa.
Ardían de curiosidad por conocer a la pequeña Tsinoulis, famosa, además de por ser la hija de la elegida, por su reciente proeza.
Aunque Valeria intentó mantenerlo en secreto, el chismorreo de las hembras delfín difundió la noticia y la transformación de Anaíd corrió de boca en boca como la pólvora. Todas deseaban asistir a su iniciación y aprovechar la oportunidad que les brindaba la niña para enfrentarse, con más datos, a la incertidumbre que las amenazaba desde que Selene desapareciera.
En la pequeña cala orientada a levante, Anaíd era el centro de todas las miradas. Las brujas no cesaban de llegar.
— ¿Dónde está la pequeña loba Tsinoulis?
Era la frase más repetida esa noche.
— Se parece a Deméter.
— No me recuerda para nada a Selene.
— Pobrecilla, perderlas a las dos.
Eran los comentarios que se suscitaban alrededor de Anaíd. Tras lo cual, la mayoría se la quedaba mirando. Algunas con disimulo, otras con esa franqueza propia de las personas maduras que se eximen del sentido del ridículo. Anaíd podía leer en sus entrecejos fruncidos la pregunta de cómo esa niña escuchimizada había conseguido trans-formarse en un delfín. Afortunadamente nadie se la formuló abiertamente. La respuesta hubiera sido decepcionante, pues ni ella misma sabía cómo lo consiguió. Y posiblemente no hubiera sabido regresar a su cuerpo sin la ayuda de Valeria, que acudió a la roca una vez amainó el temporal, acarició su piel húmeda y le dictó uno a uno los pasos que le per-mitieron volver a recuperar su forma humana. Anaíd no sabía si podría repetir su hazaña. Valeria tampoco.
Por fin, cuando la luna en cuarto creciente iluminó levemente el recodo sur de la cala, a buen recaudo del viento y las miradas indiscretas, Valeria encendió las velas y, actuando como oficiante, repartió los cuencos entre las invitadas. Luego las invitó a unirse a su canto y a su danza y a beber con ella.
Anaíd participó por vez primera en un coven y le pareció emocionante. Quizá por ser la protagonista de la fiesta, quizá por sentirse parte de esa comunión de voces y mentes que celebraban la alegría de verse y reconocerse, de saberse vinculadas y protegidas por el grupo.
Era la dicha de ser una Omar.
Y ése era también su lastre, puesto que aunque quisiera no escaparía nunca al férreo control de la comunidad.
La iniciación fue sencilla. Pan comido para Anaíd. Tal como le había vaticinado Clodia, tuvo que demostrar que era capaz de suspender una pluma en los aires, llenar de agua un cuenco vacío, encender un tronco seco y reverdecer su vara. Todo eso con la única ayuda de su voluntad y sus poderes, y ante la mirada atenta de todas. Pero Anaíd no se sintió intimidada. Había descubierto que parte del éxito de su magia dependía de su propia seguridad y también, cómo no, de su equilibrio emocional. La rabia, por ejemplo, podía ser un magnífico estimulante, pero nunca podría emprender una aventura mágica teniéndola por compañera.
Por fin fue saludada por cada una de las invitadas al coven. Valeria le hizo ofrenda de su pentáculo y Cornelia Fatta, importante matriarca del poderoso linaje Fatta y jefa del clan de las cornejas, le hizo entrega de su flamante atame, el cuchillo de dos filos que desde ese momento en adelante llevaría consigo y la ayudaría a cortar cuantas ramas, hierbas y raíces necesitara para preparar sus pociones, para trazar sus círculos mágicos y para defenderse.
La vieja Lucrecia, que a sus ciento un años aún participaba en los coven como matriarca de las serpientes, recitó una letanía sobre las piedras de luna que Anaíd lucía en su cuello como amuleto y, acariciándolas, confesó que sentía la mano de Deméter en ellas. Luego, la despojó de su ropa, la untó con cenizas de roble, el árbol sagrado, y la invitó a un baño purificador en el mar oscuro.
Al salir del agua Anaíd ya no era la misma. Ahora era una bruja. Una bruja iniciada que, excepcionalmente y a pesar de su pertenencia al clan de las lobas, había sido adoptada por las delfines de Valeria Crocce, apadrinada por las cornejas de Cornelia Fatta y las serpientes de Lucrecia Lampedusa. Anaíd se hallaba protegida por los tres elementos ajenos a su propia naturaleza. El agua, el aire y el fuego.
Todo era tan emocionante que Anaíd se sintió flaquear. El ritual, los cantos, la danza, los regalos y las pruebas la habían ido sumiendo en un estado de excitación constante.
Faltaba tan sólo su sueño.
Criselda, su pariente más próxima, la invitó a beber la pócima y le hizo entrega del cuenco que debería guardar para sus próximas ceremonias. Notó un gusto amargo, pero apuró el líquido hasta el final.
Al cabo de unos minutos Anaíd sintió un mareo. Las brujas comenzaron a cantar y ella, en el centro de todas, inició una danza espontánea, rítmica, reveladora, que poco a poco la arrastraba a otras dimensiones de la percepción. Hasta que su cuerpo la abandonó y cayó sumida en un sueño inquieto y revelador. Era el sueño de las iniciadas.
Las brujas velaron su sueño y atendieron a los gestos de su rostro compartiendo sus inquietudes, sus miedos y sus alegrías.
Anaíd soñó que surcaba los ciclos ayudada por unas alas y que sus largos cabellos ondeaban a su espalda. Bajo ella la luz, sobre ella las tinieblas. Al descender, la luz se tornaba fuego y el aire del cielo adquiría una espesura líquida. Anaíd se internó en el fuego y tomó una piedra roja con la boca. Su piel se quemaba, pero Anaíd no soltó la piedra e inició su regreso a través del agua. Y mientras atravesaba el agua fue un delfín, pero cuando salió de ella lo hizo transformada en loba. Anaíd, en el bosque, aulló a la luna y lloró con ella.