El club Dante (24 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—¡Eso es limitar demasiado el poema de Dante a las fronteras de Italia! —protestó Lowell—. Típico de nuestro querido Greene. Es Pilato, casi puedo verlo ante nosotros, ceñudo, como debió de verlo Dante.

Fields y Holmes habían guardado silencio durante esta conversación. Ahora Fields manifestó amablemente, pero no sin reproche, que su trabajo no debía convertirse en una sesión del club. Tenían que encontrar la mejor manera de entender aquellas muertes, y para eso no debían limitarse a leer los cantos que daban pie a las muertes, sino meterse en ellos.

En ese momento, Lowell se mostró temeroso por primera vez ante lo que pudiera resultar de todo aquello.

—Bien, ¿qué es lo que sugiere?

—Debemos ver personalmente —dijo Fields— dónde se originaron las visiones de Dante.

Ahora, mientras avanzaba por la finca de los Healey, Lowell agarró por el brazo a su editor.

—«
Come la rena quando turbo spira
» —susurró.

Fields no comprendió.

—Dígalo otra vez, Lowell.

Lowell se adelantó apresuradamente y se detuvo donde la oscura línea de cieno daba paso a un círculo de arena blanda y ligera. Se inclinó.

—¡Aquí! —exclamó triunfalmente.

Richard Healey, que lo seguía a corta distancia, dijo:

—Sí, sí. —Cuando su mente comprendió, adoptó una expresión de pasmo—. ¿Cómo lo has sabido, primo? ¿Cómo has sabido que es aquí donde fue hallado el cadáver de mi padre?

—Oh —replicó Lowell disimulando—. Era fácil: tú parecías moderar el paso cuando yo he preguntado «¿Es aquí?». —Y volviéndose a Fields en busca de apoyo—: ¿Verdad que iba más despacio?

—Así lo creo, señor Healey —se apresuró a corroborar Fields, tomando aliento.

Richard Healey no creía haber acortado el paso.

—Ah, bien, pues la respuesta es sí —dijo, dando a entender que no ocultaba que se sentía impresionado por la intuición de Lowell y que ésta le inspiraba cautela—. Es aquí, en concreto, donde ocurrió, primo. En la parte más endiabladamente fea de nuestro terreno —añadió con amargura.

Era la única parte del prado donde nada podía crecer. Lowell pasó el dedo por la arena.

—Aquí fue —dijo, como si estuviera en trance.

Por vez primera, Lowell empezó a sentir una simpatía real y creciente por Healey. Allí lo habían dejado tendido, desnudo, para que fuera devorado. Lo peor era que tuvo un fin que él nunca hubiera comprendido, ni siquiera a posteriori, y tampoco su esposa o sus hijos.

Richard Healey creyó que Lowell estaba al borde de las lágrimas. —Él siempre conservó un tierno lugar para ti en su corazón, primo —le dijo, y se arrodilló junto a Lowell.

—¿Qué? —preguntó Lowell, a quien la simpatía se le quebró rápidamente.

Healey retrocedió ante aquella brusca réplica.

—El juez presidente. Tú eras uno de sus parientes favoritos. Oh, leía tu poesía, le dedicaba grandes elogios y sentía por ella gran admiración. Y siempre que llegaba el nuevo número de
The North American Review
, cargaba la pipa y se la leía de cabo a rabo. Aseguraba ver en ti un elevado sentido de las cosas verdaderas.

—¿Eso decía? —preguntó Lowell algo azorado.

Lowell evitó la mirada sonriente de su editor, y musitó un forzado cumplido sobre la finura de criterio del juez presidente.

Cuando regresaron a la casa, se presentó un mozo con un bulto que había retirado de la oficina de correos. Richard Healey se excusó. Fields se llevó aparte a Lowell:

—¿Cómo demonios supo usted dónde asesinaron a Healey, Lowell? De eso no hablamos en nuestras reuniones.

—Bien, cualquier dantista decente apreciaría la proximidad del río Charles a la finca de los Healey. Recuerde, los tibios sólo se encuentran a unas pocas varas del Aqueronte, el primer río del infierno.

—Sí. Pero las noticias del periódico no eran nada concretas en cuanto al lugar de la finca donde se efectuó el hallazgo.

—Los periódicos no me han servido ni para encender un cigarro —comentó Lowell yéndose por las ramas, retrasando su respuesta para gozar con la impaciencia de Fields—. Fue la
arena
lo que me dio la clave.

—¿La arena?

—Sí, sí. «
Come la rena quando turbo spira
». Recuerde a su Dante —le reprendió a Fields—. Imagine que penetra en el círculo de los tibios. ¿Qué vemos en cuanto dirigimos la mirada a la masa de pecadores?

Fields era un lector práctico y tendía a recordar las citas por la numeración de las páginas, el peso del papel, el diseño de la tipografía o el olor de la piel de becerro. Podía sentir en los dedos el roce de los cantos dorados de su edición de Dante.

—«Acentos de ira —recitó cuidadosamente el poema mientras iba traduciendo de memoria—, palabras de agonía y voces que gritaban y que enronquecían…»

No podía recordar. Lo que se empeñaba en recordar era lo siguiente, a fin de comprender lo que ahora Lowell sabía y que hacía la situación menos incontrolable. Había llevado consigo una edición de bolsillo de Dante en italiano y empezó a hojearla.

Lowell la apartó.

—¡Más adelante, Fields! «
Facevano un tumulto, il qual s'aggira, sempre in quell' aura senza tempo tinta, come la rena quando turbo spira
». «Formaban un tumulto, el cual gira / siempre en aquel aire sin tiempo, oscuro, / como la arena cuando el viento la arremolina».

—Así pues… —dijo Fields digiriendo aquello.

Lowell exhaló impaciente.

—Los prados que se extienden detrás de la casa están ampliamente cubiertos de hierba ondulante o de cieno y rocas. Pero lo que soplaba sobre nuestras caras era algo muy diferente, arena de grano fino y suelto, así que seguí esa dirección. El castigo de los tibios produce en el infierno de Dante acompañado por un tumulto como la arena cuando el viento la arremolina. ¡Esa metáfora de la arena no es lenguaje ocioso, Fields! Es el emblema de las mentes cambiantes e inestables de esos pecadores, que escogieron no hacer nada cuando tenían el poder de actuar, y así, en el infierno, ¡se desprendieron de ese poder!

—¡Caramba, Jamey! —dijo Fields alzando demasiado la voz. La criada pasaba un plumero por una pared adyacente. Fields no se percató de ello—. ¡Caramba y recaramba! ¡Arena que se arremolina! Los tres tipos de insectos, la bandera, el río cercano, todo encaja. Pero ¿la arena? Si nuestro diablo puede escenificar incluso una metáfora tan nimia de Dante y convertirla en hechos…

Lowell asintió con expresión sombría.

—Realmente es un dantista —concluyó con un deje de admiración.

—¿Señores?

Nell Ranney apareció junto a los poetas y ambos retrocedieron de un salto. Lowell le preguntó en tono brusco si había estado escuchando. Ella sacudió su robusta cabeza con un gesto de protesta.

—No, buen señor, se lo juro. Pero me pregunto si… —Miró nerviosamente por encima de un hombro y luego del otro—. Ustedes, caballeros, son diferentes de los demás que vienen a presentar sus respetos. La manera como miraban la casa… y el terreno donde… ¿Vendrán ustedes otra vez? Debo…

Richard Healey regresó y, dejando la frase a la mitad, la criada cruzó al otro lado del enorme vestíbulo, como una maestra del arte doméstico de la evasión.

Richard suspiró pesadamente, deshinchando la mitad del volumen de su amplio pecho, semejante a un barril.

—Desde que se anunció nuestra recompensa, cada mañana siento el insensato renacer de la esperanza, saltando de cabeza sobre el correo, pensando de veras que en algún sitio la verdad aguarda ser compartida. —Se dirigió a la chimenea y arrojó el último montón de cartas—. No podría decir si la gente es cruel o simplemente está loca.

—Dime, mi querido primo —dijo Lowell—, ¿la policía no tiene ninguna información que pueda ayudarte?

—La venerada policía de Boston. Te digo, primo Lowell, que agarran a todos los endiablados criminales que pueden encontrar, se los llevan a la comisaría ¿y sabes lo que resulta de eso?

Realmente Richard esperaba una respuesta. Lowell replicó que no lo sabía, ronco a causa de la ansiedad.

—Bien, pues yo te lo diré. Uno de ellos saltó por una ventana y se mató. ¿Puedes imaginarlo? El agente mulato que supuestamente trató de salvarlo dijo algo de que murmuró unas palabras que no pudo entender.

Lowell se adelantó y agarró a Healey como para sacar algo más de él, sacudiéndolo. Fields tiró a Lowell de la chaqueta.

—¿Has dicho un agente mulato? —preguntó Lowell.

—La venerada policía de Boston —repitió Richard con amargura contenida—. Deberíamos contratar a un detective privado —dijo frunciendo el ceño—, pero ésos son casi tan endiabladamente corruptos como la policía de la ciudad.

De una habitación de arriba llegaron unos lamentos, y Roland Healey bajó corriendo hasta la mitad de la escalera. Le dijo a Richard que su madre estaba sufriendo otro ataque.

Richard se fue a toda prisa, pero advirtió, mientras subía, que Nell Ranney se había quedado mirando en dirección a Lowell y Fields. Se inclinó sobre el amplio pasamano y le ordenó:

—Nell, haz el favor de acabar el trabajo en el sótano.

Aguardó hasta que ella bajó la escalera, que era la continuación de aquella en la que él se encontraba.

—Así que el agente Rey investigaba el asesinato de Healey cuando oyó el susurro —dijo Fields al quedarse él y Lowell solos.

—Y ahora sabemos quién era el que susurró, quién murió ese día en la comisaría. —Lowell se quedó pensativo un momento—. Debemos averiguar qué ha asustado tanto a esa criada.

—Cuidado, Lowell. La perjudicará gravemente si Healey lo ve. —La inquietud de Fields mantuvo quieto a Lowell—. En cualquier caso, él ha dicho que esa mujer imagina cosas.

En aquel momento se produjo un ruidoso estampido en la cercana cocina. Lowell se aseguró de que continuaban solos y se dirigió a la puerta de la cocina. Llamó con golpes ligeros. No hubo respuesta. Empujó la puerta y pudo oír un ruido residual por el lado del horno: la vibración del montaplatos, que acababan de hacerlo saltar desde el sótano. Abrió la puerta del camarín del montaplatos, de paneles de madera. Estaba vacío, salvo por una hoja de papel.

Pasó corriendo junto a Fields.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ocurre? —preguntó Fields.

—¡Vaya con el montaplatos! Necesito encontrar el estudio. Quédese aquí y vigile, asegúrese de que el joven Healey aún no vuelve —dijo Lowell.

—Pero, Lowell —protestó Fields—, ¿qué hago si regresa?

Lowell no contestó, y alargó la nota al editor.

El poeta recorrió a toda prisa las salas, mirando por las puertas abiertas hasta que encontró una bloqueada por un sofá. Lo apartó y se coló dentro con rapidez. La habitación se había limpiado, pero someramente, como si en medio de la operación la perspectiva de permanecer allí hubiera sido demasiado dolorosa para Nell Ranney o para alguna de las sirvientas más jóvenes. Y no precisamente porque fuera allí donde Healey murió, sino por el recuerdo del juez Healey vivo, contenido en la fragancia del cuero de los viejos libros.

Lowell podía oír los gemidos de Ednah Healey, que le llegaban desde arriba en un terrible
crescendo
, y trató de ignorar que estaban en una casa mortuoria.

Fields, de pie en el vestíbulo, solo, leyó la nota escrita por Nell Ranney: Me dijeron que esto debo guardármelo para mí, pero no puedo, y no sé a quién decírselo. Cuando llevé al juez Healey a su estudio, murmuró en mis brazos antes de morir. ¿Puede ayudarme alguien?

—¡Santo Dios! —exclamó Fields, dejando caer involuntariamente la nota—. ¡Aún estaba vivo!

En el estudio, Lowell se arrodilló y acercó la cabeza al suelo.

—Aún estaba usted vivo —murmuró—. El gran rechazador. Por eso lo eliminaron. —Hablaba como dirigiéndose con amabilidad a Artemus Healey—. ¿Qué le dijo Lucifer? Usted trató de decirle algo a su criada cuando lo encontró. ¿O trataba de preguntarle algo?

Todavía vio motas de sangre en el pavimento. Y vio algo más a lo largo de los bordes de la alfombra: larvas semejantes a gusanos aplastadas, partes de extraños insectos que Lowell no reconoció; las alas y los tórax de unos pocos de los insectos de ojos ígneos que Nell Ranney había despanzurrado sobre el cuerpo del juez Healey. Revolvió en el atestado escritorio de Healey hasta que encontró una lupa, y con ella enfocó los insectos. También ellos tenían restos de la sangre del juez.

De repente, de debajo de unos montones de papeles, detrás de la mesa escritorio, surgieron cuatro o cinco moscas de ojos de fuego y enfilaron en hilera hacia Lowell.

Jadeó estúpidamente y tropezó con una pesada butaca, se golpeó la pierna con un paragüero de hierro colado y cayó al suelo.

Se apoderó de Lowell la sed de venganza, y descargó metódicamente un pesado libro de derecho sobre cada una de las moscas.

—No vayáis a creer que podéis meterle miedo a un Lowell.

Entonces sintió una leve picazón por encima del tobillo. Una mosca se había deslizado por dentro de la pernera del pantalón, y cuando Lowell la levantó, la mosca, desorientada, fue de un lado para otro tratando de escapar. Lowell la aplastó contra la alfombra con el tacón de la bota, experimentando un placer infantil. En ese momento advirtió una abrasión roja inmediatamente encima del tobillo, allá donde se había golpeado con el paragüero.

—¡Malditas seáis! —exclamó dirigiéndose a la difunta infantería de moscas.

Se paró en seco al observar que las cabezas de las moscas parecían tener expresiones de hombres muertos. Fields murmuró desde fuera que se diera prisa. Lowell, con la respiración entrecortada, ignoró las advertencias hasta que se oyeron pasos y voces procedentes del piso superior.

Lowell sacó su pañuelo, bordado por Fanny Lowell con las iniciales JRL, y recogió los insectos que acababa de matar, así como otras partes de insectos que pudo encontrar. Guardándose ese cargamento en la chaqueta, corrió fuera del estudio. Fields lo ayudó a mover de nuevo el sofá a su lugar cuando ya se acercaban las voces de sus atribulados primos.

El editor estaba ansioso de noticias.

—Bien, bien, Lowell. ¿Ha encontrado algo?

Lowell dio unos golpecitos sobre el bolsillo, donde llevaba el pañuelo.

—Testigos, mi querido Fields.

IX

La semana siguiente al funeral de Elisha Talbot, todos los ministros de Nueva Inglaterra hicieron, en sus predicaciones, un elogio de su fallecido colega. El siguiente domingo, los sermones se centraron en el mandamiento de no matar. Cuando los asesinatos de Talbot y de Healey no parecían hallarse cerca de su resolución, los clérigos de Boston predicaban sobre cada pecado cometido desde antes de la guerra, y culminaban con la fuerza del Juicio Final, invectivas contra el trabajo inútil del departamento de policía y una hipnótica fogosidad que hubiera hecho llorar de orgullo a Talbot, el viejo tirano del púlpito de Cambridge.

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