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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (26 page)

BOOK: El clan de la loba
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— ¿De dónde lo has sacado?

— De tu cama, estaba sobre tu cama.

— Yo no lo traje aquí, no lo puse en mi maleta.

— ¿Ah no? ¿Y cómo ha llegado a Sicilia? ¿A nado o volando?

Anaíd se dio cuenta de que su versión era increíble, pero estaba segura de no haberlo metido. Al hacer su maleta en Urt lo descartó por grueso. Lo tuvo en la mano y lo volvió a dejar en su percha. Estaba completamente segura.

Observó cómo Clodia acababa de moldear su cabello con espuma y se rascaba los brazos frecuentemente.

— Devuélvemelo —le pidió Anaíd, sin saber por qué lo decía.

— Si me lo quito ahora me estropeo los rizos, lo siento.

Clodia cogió su bolso y, con gran agilidad, saltó limpiamente por la ventana. Anaíd, con el pijama puesto, se quedó como una tonta viéndola marchar. Pero reaccionó enseguida, se quitó el pijama y se embutió unos vaqueros y una camiseta sin mangas; unos segundos después saltaba tras Clodia procurando no ser vista.

Al apagar la luz del cuarto había creído ver refulgir en la oscuridad unas lucecillas rojas e incluso notó una quemazón a su espalda. Pero sentía tanta curiosidad y tanta rabia que siguió adelante.

Clodia corría a pesar de los estrechos tacones de sus sandalias. Corría desesperada, como si le fuera la vida en ello, y Anaíd la seguía zigzagueando entre los bonitos chales cercanos a la playa, con sus verjas cubiertas de glicinas en flor.

Comenzó a oír las risas y la música desde muy lejos. Llenaban la noche. El jardín estaba cubierto de guirnaldas e iluminado con bombillas de colores y lo que vio la llenó de envidia.

Vio a un grupo de chicos y chicas como ella que bailaban, bebían, reían y se abrazaban semiocultos entre la hiedra y los jazmines.

Vio cómo aplaudían la carrera de Clodia y la recibían con gritos y aplausos.

Vio cómo un chico moreno, alto, de ojos oscuros y con un piercing en la aleta de la nariz se adelantaba y corría hacia ella, y Clodia corría hacia él gritando su nombre —Bruno, y vio cómo se fundían en un abrazo y se besaban apasionadamente ante las miradas de sus amigos.

Toda esa sucesión de imágenes pasó ante los ojos de Anaíd en pocos minutos. La noche cuajada de estrellas olía a bronceador, maquillaje, alcohol y sudor. Eran jóvenes y se divertían. Clodia reía, charlaba por los codos y, sentada sobre su chico, bebía a morro de una botella, interrumpía sus frases con largos besos y continuaba hablando con la mano de él en su rodilla, cosquilleando su pierna.

Anaíd no quiso ver más. Ya lo entendía. Entendía a Clodia, aunque se sentía incapaz de imaginar cómo debía de sentirse. ¿Era eso la felicidad? Estar enamorada, tener amigos, ser invitada a las fiestas.

Soy una gran gran chica

en un gran gran mundo

pero nada tiene sentido

si tú no estás.

Sonaba la canción. Se sentó en el suelo, ante el muro del jardín, rodeando sus rodillas con los brazos, y se dejó mecer por la música.

— Hola.

Anaíd levantó la cabeza y se encontró cara a cara con un chico de su edad, algo desgarbado, algo granudo, algo tímido.

— Hola —respondió sin mucho entusiasmo.

— ¿Quieres un trago? —y le ofreció la botella que tenía en sus manos.

Anaíd no había bebido nunca. Le daba apuro confesarlo.

— No, gracias.

— ¿Un piti?

Peor, comenzaría a toser.

— No, gracias.

— ¿Te apetece dar un paseo?

Anaíd tuvo miedo. ¿Se estaba riendo de ella?

— No, gracias.

— ¿Te molesto? ¿Quieres que me vaya ahí dentro otra vez?

Anaíd se quedó cortada. Evidentemente el chico estaba haciendo un esfuerzo por ser amable y ella, que unos segundos antes suspiraba por ser normal, se estaba comportando como una perfecta anormal.

— No, no te vayas por favor.

El adolescente hizo un gesto de satisfacción.

— Me llamo Mario.

— Yo, Anaíd.

Mario se sentó junto a ella y encendió un cigarrillo. Anaíd inhaló el humo dulzón del cigarrillo rubio, pero además olió algo extraño, algo inusual. Evidentemente era un olor desagradable, acre, y arrugó la nariz.

— ¿Qué te pasa?

— Huele mal.

— ¿Me estás diciendo que huelo mal?

— No... no eres tú, es...

Anaíd miró hacia el lugar de donde provenía ese extraño olor. Le pareció ver una sombra, pero Mario ya se había puesto en pie mosqueado.

— Oye, tía, así no vamos a ninguna parte. Me voy a dar un paseo.

Anaíd reaccionó y también se puso en pie.

— Voy contigo.

Mario comenzó a caminar hacia la playa. Anaíd, a su lado, pensó que si alguien los veía creería que ella era una chica normal que salía de una fiesta, y que querría estar a solas con su chico para besarse.

¿Por qué no?

Claro que Mario no parecía tener la intención de tomar la iniciativa. Después de tantos chascos no era extraño. Así que Anaíd se armó de valor y dio el paso:

— ¿Nos besamos?

El otro se detuvo en seco, cortado, cortadísimo.

— ¿Y me lo dices así?

Anaíd intuyó que lo había hecho mal otra vez.

— Pues ¿cómo quieres que te lo diga?

— No tan de repente.

— ¿Más poco a poco?

— Eso.

Anaíd puso sus cartas boca arriba.

— Lo siento, no me he besado nunca con nadie.

Mario tosió incómodo.

— Me parece que... no estoy preparado.

Anaíd vaciló. ¿Era una negativa? ¿Era un aplazamiento? ¿Era una huida a la desbandada?

— ¿Tú tampoco?

— ¡Yo no he dicho eso!

— Me parece que estamos empatados.

— ¡Anda ya!

— Y que te has cagado de miedo.

Pero Mario, antes muerto que reconocerlo.

— Lo que pasa es que no me inspiras.

Anaíd sintió hervir su sangre.

— ¿Que yo...? ¿Que yo no te inspiro?

— Para nada, tía. No me puedo poner romántico contigo, eres tan antirromántica.

Anaíd se esperaba que la llamase fea, niñata o inexperta, pero «antirromántica» la ofendió muchísimo más. Eso significaba que era consustancial en ella. Que producía rechazo romántico. Repelía los besos, como si estuviese impregnada de una loción antichicos en lugar de un antimosquitos.

Muy indignada, imaginó a Mario como un mosquito que intentaba picarla sin éxito y...

Mario comenzó a revolotear con los brazos y a agitarse en unos movimientos convulsos, emitiendo zumbidos.

— Mario, Mario, ¿qué haces?

— ¡ZZZZZZZZZ!

Anaíd se llevó las manos a la boca horrorizada. Mario se creía un mosquito.

Afortunadamente todos habían bebido y a nadie le extrañaría ver a un muchacho dando extraños tumbos por la playa imitando a un insecto volador.

Sin embargo Anaíd quería morirse. Acababa de ser iniciada como bruja Omar, había sido aclamada como la adalid del bien, y apenas unas horas después, cediendo a la estúpida venganza de un desaire, condenaba a un pobre chico a sentirse un mosquito.

Y lo peor es que no se había dado cuenta de que estaba profiriendo un conjuro. Se le había escapado, por así decirlo.

Lo único bueno es que ya controlaba el antídoto de sus conjuros.

Mario, babeante y con los brazos acalambrados de tanto volar, se desplomó sobre la arena asustadísimo y movió lentamente los dedos de las manos para comprobar si respondían a su voluntad. No comprendía lo que le acababa de suceder.

Anaíd, mientras tanto, se retiró discretamente.

Su primer intento por ser una chica normal había sido un completo desastre.

Capítulo XXII: Otra vez

— Otra vez.

Anaíd saltó de nuevo en el aire y mantuvo la ilusión óptica de su imagen ante los ojos de Aurelia mientras ella aprovechaba para mover su cuerpo a la velocidad de la luz y sorprenderla por el flanco derecho.

Pero no era Aurelia, era su ilusión. Aurelia estaba justo detrás de ella y la paralizó con un sencillo movimiento de sus dedos de garfio oprimiendo un nervio de la yugular y haciéndole lanzar un grito de dolor.

Anaíd dejó caer los brazos dándose por vencida. Era imposible sorprender a Aurelia, nunca conseguiría vencerla.

— Otra vez —insistió Aurelia inflexible.

Anaíd estaba agotada. Aurelia era repetitiva, no la dejaba descansar ni un segundo, la obligaba a volver a los mismos ejercicios una y otra vez hasta que se convertían en gestos mecánicos, automáticos. Por las noches, cuando se dejaba caer como un fardo sobre el colchón, sólo oía «otra vez» como un tambor martilleando sus oídos. Y ante ese «otra vez» su cuerpo se encogía y se plegaba a la resignación. Pero en esta ocasión se rebeló.

— No puedo más. No puedo sorprenderte, intento desdoblarme con la misma rapidez que tú, pero no puedo.

— Otra vez —respondió impasible Aurelia.

Anaíd se encendió. ¿No la había entendido? ¿Estaba sorda quizá? Se lo había dicho muy claramente. No se veía con fuerzas ni con ganas de volver a intentar algo tan ab-surdo y tan evidentemente destinado al fracaso.

— Otra vez —insistió Aurelia con su voz neutra y machacona.

Y la alumna supo que hasta que no consiguiera dar un salto cualitativo en su aprendizaje oiría esa frase, hueca de sentido, pero tan temible como una gota de agua ca-yendo rítmicamente sobre sus nervios destrozados. Así que hizo lo único que se le ocurrió. Concentró toda la rabia que sentía contra Aurelia y pensó lo agradable que sería sor-prenderla y hacer suyo el sonsonete. Sonrió imaginando el cambio que supondría pronunciar ella esas palabras tozudas. «Otra vez», diría a una Aurelia desconcertada que miraría hacia todos lados sin saber dónde ni cómo sería sorprendida por la rapidísima Anaíd. Y, sin pensarlo ni un segundo, saltó como un rayo y modificó totalmente su técnica. Lo hizo al revés. Mantuvo su cuerpo ante Aurelia y desdobló su ilusión a un flanco.

— ¡Mírame a los ojos! —gritó Aurelia.

Fuese por el desconcierto o fuese por el automatismo en obedecer las órdenes, Anaíd —su cuerpo y no su ilusión-dirigió su mirada a Aurelia y fue atrapada por la zarpa de su maestra.

— ¡Mierda! —exclamó Anaíd, dándose cuenta de la trampa.

— Cuando luches, nunca escuches a tu oponente. Otra vez.

Y Anaíd probó a arriesgar el todo por el todo. Aurelia le había enseñado a desdoblar la ilusión de su cuerpo y a moverse con la agilidad del rayo para atacar al oponente.

Aurelia distinguía perfectamente entre dos cuerpos cuál respondía a la verdad y cuál era la farsa. ¿Y si lo intentara con tres cuerpos? Las milésimas de segundo que le supondría descartar posibilidades serían suficientes para lograr un margen de ventaja y atacarla de improviso. Anaíd decidió intentarlo y probar, además, a atacarla de frente y rodearla de réplicas.

Tres Anaíds rodearon a Aurelia que, efectivamente, se desconcertó por la arriesgada propuesta y, antes de que se desdoblase a su vez en otras tantas, fue neutralizada por el zarpazo de Anaíd en su cuello.

Aurelia, vencida y noqueada, sonrió por primera vez en los muchos días que llevaban practicando. Anaíd pensó que hasta era bonita. La sonrisa distendía la dureza de sus ojos y se sintió cautivada por la blancura de sus dientes que refulgían en aquel rostro curtido.

— ¿Cómo lo has hecho? —le preguntó Aurelia.

— Otra vez —propuso Anaíd.

Y de nuevo, aun estando advertida Aurelia de la treta de su alumna, volvió a perder un tiempo precioso discerniendo sobre la auténtica Anaíd. Perdió por segunda vez. Pero no se desanimó. Al contrario, parecía más motivada si cabe a continuar.

—Es una nueva técnica mucho más efectiva. Otra vez.

Y Aurelia probó a imitar a Anaíd y se desdobló a su vez en dos Aurelias, pero no lo logró con la misma eficacia que Anaíd y fue vencida.

— Otra vez —continuó proponiendo Anaíd.

Y así durante horas y horas, hasta que las dos, exhaustas, se sorprendieron quedando ambas prisioneras de su oponente. Estaban en tablas.

— Lo has aprendido —dijo Anaíd—. Muy bien.

— ¿Cómo que lo he aprendido? —protestó Aurelia—. Soy tu maestra. Eres tú quien ha aprendido a luchar.

Anaíd se puso en pie.

— ¿Ah sí? Otra vez.

Aurelia se echó a reír.

— ¿Has soñado conmigo? ¿He sido tu peor pesadilla? ¿Has querido hacerme tragar mis «otra vez» con una buena dosis de estramonio?

Anaíd se sonrojó.

— ¿Cómo lo sabes?

— Eso es lo que me ocurrió a mí cuando Juno, la luchadora que me adiestró, me tuvo un año a dieta de «otra vez», hasta que la vencí, claro.

— ¿Un año? —se horrorizó Anaíd.

Ellas llevaban dos semanas y le parecía una eternidad.

— ¿Y cómo es que me lo has enseñado a mí en tan poco tiempo?

Aurelia se secó el sudor y le ofreció un trago de zumo de pomelo.

— El mérito no es mío. Sabía que eras mejor que yo.

Anaíd quiso fundirse. Se había ganado otra enemiga. ¿Por qué tenía que ser tan poco empática como para no darse cuenta de que a nadie le gusta ser relegada a un segundo plano?

— Eso no es cierto, hay muchísimas cosas que soy incapaz de hacer...

Aurelia se dio cuenta del apuro de Anaíd y se extraño.

— Ep, ep, ep... ¿Te crees que estoy celosa?

Anaíd aún se apuró más.

— No sé lo que creo o no, pero...

Aurelia se puso en pie y la señaló.

— Ni siquiera tú misma sabes lo poderosa que eres. - Anaíd palideció. ¿Qué quería decirle Aurelia?

— ¿Poderosa?

— ¿Sabes cuántas brujas delfín vivas han conseguido aprender el arte de transformarse?

Anaíd lo ignoraba y se encogió de hombros. Creía que todas las delfín dominaban ese arte.

— Valeria es la única y duda de que Clodia pueda llegar a aprenderlo nunca.

Esa vez Anaíd se atragantó y tosió.

— ¿Quieres decir que soy la única que me he transformado además de Valeria?

— Selene estuvo intentándolo, pero tuvo que regresar.

Anaíd sintió un calor muy especial al oír el nombre de su madre.

— Fue Selene quien le pidió a Valeria que me enseñase.

Aurelia se puso en pie y tomó su toalla.

— ¿Te das cuenta de que Valeria no te enseñó nada?

— ¿Cómo que no me enseñó?

— Se transformó ante ti, pero no te dijo cómo debías hacerlo.

Anaíd no quería sentirse diferente. Siempre se había sentido mal sabiéndose diferente. Quería ser una bruja más, no una bruja rara.

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