El club Dante (41 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—¡Manning! —bramó Lowell, contando con una reprimenda del bibliotecario.

Manning acechaba desde la tribuna sobre la sala de lectura, donde estaba reuniendo varios libros.

—Usted tiene ahora una clase, profesor Lowell. La corporación de Harvard no puede considerar una conducta aceptable abandonar a los estudiantes sin vigilancia.

Lowell tuvo que pasarse un pañuelo por la cara antes de subir a la tribuna.

—¡Usted osa quemar libros en una institución de enseñanza!

Las tuberías de cobre del precursor sistema de calefacción del Gore Hall siempre tenían escapes, y llenaban la biblioteca con un ondulante vapor que se condensaba en forma de gotitas calientes en las ventanas, en los libros y en los estudiantes.

—El mundo de la religión nos debe, y debe especialmente a su amigo el profesor Agassiz, gratitud por combatir triunfalmente la monstruosa enseñanza de que descendemos de los monos. Su padre de usted, ciertamente, se hubiera mostrado de acuerdo.

—Agassiz es demasiado listo —dijo Lowell llegando a lo alto de la tribuna, atravesando la cortina de vapor—. Lo abandonará…, ¡cuente con ello! ¡Nada que eche fuera el pensamiento estará nunca a salvo del pensamiento!

Manning sonrió, y su sonrisa pareció insertarse en su cabeza.

—¿Sabe usted? He obtenido a través de la corporación cien mil dólares para el museo de Agassiz. Me atrevería a decir que Agassiz irá exactamente por donde yo le diga.

—Pero ¿qué es esto, Manning? ¿Qué lo induce a aborrecer las ideas ajenas?

Manning miró a Lowell de través. Mientras le respondía, perdió el estricto control que mantenía sobre su voz.

—Hemos sido un noble país, caracterizado por la sencillez en materia de moral y de justicia; el último huérfano de la gran República romana. Nuestro mundo está siendo estrangulado y demolido por infiltrados, por novedades inmorales introducidas por cada extranjero y por cada nueva idea en contra de los principios sobre los que se construyó Norteamérica. Usted mismo lo ve, profesor. ¿Cree usted que hubiéramos podido guerrear entre nosotros hace veinte años? Hemos sido envenenados. La guerra, nuestra guerra, está lejos de haber concluido. Justamente está empezando. Hemos dado suelta a los demonios en el mismo aire que respiramos. Las revoluciones, los crímenes y los latrocinios empiezan en nuestras almas y se transfieren a las calles y a nuestras casas. —Esto era lo más cercano a lo emocional que Lowell había visto nunca en Manning—. El juez presidente Healey fue condiscípulo mío en la clase de graduación, Lowell; era uno de nuestros mejores supervisores ¡y ahora se lo ha cargado alguna bestia cuyo único conocimiento es el conocimiento de la muerte! En Boston, las mentes sufren continuos asaltos. Harvard es la fortaleza para la protección de nuestras sublimes esencias. ¡Y ésa es mi responsabilidad!

Manning contuvo sus sentimientos.

—Usted, profesor, se permite el lujo de la rebeldía sólo en ausencia de responsabilidad. Es usted un auténtico poeta.

Lowell sintió que erguía el cuerpo por vez primera desde la muerte de Phineas Jennison. Aquello le infundió renovadas fuerzas.

—Cargamos de cadenas a toda una raza de hombres hace cien años, y allí empezó la guerra. Norteamérica continuará creciendo sin importar todas las mentes que usted encadene ahora, Manning. Sé que amenazó a Oscar Houghton diciéndole que, si publicaba la traducción que Longfellow está haciendo de Dante, sufriría las consecuencias.

Manning se volvió a la ventana y contempló el fuego anaranjado.

—Y así será, profesor Lowell. Italia es un mundo en el que reinan las peores pasiones y la moral más laxa. Le daré la bienvenida si dona algunos ejemplares de su Dante al Gore Hall, como cierto científico necio hizo con esos libros de Darwin. Esa hoguera se los tragará: un ejemplo para todos los que traten de convertir nuestra institución en un reducto de ideas de violencia inmunda.

—Nunca se lo permitiré —replicó Lowell—. Dante es el primer poeta cristiano, el primero y único cuyo entero sistema de pensamiento está impregnado de una teología puramente cristiana. Pero el poema está más próximo a nosotros por otras razones. Es la historia real de un hermano nuestro, un hombre, de un alma humana que es tentada, purificada y que, finalmente, sale triunfante. Enseña la benéfica acción mediadora del arrepentimiento. Es la primera quilla que se aventuró en el mar silencioso de la conciencia humana al encuentro de un nuevo mundo de poesía. Mantuvo a raya durante veinte años su angustia y no se permitió morir hasta haber concluido su tarea. Tampoco lo hará Longfellow. Ni yo.

Lowell se volvió y empezó a bajar la escalera.

—Lo felicito, profesor. —Desde la tribuna, Manning permanecía impasible, aunque echaba fuego por los ojos—. Pero quizá no todo el mundo comparte los mismos puntos de vista. Recibí una peculiar visita de cierto policía, un tal agente Rey. Indagó acerca de su trabajo sobre Dante. No explicó por qué, y se marchó bruscamente. ¿Puede usted decirme por qué su trabajo atrae a la policía a nuestra reverenciada «institución de enseñanza»?

Lowell se detuvo y se volvió para mirar a Manning.

Manning se apoyó los largos dedos sobre el esternón.

—Algunos hombres sensatos se apartarán de su círculo para traicionarlos, Lowell, se lo aseguro. No hay reunión alguna de insurgentes que pueda permanecer unida por mucho tiempo. Si el señor Houghton no colabora para detenerlos, alguien lo hará. El doctor Holmes, por ejemplo.

Lowell quería marcharse, pero esperó más.

—Le advertí hace muchos meses que se apartara de su proyecto de traducción, pues de lo contrario su reputación se resentiría. ¿Y qué cree que hizo?

Lowell negó con la cabeza.

—Me convocó en su casa y me confió que estaba de acuerdo con mi postura.

—¡Miente, Manning!

—Oh, entonces, ¿el doctor Holmes ha seguido entregado a la causa? —preguntó como si supiera mucho más de lo que Lowell podía imaginar.

Lowell se mordió el labio, que le temblaba.

Manning sacudió la cabeza y sonrió.

—El mísero y pequeño maniquí es su Benedict Arnold
[9]
a la espera de instrucciones, profesor Lowell.

—Sepa que cuando soy amigo de un hombre lo soy para siempre, y es muy difícil hacerme volver atrás. Y aunque un hombre pueda gozar siendo mi enemigo, no puede convertirme a mí en el suyo mientras yo no quiera. Buenas tardes.

Lowell dio por concluida la conversación, pero el otro necesitaba más de él.

Manning siguió a Lowell hasta la sala de lectura y lo agarró del brazo.

—No comprendo cómo usted se juega su buen nombre, todo aquello por lo que ha luchado su vida entera, en algo como
eso
, profesor.

Lowell se apartó.

—Aunque quisiera entenderlo no podría, Manning.

Regresó a su clase a tiempo para despedir a sus alumnos.

Si el asesino había estado siguiendo de algún modo la traducción de Longfellow, y los desafiaba a una carrera para concluirla, el club Dante tenía poca elección, salvo completar con la mayor brevedad los trece cantos del
Inferno
que aún quedaban. Acordaron dividirse en dos equipos reducidos: el de los investigadores y el de los traductores.

Lowell y Fields seguirían con la investigación, mientras Longfellow y George Washington Greene se esforzarían con la traducción en el estudio. Fields había informado a Greene, para gran satisfacción del anciano ministro, de que la traducción se había sometido a un estricto calendario, con vistas a su inmediata finalización: quedaban nueve cantos previos aún no revisados, uno parcialmente traducido y dos de los que Longfellow no estaba satisfecho del todo. Peter, el criado de Longfellow, llevaría las pruebas a Riverside a medida que Longfellow terminara, y se encargaría a la vez de sacar de paseo a
Trap
.

—¡Eso no tiene sentido!

—Entonces déjelo, Lowell —dijo Fields, hundido en su sillón de la biblioteca, y que en otro tiempo perteneció al abuelo de Longfellow, un gran general de la guerra de la Independencia. Se quedó mirando a Lowell—. Siéntese. Está usted muy colorado. ¿Ha dormido lo suficiente?

Lowell lo ignoró.

—¿Qué permitiría calificar de cismático a Jennison? En concreto, en ese foso del infierno, cada una de las sombras que Dante escoge para individualizarlas es inequívocamente emblemática de ese pecado.

—Hasta que averigüemos por qué Lucifer escogió a Jennison, debemos entresacar lo que podamos de los detalles del crimen —dijo Fields.

—Bien, el crimen confirma la fuerza de Lucifer. Jennison había hecho escalada con el club Adirondack. Era deportista y cazador, y sin embargo nuestro Lucifer le echa mano y lo hace pedazos con toda facilidad.

—Sin duda se hizo con él amenazándolo con un arma —conjeturó Fields—. Hasta el hombre más fuerte puede sucumbir al temor ante un arma de fuego, Lowell. También sabemos que nuestro asesino es escurridizo. Había agentes de guardia en cada calle del distrito, a todas horas, desde la noche en que Talbot fue asesinado. Y la gran atención puesta por Lucifer en los detalles del canto de Dante… Eso es bien cierto.

—En cualquier momento mientras hablamos —reflexionó en voz alta Lowell, con aire ausente—, en cualquier momento mientras Longfellow traduce un nuevo verso en la habitación de al lado, podría perpetrarse otro asesinato y nosotros carecemos de poder para impedirlo.

—Tres asesinatos y ni un solo testigo. Coincidiendo con toda precisión con nuestras traducciones. ¿Qué vamos a hacer?, ¿rondar por las calles y esperar? Si fuéramos menos cultos, empezaría a creer que un auténtico espíritu del mal nos domina.

—Podemos concentrar nuestra atención en la relación de los asesinatos con nuestro club —propuso Lowell—. Concentrémonos en seguir la pista de todos los que conozcan el calendario previsto para la traducción.

Mientras Lowell hojeaba rápidamente la libreta donde consignaba sus investigaciones, distraídamente golpeó una de las piezas de colección, una bala de cañón disparada por los británicos en Boston contra las tropas del general Washington.

Oyeron otro golpe en la puerta principal, pero lo ignoraron.

—He mandado una nota a Houghton pidiéndole que se asegure de que ninguna prueba de la traducción de Longfellow salga de Riverside —le dijo Fields a Lowell—. Sabemos que todos los asesinatos se inspiraron en los cantos que por entonces nuestro club aún no había traducido. Longfellow debe continuar llevando las pruebas a la imprenta como si todo fuera normal. Y, por cierto, ¿qué hay del joven Sheldon?

Lowell frunció el ceño.

—Aún no ha contestado, y no ha sido visto en el campus. Él es el único que puede informarnos sobre el fantasma con el que lo vi hablar, tras la partida de Bachi.

Fields se puso en pie y se inclinó junto a Lowell.

—¿Está usted bien seguro de que vio ese «fantasma» ayer, Jamey? —le preguntó.

Lowell estaba sorprendido.

—¿Qué quiere usted decir, Fields? Ya se lo conté… Lo vi observándome en el campus de Harvard, y luego, otra vez, esperando a Bachi. Y de nuevo sosteniendo una acalorada discusión con Edward Sheldon.

Fields no pudo evitar encogerse.

—Se trata sólo de que todos estamos muy aprensivos, ansiosos, querido Lowell. Mis noches transcurren entre incómodos episodios de insomnio.

Lowell cerró de golpe la libreta que estaba revisando.

—¿Está usted diciendo que todo fue imaginación mía?

—Usted mismo me dijo que hoy pensó haber visto a Jennison, y a Bachi, y a su primera mujer, y luego a su hijo muerto. ¡Santo cielo! —exclamó Fields.

Los labios de Lowell temblaron.

—Mire, Fields. Ésta es la última vuelta de tornillo…

—Cálmese, Lowell. No quise levantar la voz. No quise decir eso.

—Yo suponía que usted sabría mejor que nosotros lo que debíamos hacer. ¡Después de todo, no somos más que poetas! ¡Creí que usted sabría con precisión cómo alguien ha ido siguiendo nuestro calendario de traducción!

—¿Y eso qué significa, señor Lowell?

—Sencillamente esto: ¿quién, además de nosotros, conoce de primera mano las actividades del club Dante? Los aprendices de la imprenta, los grabadores, los encuadernadores… Todos los relacionados con Ticknor y Fields.

—¡Ya! —Fields estaba asombrado—. ¡No invierta los papeles a mi costa!

La puerta que comunicaba la biblioteca con el estudio se abrió.

—Caballeros, lamento tener que interrumpirlos —dijo Longfellow, al tiempo que introducía a Nicholas Rey.

Los rostros de Lowell y Fields reflejaron terror. Lowell farfulló una letanía de razones por las que Rey no podía detenerlos.

Longfellow se limitó a sonreír.

—Profesor Lowell —dijo Rey—. Por favor, señores, estoy aquí para pedirles que me permitan ayudarlos.

Lowell y Fields olvidaron al momento su discusión y dieron una emocionada bienvenida a Rey.

—Comprendan que hago esto para detener las muertes —aclaró Rey—. Para nada más.

—No es ésa nuestra única meta —dijo Lowell tras una prolongada pausa—. Pero no podemos completar esto sin alguna ayuda, y usted tampoco. Este criminal ha dejado el signo de Dante en todo cuanto ha tocado, y para usted sería un error garrafal emprender esa dirección sin un traductor a su lado.

Longfellow los dejó en la biblioteca y regresó al estudio. Él y Greene estaban ocupados con el tercer canto del día, habiendo empezado a las seis de la mañana, trabajado y dejado atrás el momento crítico del mediodía. Longfellow escribió a Holmes pidiéndole que ayudara en la traducción, pero no recibió respuesta de Charles, 21. Longfellow preguntó a Fields si se podría convencer a Lowell para que se reconciliara con Holmes, pero Fields recomendó dejar que el tiempo calmara a ambos.

A lo largo del día, Longfellow tuvo que despachar un insólito número de extrañas peticiones de la acostumbrada variedad de gente que se presentaba. Uno del Oeste traía un «pedido» de un poema sobre los pájaros, que deseaba escribiera Longfellow, y por el que pagaría a tocateja. Una mujer, visitante habitual, puso el equipaje en la puerta, explicando que ella era la esposa de Longfellow que regresaba a casa. Un supuesto soldado herido acudía para pedir dinero. Longfellow se sintió apenado y le dio una pequeña cantidad.

—Pero, Longfellow, ¡el «muñón» de ese hombre no era más que su brazo doblado bajo la camisa! —dijo Greene una vez que Longfellow hubo cerrado la puerta.

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