El club Dante (39 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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Después de que Fields partiera en su carruaje hacia Boston, Lowell y Longfellow caminaron bajo la nieve hacia sus casas. La noticia del asesinato de Phineas Jennison se había extendido rápidamente por sus círculos sociales. El silencio en la calle, bordeada de olmos, era absoluto. Las ascendentes guirnaldas de humo de las chimeneas, blancas como la nieve, se desvanecían como fantasmas. Las ventanas que no mantenían cerrados los postigos, estaban cubiertas en su parte interior por ropa, camisas y blusas que colgaban flojamente, pues hacía demasiado frío para ponerlas a secar fuera. Las aldabillas de cuerdas estaban bajadas en todas las puertas. Las casas que habían instalado recientemente cerraduras de hierro y cadenas metálicas, por consejo de los agentes locales, se mantenían bien cerradas. Algunos residentes incluso habían montado un tipo de alarma en sus puertas, utilizando un sistema de corrientes, vendido de casa en casa por Jeremy Didlers, del Oeste. Ningún niño jugaba en los montones de nieve blanda. Con aquellos tres asesinatos, resultaba evidente que había una mano empeñada en la tarea. Las reseñas de los periódicos no tardaron en incluir la información de que se encontró la ropa de cada víctima cuidadosamente doblada en el escenario del crimen, y de súbito la ciudad entera se sintió desnuda. El terror que se desencadenó con la muerte de Artemus Healey se había apoderado ahora de Beacon Hill, siguiendo por la calle Charles, por Back Bay y cruzando el puente de Cambridge. De pronto, parecía haber motivos irracionales pero palpables para creer en un azote, en el apocalipsis.

Longfellow se detuvo a una manzana de la casa Craigie.

—¿Podríamos
nosotros
ser responsables?

Su voz sonaba temerosa, débil a sus propios oídos.

—No permita que ese gusano penetre en su cerebro. Dije eso sin pensarlo, Longfellow.

—Debe ser honrado conmigo, Lowell. ¿Cree usted…?

Las palabras de Longfellow se vieron interrumpidas. El grito de una niña se elevó en el aire y conmovió los cimientos mismos de la calle Brattle.

A Longfellow se le doblaron las rodillas mientras su mente trataba de determinar el origen del grito, lo que lo llevó hasta su casa. Sabía que debería lanzarse a una alocada carrera calle Brattle abajo, a través de la sábana virginal de la nieve. Pero por un momento sus pensamientos lo inmovilizaron en el sitio, acechándolo, haciéndolo temblar ante lo posible, como quien despierta de una terrible pesadilla y busca señales de sangrientas calamidades en la apacible habitación en torno. Los recuerdos inundaron el aire delante de él. ¿Por qué no pude salvarte, amor mío?

—¿Voy a buscar mi fusil? —exclamó Lowell frenéticamente.

Longfellow salió a la carrera.

Ambos hombres llegaron al escalón de entrada de la casa Craigie casi al mismo tiempo, una notable hazaña de Longfellow, quien, a diferencia de su vecino, no había practicado ejercicio físico. Entraron corriendo en el vestíbulo. En el salón encontraron a Charley Longfellow arrodillado, tratando de calmar a la excitada Annie Allegra, la pequeña, que profería exclamaciones y chillaba alegremente ante los regalos que su hermano le había traído.
Trap
gruñía encantado y meneaba su rechoncho rabo en círculos, mostrando toda su dentadura en una expresión comparable a una sonrisa humana. Alice Mary salió al vestíbulo para saludarlos.

—¡Oh, papá! —exclamó—. ¡Charley acaba de llegar a casa para el día de Acción de Gracias! ¡Y nos ha traído chaquetas francesas, con rayas rojas y negras!

Alice se probó la chaqueta para Longfellow y Lowell.

—¡Vaya garbo! —aplaudió Charley, que abrazó a su padre—. Papá, ¿por qué estás blanco como un papel? ¿No te sientes bien? ¡Mi intención sólo era daros una sorpresita! Quizá te has hecho demasiado viejo para nosotros.

Y se echó a reír. El color volvió a la hermosa tez de Longfellow, quien, a la vez, empujaba a Lowell a un lado.

—Mi Charley ha vuelto a casa —le dijo en tono confidencial, como si Lowell no pudiera verlo por sí mismo.

Más avanzada la noche, cuando las niñas ya estaban durmiendo arriba y Lowell se había ido, Longfellow se sintió profundamente tranquilo. Se inclinó sobre el escritorio en el que trabajaba de pie, y pasó la mano por la suave madera sobre la que había escrito la mayor parte de su traducción. La primera vez que leyó el poema de Dante, tenía que confesárselo a sí mismo, no tuvo fe en el gran poeta. Temía cómo pudiera acabar, tras un inicio tan glorioso. Pero, a lo largo del texto, Dante se comportó tan valientemente, que Longfellow no pudo hacer otra cosa que maravillarse más y más, no sólo por su gran fuerza, sino por la continuidad de ésta. El estilo se elevaba con el tema, y se dilataba como las aguas de la marea cuyo flujo, a la larga, levantaban al lector, cargado de dudas y temores. Lo más frecuente era que pareciese que Longfellow estaba sirviendo al florentino, pero a veces Dante se burlaba, eludiendo toda palabra, todo lenguaje. En tales ocasiones, Longfellow se sentía como un escultor que, incapaz de representar en frío mármol la belleza viva del ojo humano, recurría a artificios como hundir más profundamente el ojo y hacer más prominente la frente, encima, rasgos que no eran los del modelo vivo.

Pero Dante se resistía a las intrusiones mecánicas, y se rehusaba a sí mismo, pidiendo paciencia. Siempre que traductor y poeta llegaban a este punto muerto, Longfellow se detenía y pensaba: «Aquí Dante descansó la pluma, y todo cuanto sigue aún está en blanco. ¿Cómo llenar la página? ¿Qué nuevas figuras aportará? ¿Qué nuevos nombres escribirá?». Entonces el poeta volvía a tomar su pluma y, con una expresión de gozo o de indignación en su rostro, seguía avanzando en la redacción de su libro, y Longfellow continuaba ahora sin timideces.

Un leve sonido de arañazo, como los dedos sobre un encerado, captó la atención de las orejas triangulares de
Trap
, que se acurrucó hecho una bola a los pies de Longfellow. Sonó como hielo rompiéndose contra una ventana a causa del viento.

A las dos de la madrugada, Longfellow seguía traduciendo. Con la caldera y la chimenea al máximo, no podía conseguir que el mercurio trepara por su pequeña escala más allá del sexagésimo peldaño
[8]
, y luego descendería, desanimado. Longfellow acercó una bujía a una ventana y miró desde otra los encantadores árboles, como cubiertos de plumas por efecto de la nieve. El aire permanecía inmóvil, y con aquella iluminación parecían como un grande y aéreo árbol de Navidad. Cuando cerraba los postigos, advirtió unas insólitas marcas en una de las ventanas. Volvió a abrir los postigos. El sonido del hielo rompiéndose había sido algo más: un cuchillo deslizándose en el cristal. Y él había estado a unos pocos pies de quien lo manejó. Al principio, las palabras incisas en la ventana le resultaron ininteligibles: ENOIZUDART AIM AL. Pero Longfellow pudo descifrarlas casi inmediatamente. Aun así se puso el sombrero, la bufanda y el gabán y salió de la casa. Allí la amenaza podía leerse tan claramente como si resiguiera con los dedos los ásperos bordes de las letras: ENOIZUDART AIM AL: «MI TRADUCCIÓN».

XII

El jefe Kurtz anunció en la pizarra de la comisaría central que unas horas después tomaría el tren para iniciar una gira por los ateneos de Nueva Inglaterra, a fin de explicar a las comisiones locales y a los socios ateneístas los nuevos métodos policiales. Kurtz le confesó a Rey:

—Para salvar la reputación de la ciudad, quiero decir de los concejales. Embusteros.

—Entonces, ¿por qué?

—Para mantenerme lejos, para alejarme de los detectives. Por acuerdo, yo soy el único oficial del departamento con autoridad sobre la oficina de detectives. Así esos bribones tendrán las manos libres. Ahora esta investigación les corresponde por completo a ellos. Aquí no queda nadie con poder para frenarlos.

—Pero, jefe Kurtz, están buscando en el lugar equivocado. Sólo quieren una detención para lucirse.

Kurtz se lo quedó mirando.

—Y usted, agente, usted debe permanecer aquí, tal como se le ha ordenado. Ya lo sabe. Hasta que todo esto esté bien aclarado. Lo cual podría suceder dentro de muchos meses.

Rey guiñó el ojo.

—Pero yo tengo mucho que decir, jefe…

—Usted sabe que debo darle instrucciones para que comparta con el detective Henshaw y sus hombres todo cuanto sepa o crea saber.

—Jefe Kurtz…

—¡Todo, Rey! ¿Tendré que llevarlo yo mismo ante Henshaw?

Rey dudó, y luego sacudió la cabeza. Kurtz le puso la mano en el brazo.

—A veces la única satisfacción consiste en saber que nadie más que uno mismo puede hacerlo, Rey.

Cuando Rey regresaba a casa aquella noche, una figura envuelta en una capa se puso a caminar junto a él. Se quitó la capucha. Respiraba agitadamente, con el vaho que desprendía su aliento tropezando con su oscuro velo y saliendo a través de él. Mabel Lowell se despojó del velo y dirigió una mirada fogosa al agente Rey.

—Agente, ¿me recuerda de cuando fue a mi casa en busca del profesor Lowell? Tengo algo que creo debería usted ver —dijo, sacando un grueso paquete de debajo de su capa.

—¿Cómo me ha encontrado, señorita Lowell?

—Mabel. ¿Cree usted que es tan difícil encontrar a un agente de policía mulato en Boston?

Concluyó su frase con una retorcida mueca. Rey se detuvo y miró el envoltorio, del que separó algunas hojas de papel.

—No sé por qué debería aceptar esto. ¿Pertenece a su padre?

—Sí. —Eran las pruebas de la traducción de Dante por Longfellow, con abundantes notas marginales de Lowell—. Creo que mi padre ha descubierto algunos aspectos de la poesía de Dante en esos extraños asesinatos. Ignoro detalles que usted debe de conocer, y acerca de los cuales yo nunca podría hablar con él sin ponerlo furioso, así que no le diga que me ha visto. Me costó mucho trabajo, agente, introducirme a hurtadillas en el estudio de mi padre procurando que él no lo notara.

—Por favor, señorita Lowell —dijo Rey, suspirando.

—Mabel. —Enfrentada al brillo de honradez en los ojos de Rey, no pudo permitirse exteriorizar su desesperación—. Por favor, agente. Mi padre le cuenta pocas cosas a la señora Lowell y a mí, menos. Pero esto yo lo sé. Sus libros de Dante andan desparramados por allí a todas horas. Cuando le oigo con sus amigos estos días, sólo hablan de eso… y en un tono como si estuvieran coaccionados, un tono de angustia, inadecuado para unos hombres que se reúnen para hacer una traducción. Luego encontré el dibujo de unos pies humanos ardiendo, con algunos recortes de periódico sobre el reverendo Talbot.
Sus
pies, dicen algunos, estaban carbonizados cuando lo encontraron. Y yo oí a mi padre revisar ese canto sobre los clérigos inicuos con Mead y Sheldon hace sólo unos meses.

Rey la condujo al patio de un edificio próximo, donde encontraron un banco desocupado.

—Mabel, no debe decir a nadie más que sabe esto. Sólo serviría para complicar la situación y proyectar una sombra peligrosa sobre su padre y sus amigos… y me temo que sobre usted misma. Intervienen intereses que se aprovecharían de esta información.

—Usted ya estaba enterado de esto, ¿verdad? Bien, pues debería idear algo para detener esta locura.

—Honradamente, no sé qué hacer.

—No puede quedarse quieto y observar; no mientras mi padre… Por favor. —De nuevo puso el paquete con las pruebas en sus manos. A pesar suyo, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Tome esto. Léaselo antes de que él lo eche de menos. Su visita a la casa Craigie aquel día debe de tener algo que ver con todo esto, y sé que usted puede ser de ayuda.

Rey examinó el paquete. No había leído un libro desde antes de la guerra. En otro tiempo consumió literatura con alarmante avidez, especialmente tras la muerte de sus padres adoptivos y de sus hermanas. Leyó historias y biografías e incluso novelas. Pero ahora la misma idea de un libro le chocaba como ofensivamente represiva y arrogante. Prefería los periódicos y pliegos sueltos, que no tenían ocasión de dominar sus pensamientos.

—Mi padre es a veces un hombre difícil… Me doy cuenta de la impresión que puede causar —prosiguió Mabel—. Pero ha padecido mucha tensión, interna y externa, a lo largo de su vida. Vive con el temor de perder su capacidad para escribir, pero yo nunca pensé en él como poeta; sólo como mi padre.

—No tiene por qué preocuparse, señorita Lowell.

—Entonces, ¿va a ayudarlo? —preguntó, apoyando la mano en su brazo—. ¿Hay algo en lo que yo pueda ayudarlo a usted? ¿Algo para tener la certeza de que mi padre está seguro, agente?

Rey permaneció silencioso. Los transeúntes les dirigían miradas encendidas y él apartaba la vista.

Mabel sonrió tristemente y se retiró al otro extremo del banco.

—Comprendo. Es usted igual que mi padre. Supongo que no se me pueden confiar los asuntos que de veras importan. Me hice la ilusión de que usted era diferente.

Por un momento, Rey sintió demasiada identificación afectiva con Mabel como para replicar.

—Señorita Lowell, éste es un asunto en el que, si se puede, más vale no meterse.

—Pero yo no puedo —concluyó, y devolvió el velo a su lugar, al tiempo que emprendía el camino hacia la estación de tranvías.

El profesor George Ticknor, un anciano en decadencia, instruía a su esposa para que hiciera subir a la visita. Sus instrucciones iban acompañadas de una extraña sonrisa que se dibujaba en su ancho y peculiar rostro. El cabello de Ticknor, en otro tiempo negro, se había vuelto gris en la parte baja de la nuca y a lo largo de las patillas, y era lamentablemente escaso en lo alto del cráneo. Hawthorne dijo una vez que la nariz de Ticknor era lo contrario de aquilina: no del todo respingona ni chata.

El profesor nunca tuvo mucha imaginación, y estaba agradecido por ello, pues lo protegía de los desvaríos que habían aquejado a sus colegas bostonianos, en especial a los escritores, quienes pensaban que en tiempo de reforma las cosas cambiarían. Con todo, Ticknor no podía dejar de imaginar que el sirviente que lo incorporaba y lo ayudaba a levantarse de la butaca, era el vivo retrato de George Junior, fallecido a la edad de cinco años. Ticknor seguía triste por aquella muerte, ocurrida treinta años antes; muy triste, porque ya no podía ver su brillante sonrisa ni oír su alegre voz, ni siquiera en su mente. Por eso volvía la cabeza al percibir algún sonido familiar, y el niño no estaba allí. Por eso aguzaba el oído para captar el leve paso de su hijo, que no llegaba.

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