—Sí —dijo Lowell, tratando de proyectar algún alivio colectivo a las palabras de Fields—. Desde luego que informaremos a la policía de nuestras suposiciones. Sin duda eso aportará información vital para aclarar esta confusión.
—¡No! —exclamó Holmes—. No, no debemos decírselo a nadie, Longfellow —dijo el doctor con tono de desesperación—. ¡Debemos mantener esto entre nosotros! ¡Todos los que estamos en esta habitación hemos de mantener el asunto en secreto, como prometimos, aunque el cielo se hunda!
—¡Vamos, Wendell! —Lowell se inclinó hacia el menudo doctor—. ¡No es cuestión de actuar como si no pasara nada! ¡Han sido asesinados dos hombres, dos hombres de nuestra clase!
—Sí, ¿y quiénes somos nosotros para meternos en este horrendo asunto? —se lamentó Holmes—. ¡La policía está investigando, seguro, y encontrará al responsable sin nuestra intervención!
—¡Que quiénes somos nosotros para meternos! —remedó Lowell—. ¡No hay posibilidad de que a la policía se le ocurra eso, Wendell! ¡Debe de estar dando palos de ciego mientras nosotros permanecemos aquí sentados!
—¿Preferiría usted que dieran palos a nuestros disparatados cuentos, Lowell? ¿Qué sabemos nosotros de asesinatos?
—Entonces, ¿por qué viene usted a inquietarnos con eso, Wendell?
—¡Porque debemos protegernos! Les he hecho un favor —dijo Holmes—. ¡Esto puede ponernos en peligro!
—Jamey, Wendell, por favor… —terció Fields.
—Si van ustedes a la policía no cuenten conmigo —añadió Holmes alzando la voz, mientras tomaba asiento—. Háganlo, pero me opongo por principio y dejo bien clara mi negativa.
—Observen, caballeros —dijo Lowell con un elocuente ademán que señalaba a Holmes—. El doctor Holmes adopta su postura habitual cuando el mundo lo necesita: se sienta sobre sus posaderas.
Holmes paseó la mirada por la habitación, esperando que alguien hablara en su favor, y luego se hundió más en su butaca, removiendo suavemente su cadena de oro de la que pendía su llave Phi Beta Kappa, y comparando la hora de su reloj de bolsillo con el reloj de caoba de Longfellow, casi seguro de que en cualquier momento todos los relojes de Cambridge iban a pararse.
Lowell extremó sus dotes de persuasión cuando habló en tono suave pero seguro, volviéndose hacia Longfellow:
—Mi querido Longfellow, cuando llegue el agente de policía deberíamos tener preparada una nota dirigida a su jefe, explicando lo que creemos haber descubierto aquí esta noche. Luego, podemos olvidarnos de ello, tal como desea nuestro querido doctor Holmes.
—Voy a empezar —decidió Fields, dirigiéndose al cajón donde Longfellow guardaba el material de escritorio.
Holmes y Lowell reemprendieron su discusión. Longfellow respiraba con pequeños suspiros. Fields se detuvo con la mano en el cajón. Holmes y Lowell callaron.
—Por favor, no demos un salto a ciegas. Primero escúchenme —dijo Longfellow—. ¿Quién está enterado de esos crímenes en Boston y, Cambridge?
—Bien, ésa es la cuestión —replicó Lowell, a quien atemorizaba mostrarse ineducado con el único hombre, después de su difunto padre, al que veneraba—. ¡Todos en esta bendita ciudad, Longfellow! Uno aparece en primera plana de todos los periódicos. —Señaló los titulares con la muerte de Healey—. Y le seguirá el crimen de Talbot antes de que cante el gallo. ¡Un juez y un predicador! ¡Mantener al público alejado de eso sería tanto como privarlo del bistec y la cerveza!
—Muy bien. ¿Y quién más en la ciudad tiene conocimiento de Dante? ¿Quién más sabe que
le piante erano a tutti accese intrambe
? ¿Cuántos de los que pasean por las calles Washington y School, mirando las tiendas o deteniéndose en Jordan y Marsh para ver la última moda de sombreros, piensan que
rigavan lor di sangue il volto, che, mischiato di lagrime
, y se imaginan el espanto de esos
fastidiosi vermi
, esos enojosos gusanos?
»Díganme quién en nuestra ciudad, no, en Norteamérica hoy día, conoce las palabras de Dante en su obra, en cada canto, en cada terceto. ¿Saben lo suficiente para empezar a pensar en cómo convertir los detalles de los castigos del
Inferno
de Dante en modelos de asesinato?
En el estudio de Longfellow, el más apreciado de Nueva Inglaterra por los amantes de la conversación, se hizo un misterioso silencio. Nadie en la estancia pensó en responder a la pregunta, porque la estancia misma era la respuesta: Henry Wadsworth Longfellow, el profesor James Russell Lowell, el profesor doctor Oliver Wendell Holmes, James Thomas Fields y un reducido número de amigos y colegas.
—¡Santo Dios! —exclamó Fields—. Sólo un puñado de personas sería capaz de leer italiano, por no hablar del italiano de Dante, e incluso, entre los que pudieran sacar algo en limpio con la ayuda de libros de gramática y diccionarios, ¡la mayoría nunca ha tenido en las manos un ejemplar de las obras de Dante! —Fields debía saberlo. El negocio del editor consistía en conocer los hábitos de lectura de cada literato y erudito de Nueva Inglaterra y de los que, fuera, contaran para algo—. Ni lo tendrá —continuó— mientras no se publique en Norteamérica una completa traducción de Dante…
—¿Como ésta en la que estamos trabajando? —Longfellow tomó las pruebas del canto decimosexto—. Si desvelamos a la policía la precisión con que esos asesinos se han inspirado en Dante y han actuado, ¿a quién podría señalar con suficiente conocimiento para cometer los crímenes?
»No sólo seremos los primeros sospechosos —concluyó Longfellow—. Seremos los principales sospechosos.
—Vamos, mi querido Longfellow —replicó Fields con una risa desesperadamente seria—. Señores, no nos dejemos llevar por las emociones. Miren a su alrededor en esta habitación: profesores, representantes de las fuerzas vivas, poetas, huéspedes frecuentes de senadores y dignatarios, hombres de libros… ¿Quién pensaría realmente que estamos implicados en un asesinato? He hinchado un poco nuestra relevancia para recordarnos que somos hombres de elevada posición en Boston, ¡hombres de la alta sociedad!
—Como el profesor Webster. El patíbulo nos enseña que ninguna ley impide que a un hombre de Harvard lo cuelguen —respondió Longfellow.
El doctor Holmes se puso blanco. Aunque se sintió aliviado porque Longfellow se colocara de su lado, el último comentario lo afectó.
—Yo llevaba pocos años en mi puesto en la facultad de Medicina —dijo Holmes, dirigiendo hacia delante una mirada vidriosa—. En principio, cada uno de los profesores y el claustro en su conjunto eran sospechosos, incluso un poeta como yo. —Holmes trató de reír, pero sólo exteriorizó su amargura—. Me incluyeron en la lista de posibles agresores. Fueron a casa a interrogarme. Wendell Junior y la pequeña Amelia eran unos niños y Neddie, apenas un bebé. Fue el peor susto de mi vida.
Longfellow dijo en tono tranquilo:
—Mis queridos amigos, les rogaría que estuvieran de acuerdo, si pueden, en este punto: aunque la policía quisiera confiar en nosotros, aunque efectivamente confiara y nos creyera, estaríamos bajo sospecha hasta que se capturara al asesino. Y entonces, incluso con el criminal detenido, Dante quedaría manchado de sangre aun antes de que los norteamericanos conocieran sus palabras, y ello en una época en que nuestro país ya no puede soportar más muerte. El doctor Manning y la corporación ya desean sepultar a Dante para preservar su currículo, y eso representaría enterrarlo en un sarcófago de hierro. A Dante le aguardaría en Norteamérica la misma suerte que corrió en Florencia y para los próximos mil años. Holmes tiene razón: no se lo diremos a nadie.
Fields se volvió sorprendido a Longfellow.
—Hemos hecho voto, bajo este mismo techo, de proteger a Dante —dijo Lowell pausadamente, a la vista del rostro tenso del editor.
—¡Asegurémonos de que nos protegemos a nosotros primero, y a nuestra ciudad, o a Dante no le quedará nadie! —dijo Fields.
—Protegernos a nosotros y a Dante es ahora una sola y misma cosa, mi querido Fields —afirmó Holmes con sentido práctico, tentado por la vaga sensación de que había tenido razón a lo largo de toda la disputa—. Una y la misma. No seríamos nosotros los únicos en ser vituperados si todo esto llegara a saberse, sino también los católicos, los inmigrantes…
Fields sabía que sus poetas estaban en lo cierto. Si acudían ahora a la policía, su posición estaría en el limbo, si no en peligro real.
—Que el cielo nos ayude. Sería nuestra ruina.
Suspiró. Fields no estaba pensando en la ley. En Boston, la reputación y el rumor podían acabar con un caballero de manera más eficaz que el verdugo. Por muy queridos que fueran sus poetas, el público siempre abrigaba un insano prurito de celos contra las celebridades. Las noticias de la más ligera asociación con aquella muerte escandalosa se extenderían con más rapidez que si las transmitiera el telégrafo. A Fields le hubiera desagradado ver unas reputaciones inmaculadas afanosamente arrastradas por el fango de las calles, basándose en meras habladurías.
—Ya deben de estar al llegar —dijo Longfellow—. ¿Recuerdan ustedes esto? —Sacó una hoja de papel del cajón—. ¿Y si le echamos un vistazo ahora? Creo que se revelará por sí mismo.
Longfellow aplanó el papel del agente Rey con la palma de la mano. Los eruditos se inclinaron sobre la hoja para examinar la trascripción garabateada. La luz del hogar hizo brillar líneas carmesí en los atónitos rostros.
Rey había escrito: «
Deenan see amno atesennone turnay eeotur nodur lasheeato nay
». Estas palabras les llegaron desde la sombra bajo la barba leonina de Longfellow.
—Es el segundo verso de un terceto —murmuró Lowell—. ¡Sí! ¿Cómo nos pudo pasar por alto?
Fields se hizo con el papel. El editor no estaba dispuesto a admitir que no conseguía verlo: su cabeza estaba demasiado afectada por todo lo sucedido para desenvolverse con su italiano. El papel se agitó en la mano de Fields. Delicadamente, lo devolvió a la mesa y apartó de él sus dedos.
—«
Dinanzi a me non fuor cose create se non etterne, e io etterno duro, lasciate ogne
» —recitó Lowell a Fields—. Es de la inscripción sobre la puerta del infierno, ¡es precisamente un fragmento de ella! «
Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate
».
Lowell cerró los ojos mientras traducía:
Antes que yo no hubo cosas creadas
sino eternas, y yo duraré eternamente.
Abandonad toda esperanza los que entráis.
También el mendigo vio este signo aparecer ante él en la comisaría central de policía. Había visto a los tibios:
Ignavi
. Indefensos, golpeaban el aire y luego golpeaban sus propios cuerpos. Las avispas y las moscas revoloteaban en torno a sus formas blancas y desnudas. Grandes larvas se deslizaban desde los pútridos huecos de sus dentaduras, amontonándose abajo, succionando su sangre mezclada con la sal de sus lágrimas. Las almas seguían un estandarte blanco que las encabezaba como símbolo de sus anodinos senderos. El hombre que se había tirado sintió su propia piel bullente de moscas, aleteando de acá para allá con trocitos de piel mordisqueada, y él tenía que escapar…, al menos intentarlo.
Longfellow encontró su prueba con la traducción corregida del canto tercero, y la depositó en la mesa para efectuar la comparación.
—¡Santo cielo! —exclamó Holmes jadeando, y agarrando a Longfellow por la manga—. Ese oficial mulato asistió a la autopsia del reverendo Talbot. ¡Y se nos presentó con esto tras la muerte del juez Healey! ¡Ya debe de saber algo!
Longfellow sacudió la cabeza.
—Recuerden que Lowell es profesor de la cátedra Smith del colegio. El agente quería identificar una lengua desconocida que, en ese momento, todos estuvimos demasiado ciegos para descifrar. Algunos estudiantes lo encaminaron a Elmwood la noche de nuestra sesión del club Dante, y Mabel lo envió aquí. No hay razón para creer que sabe algo de la naturaleza dantesca de estos crímenes, o que tiene noticias de nuestro proyecto de traducción.
—¿Y cómo hemos podido no darnos cuenta antes? —preguntó Holmes—. Greene pensó que esto podía ser italiano, y no le hicimos caso.
—¡Gracias al cielo —exclamó Fields—, porque la policía se nos hubiera echado encima allí mismo!
Holmes continuó, con renovado pánico:
—Pero ¿quién habría recitado la inscripción de la puerta al agente? Eso no puede ser una mera coincidencia. ¡Debe tener
algo
que ver con esos asesinatos!
—Sospecho que tiene razón —dijo Longfellow asintiendo con calma.
—¿Quién pudo haber dicho eso? —insistía Holmes, volviendo el trozo de papel una y otra vez en su mano—. Esa inscripción… —continuó—. La puerta del infierno, eso viene en el canto tercero, ¡el mismo canto en el que Dante y Virgilio caminan entre los tibios! ¡El modelo para el asesinato del juez presidente Healey!
Se multiplicaron las pisadas en el sendero de acceso a la casa Craigie, y Longfellow abrió la puerta al hijo del encargado del campus, que entró corriendo, rechinándole sus dientes salidos. Al mirar hacia el escalón de entrada, Longfellow se encontró frente a frente con Nicholas Rey.
—Me ha pedido que lo trajera, señor Longfellow —relinchó Karl al advertir la sorpresa de Longfellow, y luego miró a Rey con una mueca triste.
—Estaba en la comisaría de Cambridge —dijo Rey— ocupado en otro asunto, cuando este chico llegó para informarme de su preocupación. Otro agente está inspeccionando el exterior.
Rey casi pudo oír el pesado silencio que se hizo en el estudio al sonido de su voz.
—¿Quiere pasar, agente Rey? —Longfellow no supo qué más decir, y le explicó la causa de su alarma.
Nicholas Rey estaba de nuevo entre la profusión de imágenes de George Washington en el vestíbulo. Con la mano en el bolsillo del pantalón, manoseaba los trocitos de papel desparramados en la bóveda subterránea, húmedos aún de la arcilla empapada de la cripta. Algún fragmento de papel tenía una o dos letras escritas; otros estaban tan manchados que su contenido era irreconocible.
Rey entró en el estudio y pasó revista a los tres caballeros: Lowell, con sus bigotes como colmillos de morsa, se envolvía con el abrigo encima de su batín y de unos pantalones de tartán; y los otros dos llevaban los cuellos flojos y los corbatines enmarañados. Un fusil de dos cañones estaba apoyado en la pared, y un pan aguardaba en la mesa.
Rey posó los ojos en el hombre agitado, de fisonomía aniñada, el único que no se escudaba tras una barba.