Y Lowell, plantado en el escalón de acceso a la casa de Longfellow, insistía en ayudar. Lowell se había lamentado de que los norteamericanos, poco conocedores de las lenguas modernas, no tenían acceso ni siquiera a las pocas y lamentables traducciones británicas existentes.
—¡Necesito el nombre de un poeta para vender un libro así a este público de asnos! —había replicado Fields a las apocalípticas advertencias de Lowell sobre la ceguera de Estados Unidos respecto a Dante.
Siempre que Fields se proponía apartar a sus autores de un proyecto arriesgado, invocaba la estupidez del público lector.
A lo largo de los años, Lowell había insistido muchas veces a Longfellow para que tradujera el poema tripartito, incluso amenazándolo una vez con hacerlo él mismo, algo para lo que carecía de fuerza interior. Ahora no podía dejar de ayudar. Después de todo, Lowell era uno de los pocos eruditos norteamericanos que sabían algo de Dante; incluso parecía saberlo todo.
Lowell detalló a Holmes de qué forma tan notable Longfellow estaba captando a Dante, a juzgar por los cantos que le había mostrado.
—Nació para esa tarea, estoy convencido, Wendell.
Longfellow estaba empezando con el
Paradiso
, luego pasaría al
Purgatorio
y, finalmente, al
Inferno
.
—¿Va para atrás? —preguntó Holmes, intrigado.
Lowell asintió y se sonrió.
—Me atrevería a decir que nuestro querido Longfellow quiere asegurarse el cielo antes de mandarse a sí mismo al infierno.
—Yo nunca recorrería el camino para llegar a Lucifer —dijo Holmes, refiriéndose al
Inferno
—. El Purgatorio y el Paraíso son todo música y esperanza, y te sientes flotar hacia Dios. ¡Pero el horror y la barbarie de esa pesadilla medieval! Alejandro Magno debiera haber dormido con ese libro bajo la almohada.
—El infierno de Dante forma parte tanto de nuestro mundo como del inframundo, y no debería eludirse —dijo Lowell—, sino más bien compararse. Alcanzamos las profundidades del infierno muy a menudo en esta vida.
La fuerza de la poesía de Dante resonaba más en quienes no profesaban la fe católica, pues sería inevitable que la teología del autor se prestara a equívocos entre los creyentes. Pero para los más distantes teológicamente, la fe de Dante era tan perfecta, tan firme, que un lector se sentiría captado por la poesía como para tomarla muy a pecho. Por eso Holmes temía al club Dante: temía, en efecto, que abriera la puerta a un nuevo infierno, avalado por el puro genio literario de los poetas. Y, peor aún, temía que él mismo, tras una vida huyendo del diablo predicado por su padre, se mostrara parcial rechazándolo.
En el estudio de Elmwood, aquella noche de 1861, un mensajero interrumpió el té del poeta. El doctor Holmes supo sin la menor duda que era un telegrama que se había dirigido a sí mismo desde su casa, en un alarde de complejidad, informándose de la muerte del pobre Wendell Junior en algún campo de batalla helado, probablemente por agotamiento: ésta era la explicación en la lista de bajas. Holmes encontró que «muerto por agotamiento» era lo más terrible y lo más vívido. Se trataba, en cambio, de un sirviente enviado por Henry Longfellow, cuya propiedad, la casa Craigie, estaba a la vuelta de la esquina: una simple nota solicitando la ayuda de Lowell en algunos cantos ya traducidos. Lowell persuadió a Holmes de que lo acompañara.
—Tengo tantos asuntos entre manos, que me aterra una nueva tentación —dijo Holmes, riendo al principio—. Temo contraer su dantemanía.
Lowell convenció a Fields de que se ocupara también de Dante. Aunque no era especialista en cultura italiana, el editor contaba con un útil conocimiento del idioma gracias a sus viajes de negocios (tales viajes obedecían más a su placer y al de Annie, pues era escaso el comercio de libros entre Roma y Boston), y ahora se sumergió en diccionarios y en comentarios. El interés de Fields, como le gustaba decir a su mujer, era lo que interesaba a los demás. Y el viejo George Washington Greene, que había facilitado a Longfellow el primer ejemplar de Dante, mientras ambos recorrían tierras italianas treinta años antes, empezó a parar a todo el que llegaba a la ciudad procedente de Rhode Island, y le ofrecía cumplida información acerca de su tarea. Fue Fields, muy necesitado de establecer horarios, quien sugirió las noches de los miércoles para las reuniones sobre Dante en el estudio de la casa Craigie; y el doctor Holmes, muy diestro en poner nombres a las cosas, bautizó la empresa como club Dante. Aunque el propio Holmes solía referirse a las reuniones como sus
séances
, insistiendo en que, si uno se esforzaba lo bastante en mirar, podría encontrarse frente a frente con Dante junto a la chimenea de Longfellow.
La nueva novela de Holmes le devolvería el favor del público. Sería la historia norteamericana que los lectores esperaban en cada librería y en cada biblioteca; la que Hawthorne no había conseguido hallar antes de morir; la que espíritus prometedores como Herman Melville enturbiaron con lo peculiar, adentrándose en la vía del anonimato y el aislamiento. Dante se atrevió a hacer de sí mismo un héroe casi divino, transformando su propia personalidad defectuosa a través de la jactancia de la poesía. Pero para esto el florentino sacrificó su hogar, su vida con su mujer y sus hijos, su lugar en la retorcida ciudad que amaba. En su pobreza y su soledad definió su nación: sólo en su imaginación experimentó la paz. El doctor Holmes, a su manera habitual, lo realizaría todo, todo de una vez.
Y después de que su novela obtuviera el apoyo nacional, entonces, ¡que el doctor Manning y otros buitres del mundo trataran de picotear su reputación! Sobre la cresta de una redoblada adoración, Oliver Wendell Holmes, con un escudo sostenido con una sola mano, podría defender a Dante frente a sus atacantes y asegurar el triunfo de Longfellow. Pero si la traducción de Dante iniciaba demasiado aprisa una batalla que ahondara las heridas que ya estaban afectando a su buen nombre, entonces la historia norteamericana podría pasar inadvertida o algo peor.
Holmes vio con la claridad de un veredicto judicial lo que tenía que hacer. Debía frenarlos lo bastante como para terminar su novela antes de que la traducción estuviera completada. Aquello no era el asunto de Dante; era el asunto de Oliver Wendell Holmes, su sino literario. Además, Dante, lamentablemente, había retrasado su momento varios cientos de años antes de aparecer en el Nuevo Mundo. ¿Qué podían significar unas semanas más?
En el vestíbulo de la comisaría de policía de Court Square, Nicholas Rey miraba por encima de su cuaderno de notas, bizqueando a la luz de gas tras una prolongada tarea sobre una hoja de papel. Un hombre fornido como un oso, con uniforme añil, agitando una hojita de papel como si acunara a un niño, aguardaba frente al escritorio.
—Es usted el agente Rey, ¿verdad? Soy el sargento Stoneweather. No quisiera interrumpirlo. —El hombre se adelantó y extendió su impresionante mano—. Creo que hay que ser un hombre de temple para convertirse en el primer policía negro, con todo lo que algunos dicen. ¿Qué está usted escribiendo ahí, Rey?
—¿Puedo serle de alguna utilidad, sargento? —preguntó Rey.
—Soy yo quien puede, ya lo creo que puedo. Usted ha estado preguntando por las comisarías sobre ese mendigo del demonio que ha saltado por la ventana, ¿no es así? Fui yo quien lo trajo para el reconocimiento.
Rey se aseguró de que la puerta del despacho de Kurtz estaba cerrada. El sargento Stoneweather sacó de su envoltorio un pastel de arándanos y fue comiendo a ratos mientras hablaba.
—¿Recuerda usted dónde lo detuvo? —preguntó Rey.
—Sí. Estaba buscando a alguien que pudiera ser de interés, tal como se nos ordenó. En las tabernuchas y en las posadas. Yo estaba en la estación de tranvías de Boston Sur, porque sabía que allí operaban algunos carteristas. Su mendigo estaba tirado en uno de los bancos, medio dormido, pero agitándose, como si tuviera
tremulus demendus
o
delirius tremendus
o algo así.
—¿Sabía usted quién era? —preguntó Rey.
Stoneweather respondió, mientras masticaba:
—Son muchos los vagos y los borrachos que continuamente van y vienen en el tranvía. Así que no me resultan familiares. A decir verdad, ni pensé en llevármelo, de tan inofensivo que parecía.
A Rey esto le sorprendió.
—¿Y qué le hizo cambiar de parecer?
—¡Ese maldito mendigo, eso fue! —farfulló Stoneweather, dejándose algunas migas en la barba—. Me ve moverme entre algunos de aquellos bribones, y corre hacia mí con las muñecas juntas y se pone delante de ellos como si quisiera que lo esposaran y se le formularan cargos allí mismo ¡por asesinato! Así que yo pensé para mí: el cielo me ha enviado para que me las vea en este sarao. Y el maldito estúpido se derrumba. Todo ocurre por alguna razón que Dios sabe; yo lo creo así. ¿Usted no, agente?
Rey tenía dificultad para imaginar al mendigo en cualquier circunstancia que no fuera huyendo.
—¿Le dijo algo durante el camino? ¿Hacía algo? ¿Habló con alguien más? ¿Quizá leía un periódico? ¿Un libro?
Stoneweather se encogió de hombros.
—No me fijé.
Mientras Stoneweather buscaba en los bolsillos de su guerrera un pañuelo para secarse las manos, Rey advirtió con distraído interés el revólver que sobresalía de su cinturón de cuero. El día en que Rey fue admitido en la policía por el gobernador Andrew, el consejo rector dictó una resolución por la que se le aplicaban restricciones. Rey no podía vestir uniforme, portar un arma que fuera más allá de una porra ni detener a una persona de raza blanca sin la presencia de otro oficial.
Aquel primer mes, la ciudad destinó a Nicholas Rey a hacer guardia en el Distrito Segundo. El capitán de la comisaría decidió que Rey sólo podría efectuar patrullas en Nigger Hill. Pero allí había suficientes negros que alimentaban resentimiento hacia un oficial mulato y desconfiaban de él, de tal manera que los demás agentes de la zona temían disturbios. La comisaría no era mucho mejor. Sólo dos o tres policías le dirigían la palabra, y los demás firmaron una carta al jefe Kurtz solicitando que se pusiera fin al experimento de un oficial de color.
—¿Realmente desea usted saber qué lo llevó a hacer lo que hizo, agente? —preguntó Stoneweather—. Según mi experiencia, a veces un hombre no puede averiguar el porqué de las cosas.
—Murió en el edificio de esta comisaría, sargento Stoneweather —replicó Rey—. Pero en su cerebro él estaba en algún otro lugar… lejos de nosotros, lejos de la seguridad.
Eso era más de lo que Stoneweather podía digerir.
—Me gustaría saber más sobre ese pobre tipo, sí.
Aquella tarde, el jefe Kurtz y el subjefe Savage visitaron Beacon Hill. Rey, en el pescante, permanecía más tranquilo de lo habitual. Cuando se apearon, Kurtz dijo:
—¿Sigue usted pensando en aquel maldito vagabundo, agente?
—Puedo averiguar quién era, jefe —dijo Rey.
Kurtz frunció el ceño, pero su mirada y su voz se suavizaron.
—Bien, ¿qué sabe usted de él?
—El sargento Stoneweather lo encontró en una estación de tranvías. Podría ser de esa zona.
—¡Una estación de tranvías! Pudo haber llegado de cualquier sitio.
Rey no discrepó y se abstuvo de discutir. El subjefe Savage, que había estado escuchando, dijo evasivamente:
—También nosotros tenemos nuestra idea, jefe, desde inmediatamente antes del reconocimiento.
—Escúchenme bien ustedes dos —dijo Kurtz—. Esa gallina vieja de Healey me agarrará de las orejas si no queda satisfecha. Y no quedará satisfecha hasta que un día le dejemos hacer de verdugo. Rey, no quiero que ande usted hurgando en el asunto del mendigo. ¿Se entera? Ya tenemos bastantes quebraderos de cabeza sin provocar que todos se nos echen encima por un hombre que se nos murió ante nuestras narices.
Las ventanas de la mansión Wide Oaks estaban cubiertas con pesadas telas negras que sólo permitían que penetrase la luz del día a través de estrechas franjas a lo largo de sus lados. La viuda de Healey levantó la cabeza de un montón de almohadones en forma de hojas de loto.
—Ha encontrado usted al asesino, jefe Kurtz —aseveró más que preguntó cuando entró Kurtz.
—Mi querida señora —dijo el jefe Kurtz quitándose el sombrero y colocándolo sobre una mesa a los pies de la cama—, tenemos hombres trabajando en todas direcciones. La investigación está aún en sus primeras etapas…
Kurtz explicó cuáles eran las posibilidades. Había dos hombres que debían dinero a Healey y un notorio delincuente cuya sentencia había sido confirmada por el juez presidente cinco años antes.
La viuda permaneció con la cabeza lo bastante quieta como para mantener una compresa caliente equilibrada sobre las blancas eminencias de sus sienes. Desde el funeral y las diversas ceremonias en memoria del juez presidente, Ednah Healey se negaba a abandonar la habitación y no recibía más visitas que las de sus familiares más allegados. De su cuello colgaba el broche de cristal de roca que encerraba el enmarañado mechón de cabellos del juez, un adorno que la viuda había pedido a Nell Ranney que ensartara en un collar.
Sus dos hijos, de hombros y cabezas tan voluminosos como los del juez presidente Healey, pero ni con mucho tan corpulentos, se sentaban como desplomados en sendos sillones que flanqueaban la puerta, como dos bulldogs de granito. Roland Healey interrumpió a Kurtz:
—No comprendo por qué han avanzado tan despacio, jefe Kurtz.
—¡Sólo con que hubiéramos ofrecido una recompensa! —añadió a la queja de su hermano Richard, el primogénito—. ¡Seguro que hubiéramos atrapado a alguien de haber puesto suficiente dinero! La diabólica codicia, eso es lo que impulsa a la gente a colaborar.
El subjefe los oía con paciencia profesional.
—Dios mío, señor Healey, si revelamos las verdaderas circunstancias del fallecimiento de su padre, a ustedes los abrumarían con informaciones falsas personas que no pretenderían otra cosa que ganarse algún dólar. Deben ustedes mantener todo el asunto velado para el público y dejarnos a nosotros continuar. Créanme, amigos míos —añadió—; a ustedes no les gustarían las consecuencias de una amplia divulgación del caso.
—El hombre que murió en su reconocimiento —dijo la viuda—. ¿Ya han descubierto su identidad?
Kurtz levantó las manos.
—Muchísimos de nuestros buenos ciudadanos pertenecen a la misma familia cuando comparecen en un reconocimiento de la policía —dijo, y sonrió haciendo una mueca—. Smith o Jones.