El Club del Amanecer (14 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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El tema de Rain Sweeny ni se mencionó.

Boone pasó la mayor parte del mes en el sofá de Sunny.

Se levantaba a las once de la mañana, bebía un par de cervezas y se tumbaba allí a ver la televisión, a mirar por la ventana o simplemente a dormir. Sunny estaba que se subía por las paredes. Aquel era un Boone que nunca había visto: pasivo, taciturno, gruñón.

Un día, cuando ella le sugirió con dulzura que fuera a surfear un rato, él le replicó:

—No me manipules, ¿vale, Sunny? No necesito que nadie me manipule.

—No te estaba manipulando.

—Y una mierda.

Se levantó del sofá y regresó a la cama.

Ella esperaba que las cosas mejorasen cuando él volviera a trabajar, pero no fue así, sino que empeoraron.

El departamento lo quitó de las calles del todo y lo puso detrás de un escritorio, a archivar informes de arrestos. Era la fórmula ideal para volver loco a un hombre activo, al que le gustaba estar al aire libre, y surtió efecto. De ocho a cinco, cinco días a la semana, estaba sentado solo en un cubículo, introduciendo información. Volvía a casa aburrido, con los nervios de punta y furioso.

Se sentía fatal.

—Renuncia —le decía David el Adonis.

—No soy de los que tiran la toalla —respondió Boone.

Sin embargo, al cabo de tres meses de gilipolleces, la tiró. Retiró sus papeles, devolvió su placa y su arma reglamentaria y se largó. Nadie intentó convencerlo de que no lo hiciera. La única palabra que oyó vino de Harrington, que literalmente le abrió la puerta cuando salía.

Lo que dijo fue:

—Bien.

Dos horas después, Boone estaba otra vez en el sofá de Sunny.

Para surfear, había que salir y Boone no salía para nada, de modo que desapareció del Club del Amanecer: no volvió a asomar la nariz.

Una noche, Sunny regresó a casa después de una larga jornada de trabajo en The Sundowner, lo encontró tumbado en el sofá con el mismo pantalón de chándal y la misma camiseta que llevaba puestos hacía una semana y le dijo:

—Tenemos que hablar sobre esto.

—En realidad, eso quiere decir que tú tienes que hablar sobre esto.

—Sufres una depresión clínica.

—¿Una depresión clínica? —preguntó Boone—. ¿Acaso eres psiquiatra?

—He consultado a uno.

—A la mierda, Sunny.

Al menos consiguió levantarlo del sofá. Salió al pequeño porche y se dejó caer en una de las tumbonas plegables. Ella fue tras él.

—Ya sé que estás cabreado —le dijo— y no te echo la culpa.

—Yo sí.

—¿Qué dices?

—Que yo sí —repitió Boone, mirando fijamente el mar. Ella vio las lágrimas que le corrían por las mejillas, mientras decía—: Tendría que haber hecho lo que dijo Harrington. Debería haberlo ayudado a mantener a aquel tío bajo el agua…, a pegarle…, a romperle el culo… Lo que hiciera falta para que confesara lo que había hecho con Rain Sweeny. Me equivoqué y la niña está muerta por mi culpa.

Sunny pensó que estaba haciendo catarsis, que después de aquello empezaría a sanar y que todo iría mejor.

Se equivocó.

Se hundió aún más en su depresión y se fue sumiendo lentamente en la culpa y la vergüenza.

Johnny Banzai trató de hablar con él. Fue a verlo un día y le dijo:

—Ya sabes que, casi con seguridad, la niña ya estaba muerta antes de que encontraseis a Rasmussen. Toda la información demuestra que…

—¿Te ha pedido Sunny que vinieras a verme?

—¿Qué más da?

—A la mierda tu «información», Johnny. Vete a la mierda tú también.

Todo el Club del Amanecer trató de hacerlo salir de aquel estado. Fue inútil. Hasta Eddie el Rojo fue a verlo.

—Tengo a toda mi gente trabajando —dijo Eddie—, buscando a tu niña y buscando a ese cabrón pervertido. Si levanta la cabeza en alguna parte, Boone, lo pillaré.

—Gracias, Eddie.

—Por ti, lo que sea, hermano —dijo Eddie—. Lo que se te antoje.

Sin embargo, no ocurrió: ni siquiera los soldados de Eddie pudieron localizar a Russ Rasmussen ni a Rain Sweeny y Boone se fue hundiendo más y más en su depresión.

Un mes después, Sunny le dio un ultimátum:

—No puedo vivir así —le dijo—. No puedo vivir así contigo. O vas a buscar ayuda o…

—¿O qué? Vamos, dilo, Sunny.

—O te buscas otro lugar donde vivir.

Eligió la segunda opción.

Ella lo sabía.

Cuando presentas un ultimátum a un tío como Boone, ¿qué otra cosa puedes esperar? La verdad es que para ella fue un alivio verlo marchar. Le daba vergüenza, pero se alegró de quedarse sola en su casa. Era preferible estar sola.

También era mejor para él.

Sabía que la estaba hundiendo con él.

«Si te vas a ir a pique —se decía a sí mismo—, al menos ten la delicadeza de irte a pique tú solo. Húndete con tu propio barco. Tú solo.»

De modo que dejó la policía, dejó a Sunny, dejó a sus amigos, el Club del Amanecer, y dejó de surfear.

Nunca le des la espalda al mar.

Tal vez pienses que te puedes alejar de él, pero es imposible. La fuerza de la marea te atrae y el líquido que llevas en la sangre añora regresar. Una mañana, después de pasar dos meses más tumbado en su apartamento, Boone cogió la tabla y salió a remar solo. No se lo pensó, no tuvo la intención de salir aquella mañana: simplemente fue.

El océano lo curó: lentamente y no por completo, pero lo sanó. Salió con el peor oleaje, con el mar más encrespado que encontró: fue de rompiente en rompiente, como Odiseo tratando de navegar de vuelta a casa. En Tourmaline, Rockslide, Black’s, D Street, Swami’s, Boone salió a buscar el revolcón que, según él, se merecía y el mar se lo dio.

Lo sacudió, lo destrozó a golpes, le restregó la piel con sal y arena. Regresaba a casa a rastras, agotado, y caía rendido en la cama, a dormir hasta el día siguiente. Se levantaba al salir el sol y vuelta a empezar, una y otra vez, hasta que una mañana reapareció en el Club del Amanecer.

No fue nada dramático —ni siquiera hubo un momento de decisión—, sino que, simplemente, apareció en la zona de arranque cuando los demás —Johnny, el Marea Alta, David y Sunny— remaban hacia una ola. Nadie le dijo nada: se limitaron a retomar el hilo donde lo habían dejado, como si nunca hubiese desaparecido.

En la playa, al acabar la sesión, Johnny le preguntó:

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Lo que ves.

—¿Solo surfear?

Boone se encogió de hombros.

—¿Es que has ganado la lotería? —preguntó Johnny—. Tendrás que ganarte la vida, ¿verdad?

—Pues sí.

David se ofreció a conseguirle trabajo como socorrista. Tendría que hacer un par de cursos, le dijo, pero calculaba que no le llevarían más de seis meses, aproximadamente. Boone no quiso: le daba la impresión de que no servía para proteger la vida de los demás.

Fue idea de Johnny lo de sacarse la licencia de detective privado.

—Hay todo tipo de trabajos para expolicías —dijo Johnny—, como investigaciones de seguros, cuestiones de seguridad, cobros de impagos, temas matrimoniales…

Boone se apuntó.

No es que le hiciera mucha ilusión, pero esa era la idea: no quería un trabajo que le gustara mucho. Cuando algo te gusta mucho, sufres si lo pierdes.

Eso era lo que preocupaba a Sunny. Para el resto de su mundo, Boone había regresado y era el mismo de siempre: se lo veía relajado, hacía chistes, perfeccionaba la lista de cosas que están bien, asaba pescado en la playa por la noche, preparaba la comida para sus amigos y metía lo que fuera dentro de una tortilla. Del Club del Amanecer, Sunny era la única que se daba cuenta de que Boone no había regresado, al menos no del todo. Tenía la sospecha de que vivía en un mundo con menos expectativas, tanto con respecto a sí mismo como con respecto a los demás, a la vida misma. Que Boone solo quisiera trabajar lo suficiente para satisfacer sus deseos de surfear podía parecer guay del Paraguay, pero ella se daba cuenta de la desilusión que encerraba.

Desilusión de la vida.

Desilusión consigo mismo.

Se mantuvieron cerca; siguieron siendo íntimos. Hasta dormían juntos de vez en cuando —por no perder la costumbre o para no estar solos—, aunque los dos eran conscientes de que aquello no tenía futuro y los dos sabían por qué: para Sunny, a Boone le seguía faltando una parte de sí mismo y ninguno de los dos estaba dispuesto a conformarse con nada menos que el hombre completo.

Lo curioso era que fuese Boone quien la impulsara a dar lo mejor de sí misma. Boone hacía por ella lo que no podía hacer por él mismo. Era Boone el que le decía que no se conformase con nada menos que alcanzar su sueño. Cada vez que ella se desanimaba y se mostraba dispuesta a renunciar, a conseguir un trabajo en serio, era Boone el que la convencía para que perseverase, que siguiera atendiendo mesas para poder surfear, que el éxito vendría con la siguiente ola.

Boone no la dejaba rendirse.

Como se había rendido él mismo.

Lo que Sunny no sabe es que Boone todavía trata de encontrar a Russ Rasmussen. En aquellas horas sentimentales de la mañana, se sienta en su casa delante del ordenador a seguirle la pista. Trata de encontrar algún rastro: ver si aparece su número de la Seguridad Social en algún trabajo, un contrato de alquiler, una factura del gas, lo que sea. Cuando se topa con algún vagabundo, le pregunta si ha oído hablar de Rasmussen, pero nadie lo conoce.

Cuando el tío desapareció, se esfumó del todo.

Tal vez haya muerto y se haya llevado consigo la verdad.

Sin embargo, Boone no se da por vencido. Boone Daniels, una de las criaturas más pacíficas del universo, tiene una pistola calibre 38 en su apartamento. No la saca jamás, nunca la lleva encima. Simplemente la guarda para cuando llegue el día en que encuentre a Russ Rasmussen. Entonces lo llevará a un lugar tranquilo, lo hará hablar y le meterá un tiro en la cabeza.

Capítulo 30

Boone regresa a su oficina.

Va hacia allí, pero no entra.

Lo que va a hacer es, sencillamente, meterse en su camioneta y salir volando hacia la casa de Angela Hart: si Angela ocupó el lugar de Tammy, es bastante probable que Tammy ocupara el de Angela. En todo caso, no se le ocurre nada mejor. Además, tiene que darse prisa, porque Johnny Banzai no tardará en averiguar que su identificación es incorrecta y él también buscará por ahí.

«Y también Danny Silver», piensa Boone. Los polis reciben trato de favor en los bares de estriptis, por los mismos motivos por los cuales él come gratis en The Sundowner, de modo que hay una cantidad indeterminada de tíos que podrían darle el aviso a Danny.

«En realidad, no importa mucho quién sea —piensa Boone—; lo único que importa es que es así y por eso estamos corriendo una carrera para llegar hasta Tammy Roddick. De modo que, si Tammy está tratando de pasar inadvertida en casa de Angela —piensa Boone—, me conviene ser el primero en llegar y lo que menos necesito en este momento es que Pete me acompañe, siempre dando el coñazo y estorbando. Es preferible que le dé el coñazo al Optimista: a él le gusta sufrir. Son la combinación perfecta.»

Sin embargo, cuando llega al Boonemóvil, encuentra a Petra sentada en el asiento del acompañante, como un perro que sabe que lo van a llevar a pasear.

—Hace rato que quiero hacer arreglar esa cerradura —dice Boone, cuando se sienta al volante.

—Bien —dice Petra—, ¿adónde vamos?

Capítulo 31

Boone se dirige hacia el sur a través de Mission Beach.

—¿Por qué lo llaman Mission Beach? —pregunta ella—. ¿Acaso tienen alguna misión por aquí?

—Claro que sí —dice Boone.

Además, él sabe en qué consiste la misión: en estar tumbado en la playa todo el día, chupar cerveza y echar polvos.

—¿Dónde queda? —pregunta Petra.

—¿Dónde queda qué?

—La misión —dice Petra—. Me gustaría verla.

«Ah, ese tipo de misión.»

—La echaron abajo —le dice Boone, mintiendo como un bellaco—, para construir aquello.

Señala hacia el mar, al parque de atracciones Belmont, donde la vieja montaña rusa de madera se eleva por encima del paisaje como una moderna ola artificial. Hace mucho que está allí y es una de las últimas montañas rusas antiguas de madera. Solía haberlas a montones, a un lado y al otro de la costa, como si lo primero que hicieran al fundar un pueblo en la playa fuera levantar una montaña rusa de madera.

«Claro que eso fue antes de que los hawaianos nos enseñaran a surfear —piensa Boone—. Hablando de misioneros… Nosotros enviamos gente allí con la Biblia y ellos nos enviaron tíos con tablas de surf.»

Los hawaianos se llevaron la peor parte, sin duda.

En cualquier caso, gracias:
mahalo
.

Boone se dirige hacia Ocean Beach.

Ocean Beach no es uno de esos lugares realmente perdidos en el tiempo, sino, más bien, un lugar al que el tiempo llegó más o menos en 1975 y dijo «¡a la mierda!».

En OB —así lo llaman sus habitantes— hay viejas tiendas
hippies
en las que uno puede comprar cristales y esas chorradas, bares que siguen jugando con efectos de luz negra y tiendas de discos usados que venden discos de verdad, incluidos algunos grabados por una variedad sorprendente de bandas de
reggae
desconocidas. La única vez que los habitantes de OB despertaron de su habitual letargo —«Paz, tío»— fue cuando Starbucks quiso establecerse en el barrio.

Entonces se produjo una insurrección civil o, mejor dicho, la versión local.

—Mañana harán volar los
frisbees
—había predicho Johnny Banzai.

No se equivocó, porque, de hecho, hubo una manifestación masiva de
frisbees
, una demostración de fuerza maratoniana de pelotitas Hacky Sack y una sentada a lo largo de la avenida Newport, que en realidad fue inútil, porque un puñado de gente sentada en la acera sin hacer nada se parecía demasiado a un día corriente. De modo que al final ganó la cultura empresarial, personificada por Starbucks, aunque en realidad trabaja con los turistas, porque la gente de OB ni se le acerca. Y Boone tampoco.

—Respeto todos los tabúes locales —dice.

Cómo no vas a adorar a una comunidad que puso el nombre de Voltaire a una de sus calles principales, aparte de que la calle Voltaire conduce a una playa reservada para perros. Dog Beach ocupa un terreno excelente que serpentea entre la parte que se inunda cuando crece el río y el mar abierto y allí se pueden ver algunos de los mejores atletas cuadrúpedos de frisbees del mundo. Evidentemente, no pueden hacer volar los discos, pero claro que corren y los atrapan y a veces pegan unos saltos y hacen unos giros espectaculares para llevarlos a tierra. También se encuentran perros surfistas en Dog Beach. Algunos surfean en tándem delante de sus amos, pero otros lo hacen solos: los amos los suben a la tabla justo delante de la espuma.

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