El Club del Amanecer (40 page)

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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El Club del Amanecer
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Atacan la puerta de entrada como si fuese Normandía.

Uno de los SWAT arremete con un ariete y la puerta se resquebraja y se abre. Johnny es el primero en entrar. Pasa por alto a los adultos que tratan de escapar como pueden —ya los rodearán los SWAT— y sigue abriéndose camino hasta llegar a una puerta que conduce a la escalera de un sótano.

Con la pistola por delante, baja los peldaños.

Es un dormitorio, una especie de barraca.

Colchones sucios dispuestos uno junto al otro sobre el suelo de hormigón. Una ducha rudimentaria sin puertas en un rincón y un váter también sin puertas en el otro. Mantas por todas partes. Unas cuantas almohadas sucias y manchadas. Un aparato de televisión viejo conectado a un reproductor de vídeo.

Películas infantiles.

Unos cuantos libros infantiles en castellano.

Las niñas que venían en el bote se apretujan en un rincón. Se abrazan entre sí y lo contemplan aterrorizadas.

—Está bien —les dice Johnny, bajando la pistola—. Ahora todo irá bien.

«Puede ser», piensa.

«Tengo a estas niñas, pero ¿dónde están las que vivían aquí antes?»

Capítulo 128

Boone pasa de largo junto al cañaveral y sigue adelante hasta encontrar un lugar en el que se puede desviar y contemplar los fresales y la carretera.

Desde allí observa los campos plateados y cubiertos de rocío mientras el sol empieza a subir por detrás de las colinas situadas al este. Al otro lado de los fresales, donde se hunden en el río, el cañaveral se alza como un muro que los separa del resto del mundo y se funde en una hilera de árboles que el anciano Sakagawa plantó como barrera contra el viento hace muchísimos años.

Más allá, en una pequeña elevación próxima al extremo oriental, la casa del viejo Sakagawa se levanta en un pequeño huerto con limoneros y nogales.

«El anciano no tardará en levantarse —piensa Boone—, si es que no lo ha hecho aún y está sentado a la mesa con su té y su arroz con verduras en vinagre.»

Empiezan a llegar los operarios, que entran en filas en los campos, con las herramientas al hombro, como si fuesen los fusiles de unos soldados que salen a cumplir una misión por la mañana temprano. Son un ejército de fantasmas que no se sabe de dónde salen. Se esconden por la noche en los pliegues y repliegues del paisaje de San Diego, salen a la luz tenue del alba para ir al campo a trabajar y después vuelven a desaparecer durante el crepúsculo en los surcos y los huecos, los lugares menos deseados.

Son los invisibles, la gente que no vemos o que preferimos no ver, ni siquiera a plena luz del día. Son la verdad que no se dice, la realidad que no se ve detrás del sueño californiano. Salen antes de que nos despertemos y se marchan antes de que volvamos a dormimos.

Boone se acomoda y los observa cuando se ponen a trabajar. Se abren en abanico en líneas bien organizadas, estudiadas, casi rituales, silenciosas. Trabajan con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Trabajan con lentitud, siguiendo un ritmo metódico. No hay prisa por acabar. El campo seguirá allí todo el día, como estuvo ayer, como estará mañana.

«Sin embargo, no seguirá muchos mañanas más», piensa Boone y se pregunta si aquellos hombres sabrán que algún día, dentro de no mucho tiempo, no estarán allí, sino que serán las excavadoras y las niveladoras las que saldrán al amanecer: máquinas, en lugar de hombres que trabajan como una máquina colectiva. Los gases del tubo de escape, en lugar del sudor.

En lugar de fresales habrá viviendas y apartamentos de lujo. Un centro comercial. En lugar de obreros habrá residentes, gente que vaya de compras y salga a comer. Aquellos hombres habrán ido a parar a algún otro infierno.

Por la ventanilla del coche, Boone siente que entra un poco de calor y lo agradece.

El sol ha coronado las montañas.

Capítulo 129

Johnny vuelve a subir las escaleras.

La teniente Gilman está de pie junto a los prisioneros, que están sentados en el suelo, con los brazos esposados a sus espaldas. Son tres hombres y dos mujeres.

—Quienes estuvieran antes aquí —susurra Johnny a la teniente— han desaparecido.

Ella lo mira a él y a Harrington:

—Haced lo que tengáis que hacer.

Harrington se acerca a uno de los maleantes, que ha cometido el error de mirarlo a los ojos, y lo levanta:

—¿Cómo te llamas?

—Marco.

—Ven, vamos a charlar un poquito tú y yo, Marco —dice Harrington y se lo lleva por el pasillo hacia los dormitorios—. No hace falta que vengas, Johnny.

—No, me apunto —dice Johnny.

Sigue a Harrington por el pasillo, entran en uno de los dormitorios y cierra la puerta a sus espaldas. Harrington arroja a Marco contra la pared, lo pilla en el rebote y le pega un rodillazo en los huevos. Le levanta la cabeza y le dice:

—No me toques los cojones, capullo. Dime dónde están las niñas o saco la pistola y pinto la habitación con tu cerebro, aunque ese será mi segundo disparo, porque el primero te lo meto en las tripas. ¿Comprendes, amigo?

—Hablo inglés —dice Marco.

—Ajá, entonces ya puedes empezar a hablarlo —dice Harrington.

Se saca la pistola y la aprieta contra el estómago de Marco.

—Se acaban de marchar —dice Marco.

—¿Marcharse adónde?

—Los campos.

—¿Qué campos?

—Los campos de fresas.

A Johnny se le pone la piel de gallina.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho?

—Los campos de fresas —dice Marco—. Los fresales del viejo Sakagawa.

Johnny siente vértigo, como si toda la habitación diera vueltas. La vergüenza le circula por la sangre. Se tambalea hasta la puerta y la abre de un tirón. Dando tumbos recorre el pasillo, atraviesa el salón y sale de la casa. Se apoya en el coche y se agacha, para recuperar el aire.

Está amaneciendo.

Capítulo 130

Los primeros rayos débiles del sol caen sobre Pacific Beach y calientan, aunque solo sea psicológicamente, a la multitud de fotógrafos, gente de las revistas, ejecutivos de las empresas de surf, mirones y surfistas incondicionales que, temblando de frío, esperan de pie en Pacific Beach Point a que se haga de día.

Están sobre un risco que es un lugar histórico. Ha habido surfistas deslizándose en aquel rompiente casi desde George Freeth y, allá por la década de 1930, cuando aquello todavía era un fresal japonés, Baker, Paskowitz y alguna de las otras leyendas de San Diego levantaron en aquel risco una choza para guardar las tablas y adoptaron con orgullo el nombre que les dieron los campesinos: «los vándalos».

Un poco más al norte, el gran oleaje rompe contra el arrecife. Sunny está de pie donde acaba la multitud —la tabla a su lado, como el escudo de un cruzado— y observa que la luz del sol va convirtiendo unas formas grises imprecisas en olas bien nítidas.

Unas olas inmensas.

Las más grandes que haya visto.

Gigantescas.

Trituradoras rugientes.

Sueños.

Mira a su alrededor. La mitad de los surfistas de olas grandes del mundo están allí; la mayoría son profesionales, con patrocinadores que les pagan bien y más de diez portadas de revistas en su haber. Por si fuera poco, casi todos cuentan con Jet Skis. Jet Skis con compañeros entrenados que los llevarán a donde están las olas. Sunny no dispone de dinero para eso. Es una de las pocas surfistas allí presentes que tendrá que remar.

Además, es la única mujer.

—Gracias, Guanyin —dice en voz baja.

No se va a quejar por lo que no tiene, sino que va a estar agradecida por aquello que la vuelve única: es la única mujer y una mujer que va a remar hasta donde están las olas grandes.

Levanta la tabla y baja hacia el agua.

Capítulo 131

David ya está allí.

Espera detrás del inmenso rompiente en un Jet Ski, preparado para sacar del agua a quien lo necesite. Es su sacrificio, su penitencia: no surfear las grandes olas. No ha dormido —está agotado—, pero en cierto modo sentía que tenía que estar allí, aunque sin surfear.

No le parecía bien estar en el agua, pasándoselo en grande, cuando se está cuestionando seriamente en qué se ha convertido su vida. No puede sacarse de la cabeza la imagen de las niñas apiñadas en la bodega del barco: quiénes eran, adónde las llevaban, si Johnny habría conseguido interceptarlas.

Además, está todo aquello. Johnny va a querer que le responda a algunas preguntas y las respuestas harán que su vida —como él la conoce— se vaya al garete.

«Puede que no esté del todo mal —piensa David, mientras comprueba el equipo (gafas de buceo, tubo de respiración y aletas), las cosas que podría necesitar si tuviese que saltar de la moto y zambullirse—. Tal vez sea mejor que se joda el invento, que se produzca un cambio.»

Si Johnny no hace preguntas, Boone las hará.

«Por cierto, ¿dónde coño estará Boone? Debería estar aquí conmigo, con el Marea Alta y con Sunny; como mínimo, debería estar aquí por Sunny, para respaldarla, para ayudarla a enfrentarse a los equipos de Jet Ski de renombre que harán todo lo posible por ahuyentarla.»

Boone debería estar allí por ella.

Capítulo 132

Las niñas parecen fantasmas.

Boone las divisa cuando salen de entre los árboles. Lo que queda de la niebla matinal se pega a sus piernas y amortigua sus pasos. No hablan entre sí ni caminan una al lado de la otra ni charlan ni ríen como hacen las niñas cuando van a la escuela, sino que avanzan en fila india, casi como marcando el paso, y mirando al frente o al suelo.

Parecen prisioneras.

Y lo son. Boone ve entonces a dos hombres que caminan tras ellas. No llevan armas —al menos Boone no ve ninguna—, pero resulta evidente que van arreando a las niñas. No requiere demasiado esfuerzo, porque, aparentemente, ellas saben adónde van. Los hombres van detrás, no delante.

Es algo mecánico, una inercia.

Los hombres que trabajan en los campos levantan la vista cuando las niñas salen de la hilera de árboles. Algunos interrumpen su trabajo y se las quedan mirando; otros agachan la cabeza enseguida y reanudan su labor, como si lo que han visto les diera vergüenza.

Entonces Boone la ve.

Al menos cree verla. Es difícil decirlo, pero no cabe duda de que se parece a Luce. Lleva puesta una chaqueta delgada de vinilo azul con una capucha con la que ni se ha molestado en cubrirse. Su larga cabellera negra resplandece en la niebla. Tiene los vaqueros desgarrados a la altura de las rodillas y calza unas viejas sandalias de playa de goma. Se mueve como un zombi, sin dejar de arrastrar los pies.

Entonces se vuelve.

Todas las niñas lo hacen: como si estuvieran en una cinta transportadora, se alejan de los fresales para dirigirse al cañaveral.

Boone baja del coche y, agachándose lo más posible, corre hacia los árboles.

«Ya sé que te lo he prometido, Tammy —piensa—, pero hay promesas que no se pueden cumplir, que no se deben cumplir.»

Acelera el paso.

Capítulo 133

Los ancianos no duermen mucho.

Sakagawa ya está despierto y, sentado ante la mesilla de madera de la cocina, espera con impaciencia las primeras luces del alba. Hay mucho que hacer y, además, tiene que librar la eterna batalla contra las aves y los insectos. Es una lucha cotidiana, pero, si tuviese que ser sincero consigo mismo, Sakagawa reconocería que en realidad la disfruta, que es una de las cosas que le sirven de estímulo.

De modo que se sienta, bebe a sorbos su té y observa la luz que baña sus campos como una lenta corriente de agua. Desde su posición estratégica, distingue apenas a algunos de los peones, los mexicanos que llegaron, como lo habían hecho los
nikkei
tantos años atrás, a labrar aquella tierra que el hombre blanco no quería, porque la rociaba el agua salada y arremetían contra ella los vientos marinos. Sin embargo, los nikkei estaban acostumbrados a la sal y al viento de las islas de su patria y sabían cultivar aquella tierra «sin valor» situada junto al mar.

«Y de aquella tierra salada —piensa ahora el anciano—, hemos sacado fresas… y médicos, abogados y empresarios. Y jueces y políticos.»

Es posible que estos agricultores hagan lo mismo.

Se agacha lentamente para ponerse las botas de goma que mantienen secos sus viejos pies en los campos húmedos durante las primeras horas de la mañana. Cuando se endereza otra vez, tiene delante a su nieto.

—Abuelo, soy Johnny. John Kodani.

—Por supuesto. Ya sé quién eres.

Johnny hace una profunda reverencia. Su abuelo repite el gesto con una inclinación leve y rígida: es todo lo que le permite el cuerpo a los noventa años. Entonces Johnny saca una de las viejas sillas de madera que han estado en aquella cocina desde que él tiene memoria y se sienta frente al anciano.

—¿Quieres té? —pregunta Sakagawa.

A Johnny no le apetece, pero rechazarlo sería sumamente descortés y, con lo que tiene que decirle al viejo, prefiere tener todos los detalles amables que pueda.

—Sí, gracias.

El anciano asiente con la cabeza.

—La mañana está fría.

—Así es.

El anciano coge otra taza, sirve el té verde fuerte y se la acerca a Johnny.

—Eres abogado.

—Policía, abuelo.

—Ah, sí, ya me acuerdo.

«Es posible —piensa— que esté bien que los nikkei ahora sean policías.»

—El té está muy bueno —dice Johnny.

—Es bazofia —dice el anciano, aunque se lo hace traer especialmente de Japón todos los meses—. ¿Qué te trae por aquí? Siempre me alegro de verte, pero…

«Hace meses que no vengo a verlo —piensa Johnny—. Siempre estoy “demasiado ocupado” para pasar a tomar una taza de té o para traerle a sus biznietos, para que los vea. Y ahora me presento a las cinco de la mañana para darle una noticia que le partirá el corazón.»

—Abuelo… —empieza, pero se le hace un nudo en la garganta.

—¿Ha muerto alguien? —pregunta el anciano—. ¿Tu familia está bien?

—Están todos bien, abuelo —dice Johnny—. Abuelo, aquel lugar cerca del arroyo, donde solíamos jugar de niños… ¿Has ido por allí últimamente?

El anciano sacude la cabeza.

—Queda muy lejos para ir a pie —dice—. Un montón de cañas viejas. Encargo a los hombres que limpien la basura que tira la gente desde la carretera. —Vuelve a sacudir la cabeza. Le cuesta entender la falta de respeto de algunas personas—. ¿Por qué lo preguntas?

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