—Te creo, Amber —dice Dan. Extrae un fajo de billetes del bolsillo de los vaqueros y le entrega un billete de cien dólares—. Toma, cómprale algo bonito a tu chavalín.
Dan regresa a la sala principal.
—Ahora vamos a ocuparnos de Piolín.
Boone recorre el corto trayecto hasta La Jolla Shores.
«Tal vez sea la playa más bonita de San Diego», piensa Boone. Una curva suave de unos tres kilómetros desde los acantilados de La Jolla Village, donde vive la gente guapa, al sur, hasta el Muelle de Scripps al norte, con los acantilados color siena claro de Torrey Pines al fondo.
Justo a su izquierda, hacia el sur, están los dos hoteles gemelos —el La Jolla Shores y el La Jolla Tennis and Beach Club— situados justo en la playa. El Tennis and Beach Club alberga el famoso restaurante Marine Room, donde, en las noches de tormenta, uno puede sentarse a comer langostinos y langostas mientras las olas rompen contra el ventanal.
A Boone le gusta Shores —así lo llaman los lugareños—, aunque las olas no suelen ser gran cosa, porque es tranquilo y bonito y la gente siempre parece pasárselo bien allí, ya sea en el agua, jugando en la arena, caminando por el paseo entarimado o comiendo al aire libre en el pequeño parque que bordea la playa. Por la noche, van y hacen hogueras y se sientan a charlar, a tocar la guitarra o a bailar con la radio y allí uno escucha todo tipo de música, desde rasta o
folk
retro hasta los cantos exóticos e intrincados que prefieren los grupos de estudiantes musulmanes.
A Boone le gusta ir allí por ese motivo, porque piensa que la playa tiene que ser precisamente eso: un lugar donde se reúne todo tipo de gente a pasárselo bien.
Piensa que la vida también tiene que ser así.
El coche de Mick está aparcado en el callejón, detrás del edificio.
Un BMW plateado, con la palabra «guionista» en su ambiciosa matrícula personalizada.
—¡Qué potra hemos tenido! —dice Boone.
—¿Están aquí? —pregunta Petra, con voz aguda y excitada.
—En realidad, lo que está aquí es el coche de él —dice Boone, tratando de que no se haga muchas ilusiones, aunque, a decir verdad, él también espera que estén allí.
—Espera en la camioneta —dice.
—Ni hablar.
—Hablemos —dice Boone—: si entro por el frente, podrían salir por detrás.
—Está bien.
«Es una chorrada —piensa Boone, mientras sale de la camioneta—, pero así no me estorba.»
Sube las escaleras hasta la puerta de Mick y aguza las orejas.
Voces débiles.
Proceden de la televisión.
Aparte de eso, nada.
Boone prueba la puerta.
Está cerrada con llave.
Hay dos ventanas de aquel lado del apartamento. Las persianas venecianas están echadas sobre las dos, pero, incluso a través del cristal, Boone huele la droga. Mick y Tammy se lo deben de estar pasando bomba.
Boone llama a la puerta.
—¿Mick?
Nada.
—Oye, ¿Mick?
Nadie responde.
De modo que, o están escondidos o están en el dormitorio, colocados, y no oyen nada.
«Pues bien —piensa Boone—, si no oyen nada…»
Pega una patada al cristal, mete la mano por el agujero, destraba la ventana y la abre. A continuación, entra por ella.
Mick Penner está dormido en el sofá.
Más que dormido, está sin sentido: tumbado boca abajo, con un brazo colgando hacia el suelo, y en la mano derecha sujeta todavía una botella de Grey Goose.
Boone pasa a su lado y entra en el dormitorio.
Tammy no está.
Abre la puerta del cuarto de baño.
Tammy no está.
Mira hacia la puerta trasera: está cerrada con llave desde dentro.
Tammy no está allí ni acaba de salir por la puerta de atrás. No hay ropa de mujer, no hay maquillaje en el cuarto de baño, no huele a perfume ni a crema hidratante ni a laca para el pelo ni a esmalte de uñas ni a quitaesmalte.
Huele a tío.
A un tío en franca y rápida decadencia.
Huele a sudor rancio, a cerveza vieja, a sábanas sin cambiar, a basura, a restos de vómito. El propio Mick apesta. Cuando Boone regresa al salón, repara al instante en que el tío no se ducha hace días.
Mick no parece guapo ni mono en aquel momento. Si sus esposas trofeo lo vieran derrumbado en aquel sofá —con el pelo sucio y alborotado, los dientes verdes de mugre, la roña seca endurecida en torno a los labios—, no se meterían con él entre las sábanas limpias y crujientes del Milano. Si estuvieran de buen humor, tal vez —solo tal vez— dejarían caer una moneda de veinticinco centavos en su mano y seguirían andando.
—Mick —Boone le da una suave palmada en el rostro—, Mick.
Vuelve a darle, un poco más fuerte.
Mick abre un ojo amarillento.
—¿Eh?
—Soy Boone. Boone Daniels. Despierta.
Mick cierra el ojo.
—Necesito que te despiertes, tío.
Boone lo coge por los hombros y lo incorpora.
—¿Qué coño haces aquí? —pregunta Mick.
—¿Quieres café?
—Sí.
—¿Tienes?
Boone se dirige a la zona de la cocina.
Hay platos sucios apilados en el fregadero o desparramados sobre la encimera. El cubo de la basura rebosa de cajas vacías de comida para el microondas y hay más tiradas por el suelo. Boone abre la nevera y encuentra una bolsa abierta de
espresso
de Starbucks en el anaquel de la puerta. Tira el resto de café del filtro de la cafetera, lava la jarra, busca otro filtro, echa el café y friega una taza, mientras escucha a Mick que vomita en el cuarto de baño.
Mick sale del baño con el rostro chorreando del agua que se ha echado encima él mismo.
—Joder, tío —dice Mick.
—Le has estado dando a base de bien —dice Boone.
—Mucho. —Mick se huele los sobacos—. ¡Joder! Apesto.
—Ya me he dado cuenta.
—Lo siento.
—Tranqui.
Boone tiende a Mick una taza de café.
—Gracias.
—Está caliente, tío. Ten cuidado.
Mick asiente y toma un sorbo de café.
Boone nota que le tiembla la mano.
—Tammy Roddick.
—No me suena.
Algo cambia en el rostro de Mick: una leve tensión a lo largo de la mandíbula, los ojos azules se endurecen. La mirada es inconfundible: es la mirada de un tío que está enamorado de una mujer que lo ha plantado.
—A ver si te suena esto —prosigue Boone—: un robo en la casa del señor y la señora Hedigan, en Torrey Pines, hace como tres meses. Tal vez podría ir a ver si tu nombre les suena a los Hedigan…
—Vale, Boone, de puta madre —dice Mick—. Pensaba que éramos amigos.
—No exactamente —dice Boone y piensa: «No pago a mis amigos veinte dólares para que respondan a mis preguntas y mis amigos no son sórdidos prostitutos de matiné»—. ¿Has visto a Tammy últimamente? Como hoy, por ejemplo.
Mick sacude la cabeza.
—Ojalá.
«Ajá —piensa Boone—. Conque no te sonaba, ¿no?»
—¿Qué quieres decir?
El rostro de Mick se ablanda y se pone serio.
—Yo la quería, Boone, de verdad que quería a esa zorra de mierda, te lo aseguro.
La conoció en el club Silver Dan’s. La vio bailar y se quedó prendado. Consiguió que le bailara en las rodillas y la invitó a salir, como en una cita de verdad. Se sorprendió cuando ella aceptó. Quedaron en Denny’s cuando ella salió de trabajar y la invitó a desayunar. Después fueron a la casa de ella.
—Pensé que sabía lo que era el sexo de verdad —dice Mick—, pero no era así, ni por asomo.
Le encantaba estar con ella, simplemente mirarla. Tenía unos ojos verdes gatunos de los que uno no podía apartar la vista. Una noche estaban viendo por televisión un programa del
Animal Channel
: era un documental sobre leopardos y Mick la miró y le dijo:
—Así son tus ojos, nena. Tienes ojos de leopardo.
Bueno, no era solo cuestión de sexo y tampoco eran solo los ojos: le encantaba estar con ella, tío. ¿Sabes todas esas chorradas cursis, románticas y sensibleras en las que él nunca había creído? Mick empezó a hacerlas, tío: pasear por la puta playa, tomar el desayuno en la cama, cogerse de la mano, hablar…
—Era lista, tío —dice Mick—. Era divertida, era…
Mick parece a punto de echarse a llorar. Baja la mirada a la taza de café, como si guardara los recuerdos en el fondo.
—¿Y qué pasó?
—Que me plantó.
—¿Cuándo?
—Hace tres meses —dice Mick—. Al principio, fue, bueno, como, que le den, ¡zorra!, pero después empezó a amargarme, ¿sabes? Hasta la llamé, tío, le dejé mensajes en el contestador. Nunca me respondió.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Traté de ir a verla a su nuevo club —dice Mick—. Hizo que los seguratas no me dejaran entrar. Soy persona
non grata
en el CCD.
—¿Cuándo fue eso?
—Hace tres o cuatro días —dice Mick—. No lo sé. ¿Cuánto tiempo llevo bebiendo?
—¿Y qué pasó? —pregunta Boone.
—¿A qué te refieres?
—Quiero decir, que si estabais tan enamorados y toda la pesca —dice Boone—, ¿qué fue lo que pasó?
No está preparado para la respuesta de Mick.
—Teddy Tetazas.
Teddy Tetazas es lo que pasó.
Teddy Tetazas.
Alias Teddy Cole.
El doctor Theodore Cole, cirujano plástico acreditado.
Teddy Tetazas fabrica tetas.
En realidad, también hace narices y barbillas, liposucciones,
liftings
y operaciones para reducir la barriga, pero lo más lucrativo para Teddy son las tetas y de ahí le viene el apodo.
Teddy es el Miguel Ángel de los pechos. Sus obras se exhiben en funciones sociales, playas, pasarelas, películas, programas de televisión y, desde luego, clubes de estriptis, dondequiera que se encuentren los mejores pechos. Son símbolos de estatus, dan prestigio. Tanto es así que las mujeres en realidad se jactan de «tener tetas hechas por Teddy».
Las estríperes están dispuestas a trabajar durante años para ahorrar lo que cuesta conseguir un par hecho por Teddy, aunque se rumorea que el bueno del doctor Cole cuenta con un programa de ayudas para las chicas que él considera…, digamos…, prometedoras.
Como Tammy, según Mick.
—Las quería más grandes —dice Mick—. Le dije que no le hacían falta, que era espléndida, pero ya sabes cómo son las tías.
«En realidad, no», piensa Boone, pero le sigue la corriente.
—Le dije que, si estaba dispuesta a hacerlo, tenía que conseguir lo mejor —dice Mick.
—Teddy Tetazas.
—Desde luego —dice Mick—. Yo había oído hablar de él en el hotel. Te puedo asegurar que conozco el trabajo de Teddy de cerca y en persona. Las mujeres que van al Milano se lo pueden permitir.
—Pero Tammy no.
—Ahorró —dice Mick—. Tú no la conoces: es muy decidida. Cuando se le mete algo en la cabeza… Era trabajo, trabajo y trabajo. Dinero, dinero y dinero.
—¿Y entonces?
Mick sacude la cabeza.
—La llevé a verlo, tío. La llevé, literalmente, a la primera consulta. Cuando sale, estamos en el coche, no nos hemos alejado ni dos manzanas, y va y me dice que es preferible que no nos veamos más. ¿Te lo puedes creer? ¡Me cambió por un nuevo par de tetas!
—De modo que ahora sale con Teddy.
—Está con él todo el tiempo, tío.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque los he seguido —dice Mick—. ¿No es lamentable? Me he tirado a la mitad de las tías buenas y ricas de San Diego y ahora me dedico a acechar a un putón mercenario de mierda, sentado en el coche como un idiota… Y este hijoputa roñoso la lleva a un motel cualquiera por Oceanside… ¿Te lo puedes creer? ¡Con la pasta que tiene!
Boone capta la sensación de hundimiento.
—Oye, Mick…
—¿Qué?
—No le habrás hecho nada a ella, ¿verdad?
—No —dice Mick—, aunque se me pasó por la cabeza.
Se lo queda mirando y después pregunta:
—¿Está bien, Boone? ¿Se ha metido en algún follón? ¿Por qué la buscas?
—¿Alguna vez te habló de Dan Silver? —pregunta Boone—. ¿Del incendio en su almacén?
—Me lo mencionó —dice y se empieza a inquietar y a acojonar—. ¿Está bien? ¿Se ha vuelto a enganchar con Dan?
—No lo sé —dice Boone—, pero, como amigo tuyo que soy, te sugiero encarecidamente que te marches de la ciudad por un tiempo. Algunas personas la están buscando y te van a buscar a ti también y no querrás que te encuentren. Te van a hacer las mismas preguntas que yo, pero es posible que no crean lo primero que respondas.
—Se ha metido en un follón —dice Mick.
—Mete unas cuantas chorradas en una bolsa —dice Boone— y pon bastante distancia entre tú y esto.
—Tengo que encontrarla. Tengo que ayudarla.
—¿La vas a rescatar? —pregunta Boone—. ¿Para que vuelva contigo?
—Solo quiero que esté bien —dice Mick—. ¿Es tan jodido eso?
«En realidad —piensa Boone—, tal vez sea lo menos jodido que he oído en todo el día.»
Recomienda otra vez a Mick que salga de la ciudad y se marcha a ver al doctor Theodore Cole.
Piolín está en la oficina del CCD, mirándose la rodilla hinchada. Tiene mala pinta: da toda la impresión de que no va a poder ir a la sala de pesas por un tiempo bastante largo.
—Será mejor que te llevemos al hospital —dice Dan.
Piolín está cabizbajo:
—No tengo seguro de enfermedad.
—No hay problema —dice Dan—. Te tengo cubierto. Vamos.
Dan y el segurata ayudan a Piolín a ponerse en pie, lo llevan afuera y lo sientan en el asiento delantero de un Ford Explorer. El segurata se sienta al volante. Dan introduce con suavidad los pies de Piolín en el vehículo y se sube al asiento trasero.
—Voy a matar a ese cabrón de Daniels —dice Piolín.
—Ya lo haremos por ti —dice Dan.
Indica al segurata que se dirija hacia el sur por la 15, hacia el Hospital Sharp, el servicio de urgencias más próximo.
—Joder, tíos —dice Piolín—, ¿alguno tiene una píldora de vicodina o de oxicodeína? Necesito algo para matar el dolor.
Dan le pone una pistola calibre 22 en la nuca y aprieta el gatillo dos veces.
—Esto servirá —dice.
«Capullo idiota hinchado de esteroides, esto te pasa por equivocarte de tía.»
—¿Has pegado una cabezada? —le pregunta Petra cuando Boone regresa a la camioneta.