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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

El club Dante (8 page)

BOOK: El club Dante
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Aún eran muchos los brahmanes que recriminaban a Healey por sus cobardes decisiones antes de la guerra. Pero todos coincidían en que sólo los antiguos radicales más extremistas ofenderían la memoria del juez presidente de su estado desdeñando sus ceremonias fúnebres.

El doctor Holmes se inclinó hacia su esposa.

—Sólo cuatro años de diferencia, Melia.

Ella respondió a la observación con un breve ronroneo.

—El juez Healey tenía sesenta —continuó susurrando Holmes—. O estaba a punto de cumplirlos. Sólo cuatro años más que yo, querida, ¡casi día por día!

Realmente casi un mes, pero aun así el doctor Holmes tomaba en consideración la edad de las personas fallecidas y su cercanía a la suya. Amelia Holmes, con un movimiento de los ojos, le advirtió que permaneciese en silencio durante los panegíricos. Holmes calló y miró al frente, a los tranquilos campos.

Holmes no podía presumir de una amistad íntima con el difunto: pocos hombres podían hacerlo, incluso entre los brahmanes. El juez presidente Healey había pertenecido a la Mesa de Supervisores de Harvard, con lo que el doctor Holmes había mantenido alguna relación rutinaria con el juez, relativa a la función de Healey como administrador. Holmes había conocido también a Healey por ser miembro de Phi Beta Kappa, pues Healey había presidido una vez esa orgullosa sociedad. El doctor Holmes mantuvo su llave ΦBK en la cadena de su reloj, un objeto con el que sus dedos luchaban ahora, mientras el cuerpo de Healey era colocado en el lugar donde iba a yacer. Con una simpatía propia de un médico, Holmes pensaba que, al menos, el pobre Healey no sufrió al morir.

El contacto más prolongado del doctor Holmes con el juez se había producido en el palacio de justicia, en una época agitada para Holmes, que lo indujo a desear retirarse por completo a un mundo de poesía. La defensa del proceso Webster, presidido, como todas las causas de delitos mayores, por un tribunal compuesto por tres jueces y el presidente, convocó al doctor Holmes como testigo de carácter de John W. Webster. Durante la acalorada vista, celebrada muchos años antes, Wendell Holmes tuvo ocasión de conocer el estilo de discurso grave y agotador con que Artemus Healey exponía sus conclusiones legales.

«Los profesores de Harvard no cometen asesinatos». Esto fue lo que testimonió en favor de Webster el entonces presidente de Harvard, que subió al estrado inmediatamente antes que el doctor Holmes.

El asesinato del doctor Parkman se había perpetrado en el laboratorio situado bajo el aula de Holmes, mientras éste daba clase. Ya era bastante penoso que Holmes hubiera sido amigo tanto del criminal como de la víctima, pues no sabía por quién lamentarse más. Al menos las acostumbradas risas contagiosas de los estudiantes del doctor Holmes ahogaron la descripción de cómo el profesor Webster descuartizó el cadáver.

—Un hombre devoto, temeroso de Dios como toda su familia…

Las chillonas promesas celestiales del predicador, con la expresión apropiada de quien encabeza la comitiva fúnebre, no le cayeron bien a Holmes. Por una cuestión de principios, pocos eran los aspectos de las ceremonias religiosas que le caían bien, como hijo que era de uno de esos leales ministros cuyo calvinismo se mantuvo duro y alerta frente a la rebelión unitarista. Oliver Wendell Holmes y su huraño hermano menor, John, fueron criados ateniéndose a aquella descomunal necedad que aún zumbaba en los oídos del doctor: «Con la caída de Adán, pecamos todos». Afortunadamente, se vieron protegidos por la rápida agudeza de su madre, que les susurraba en sensatos apartes mientras el reverendo Holmes y los ministros que eran sus huéspedes predicaban la condenación predestinada y el pecado innato. Ella les prometió que llegarían nuevas ideas, en particular a Wendell, cuando quedó impresionado por cierta historia acerca del control del diablo sobre nuestras almas. Y, en efecto, las nuevas ideas llegaron para Boston y para Oliver Wendell Holmes. Sólo los unitaristas hubieran podido construir el cementerio del monte Auburn, un lugar de enterramiento que era también un jardín.

Mientras el doctor Holmes observaba a los numerosos notables presentes y no se ocupaba de sí mismo, otros muchos volvían la cabeza en dirección al doctor Holmes, pues formaba parte de un puñado de celebridades conocidas con diversos nombres: los Santos de Nueva Inglaterra o los Poetas Junto a la Chimenea. Cualquiera que fuese el nombre que se les diera, eran los más altos representantes literarios del país. Junto a los Holmes se hallaba James Russell Lowell, poeta, profesor y editor de textos, retorciéndose perezosamente la larga guía del bigote, hasta que Fanny Lowell le tiró de la manga. Al otro lado, J. T. Fields, el editor que publicaba a los mayores poetas de Nueva Inglaterra, con la cabeza y la barba señalando hacia abajo en un perfecto triángulo de seria contemplación, una figura llamativa para ser yuxtapuesta a las angélicas mejillas rosadas y el perfecto equilibrio de su joven esposa. Lowell y Fields no eran más íntimos del juez presidente Healey de lo que lo era Holmes, pero asistían a la ceremonia por respeto a la posición y a la familia de Healey (de esta última, además, los Lowell eran primos en algún grado).

Los presentes, al ver a aquel trío de literatos, buscaron en vano al más ilustre de sus colegas. A decir verdad, Henry Wadsworth Longfellow estaba dispuesto a acompañar a sus amigos al monte Auburn, adonde se llegaba desde su casa dando un paseo, pero, como tenía por costumbre, se había quedado junto a su chimenea. Pocas cosas en el mundo, fuera de la casa Craigie, podían presumir de atraer a Longfellow. Después de tantos años dedicados a aquel proyecto, la realidad de la inminente publicación le imponía una plena dedicación. Además, Longfellow temía (y con razón) que, de haber ido al monte Auburn, su fama hubiera apartado de la familia Healey la atención de los asistentes al luctuoso acto. Siempre que Longfellow caminaba por las calles de Cambridge, la gente murmuraba, los niños se arrojaban en sus brazos y los sombreros eran levantados en tan gran número, que se diría que todo el condado de Middlesex penetraba simultáneamente en una capilla.

Holmes podía recordar que una vez, años atrás, antes de la guerra, viajando con Lowell en un traqueteante carruaje, pasaron frente a la ventana de la casa Craigie, que enmarcaba a Fanny y a Henry Longfellow al amor de la lumbre, rodeados de sus cinco hermosos niños junto al piano. Detrás, el rostro de Longfellow aún estaba abierto al mundo.

—Tiemblo al mirar la casa de Longfellow —dijo Holmes.

Lowell, que se había estado quejando de un defectuoso ensayo de Thoreau de cuya edición se encargaba, respondió con una risa ligera que contrastaba con el tono de Holmes.

—Su felicidad es tan perfecta —prosiguió Holmes— que ningún cambio, ninguno de los cambios que lleguen a afectarlo puede dejar de ser para peor.

Cuando la oración fúnebre del reverendo Young tocó a su fin, un solemne murmullo se alzó sobre las tranquilas extensiones del cementerio. Mientras Holmes se sacudía unas hojitas amarillas de su cuello de terciopelo y dejaba vagar sus ojos por los pétreos rostros de los dolientes, advirtió que el reverendo Elisha Talbot, el ministro más prominente de Cambridge, aparecía abiertamente irritado por la cálida recepción que había tenido la oración fúnebre de Young. Sin duda estaba ensayando lo que él hubiera dicho de haber sido el ministro de Healey. Holmes admiró la expresión contenida de la viuda de Healey. Las viudas de lágrima fácil eran las que menos tardaban en encontrar nuevo marido. Holmes también se entretuvo en observar al señor Kurtz, pues el jefe de policía se había colocado confiadamente junto a la viuda de Healey y se la llevaba aparte, al parecer con el propósito de convencerla de algo, pero de una forma abreviada, como si su intercambio de palabras fuera una recapitulación de alguna conversación previa. El jefe Kurtz no estaba argumentando sino más bien recordando algo amablemente a la viuda de Healey. Ésta asentía con deferencia; oh, pero muy
tensa
, pensó Holmes. El jefe Kurtz terminó con un suspiro de alivio que Eolo hubiera envidiado.

La cena de aquella noche en el 21 de la calle Charles fue más tranquila de lo acostumbrado, pues nunca era
tranquila
. Los huéspedes solían departir atolondradamente, por no mencionar el bajo volumen de la conversación de los Holmes, lo que llevaba a preguntarse si algún miembro de aquella familia había escuchado al otro. El doctor había implantado la tradición de recompensar con una ración extra de mermelada al mejor conversador de la velada. Hoy la hija del doctor Holmes, la «pequeña» Amelia, charlaba más de lo habitual, contando el último compromiso matrimonial, el de la señorita B… con el coronel F…, y contando lo que su círculo de costura había estado haciendo para los regalos de boda.

—Padre —dijo Oliver Wendell Holmes Junior, el héroe, con un pequeño visaje—, creo que esta noche te vas a quedar sin mermelada.

Junior estaba fuera de lugar en la mesa de los Holmes. No sólo medía un metro ochenta en una casa de personas vivaces y de baja estatura, sino que era deliberadamente parco en palabras y en movimientos.

Holmes sonrió pensativamente sobre su asado.

—Wendy, no te he oído hablar mucho esta noche.

Junior odiaba que su padre lo llamara así.

—Oh, yo no ganaré la ración extra, pero tú tampoco. —Se volvió a su hermano menor, Edward, que sólo estaba en casa de vez en cuando, pues se alojaba en la universidad—. Dicen que están recogiendo firmas para dar el nombre del pobre Healey a una cátedra en la facultad de Derecho. ¿Tú lo crees, Neddie? ¡Después de que eludió su responsabilidad en la Ley de Esclavos Fugitivos todos estos años! Morirse es la única manera de que Boston perdone tu pasado, por lo poco que sé.

En su paseo de después de la cena, el doctor Holmes se detuvo para dar a algunos niños que jugaban a las canicas un puñado de monedas con las que formar una palabra en la acera. Eligió
nudo
(¿por qué no?), y cuando dibujaron correctamente las letras con las piezas de cobre, los obsequió con las monedas. Estaba satisfecho de que el verano en Boston tocara a su fin y, con él, aquel calor asfixiante que agravaba su asma.

Holmes se sentó bajo los altos árboles situados detrás de su casa, pensando en «los más finos talentos literarios de Nueva Inglaterra», según el exagerado elogio de Fields en el
New York Tribune
. Su club Dante era importante para la misión de Lowell de introducir la poesía de Dante en Estados Unidos, y para los planes de edición de Fields. Sí, estaban en juego intereses académicos y empresariales. Pero para Holmes el triunfo del club consistía en la unión de intereses de aquel grupo de amigos que él se sentía afortunado de tener. Le gustaba más que nada la libre charla y la brillante chispa que brotaba cuando daban libre curso a la poesía. El club Dante era una asociación curativa —pues en los últimos años todos habían envejecido de pronto— que unía a Holmes y a Lowell tras sus diferencias a propósito de la guerra; que unía a Fields con sus mejores autores en su primer año sin su socio William Ticknor, para proporcionarles seguridad; y que unía a Longfellow con el mundo exterior, o al menos con alguno de sus embajadores con más inclinaciones literarias.

El talento de Holmes para traducir no era extraordinario. Poseía la imaginación necesaria, pero carecía de aquella cualidad que adornaba a Longfellow y que permitía que un poeta se abriera plenamente a la voz de otro poeta. Además, en una nación con escaso intercambio de pensamiento con países extranjeros, Oliver Wendell Holmes se sentía feliz por considerarse versado en Dante, un «dantesco» más que un erudito especialista en Dante. Cuando Holmes estudiaba en la universidad, el profesor George Ticknor, el literato aristócrata, se aproximaba al límite de la tolerancia ante la constante obstrucción de la corporación de Harvard a su acceso al puesto de primer profesor de la cátedra Smith. Wendell Holmes, mientras tanto, habiendo llegado a dominar el griego y el latín a la edad de doce años, estaba ahogado por el aburrimiento durante las obligadas horas de recitación en las que se memorizaban y se repetían a coro versos de la
Hécuba
de Eurípides, en cuyo significado se llevaba largo tiempo insistiendo.

Cuando se conocieron en el salón de la familia Holmes, los ojos del profesor Ticknor, fijos y negros, se posaron en el estudiante, que descargaba su peso alternativamente en uno y otro pie.

—No para un momento —dijo suspirando Oliver Wendell Holmes padre, el reverendo Holmes.

Ticknor sugirió que el italiano podría disciplinarlo. En esa época, los recursos del departamento eran demasiado restringidos para ofrecer una enseñanza formal de la lengua. Pero Holmes no tardó en recibir en préstamo una gramática y un vocabulario preparados por Ticknor, junto con una edición de la
Divina Commedia
de Dante, un poema dividido en partes llamadas
cantica: Inferno, Purgatorio y Paradiso
.

Holmes temía ahora que las eminencias de Harvard hubieran dado con algo sobre Dante desde su insondable ignorancia. En la facultad de Medicina, las ciencias habían permitido a Oliver Wendell Holmes descubrir cómo obraba la naturaleza cuando se liberaba de la superstición y el temor. Él creía que, de la misma manera que la astronomía había reemplazado a la astrología, la «teonomía» algún día haría otro tanto con su gemela corta de talento. Con esta fe, Holmes prosperó como poeta y como profesor.

Entonces la guerra tendió una emboscada al doctor Holmes y también a Dante Alighieri.

Empezó una noche de invierno de 1861. Holmes se hallaba sentado en Elmwood, la mansión de Lowell, inquieto por las noticias de la partida de Wendell Junior con el regimiento 25 de Massachusetts. Lowell era el antídoto adecuado a su nerviosismo: impetuoso y confiando a gritos en que, en todo momento, el mundo era exactamente como él había dicho que era. En caso necesario, si las preocupaciones de uno eran excesivas, ese mundo era risible.

Desde aquel verano, la sociedad se lamentaba porque echaba de menos la presencia consoladora de Henry Wadsworth Longfellow. Éste escribió a sus amigos declinando todas las invitaciones que lo hubiesen obligado a abandonar la casa Craigie, explicando que se hallaba ocupado. Había empezado a traducir a Dante, dijo, y no tenía previsto parar: Hago este trabajo porque no puedo hacer otra cosa.

Viniendo del reticente Longfellow, esas notas eran gritos lastimeros. Era tranquilo por fuera, pero por dentro se desangraba hasta morir.

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