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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (139 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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No era ya el mismo hombre; cinco minutos habían sido suficientes para producir una triste metamorfosis en Alberto; había salido del cuarto en estado normal; volvió a entrar con la voz alterada, la cara enrojecida, los ojos centelleantes y el modo de andar incierto de un hombre ebrio.

—Conde —dijo—, os doy las gracias por vuestra generosa hospitalidad, hubiera deseado disfrutar de ella más tiempo, pero me es preciso volver a París.

—¿Pues qué ha ocurrido?

—Una gran desgracia; mas permitidme que me vaya: se trata de una cosa que es mil veces más preciosa que la vida; no me preguntéis, conde, os lo suplico; mandad, eso sí, que me den un caballo.

—Todos los míos están a vuestra disposición, vizconde, pero vais a destrozaros corriendo la posta a caballo; tomad mi silla, o si no un cabriolé.

—No; tardaría más, y además, ese mismo cansancio me hará bien, no temáis.

Dio una vuelta en derredor, como un hombre herido por una bala, y fue a caer en un sillón junto a la puerta. Montecristo no vio este segundo momento de debilidad porque estaba asomado a la ventana, gritando:

—Alí, un caballo para el señor de Morcef; pronto, que lleva prisa.

Estas palabras volvieron la vida a Alberto, lanzóse fuera del cuarto y el conde le siguió.

—Gracias —dijo el joven montando a caballo—, venid tras de mí, lo más pronto que podáis, Florentín. ¿Qué debo decir para que continúen dándome caballos?

—Nada, basta que vean el que montáis para que os ensillen inmediatamente otro.

Alberto iba a partir, pero se detuvo.

—Pensaréis que mi viaje es extraño —dijo el joven—, no comprenderéis cómo algunas líneas escritas en un periódico han podido reducir a un hombre a la desesperación. Pues bien —añadió dándole el periódico—, leed eso, pero solamente cuando yo me haya marchado, a fin de que no veáis mi confusión.

Y mientras el conde recibía el periódico, hincó las espuelas al caballo, que admirado de que hubiese jinete que pudiese creer que las necesitaba, partió a escape, veloz como una flecha.

Siguióle el conde con la vista, y su mirada expresaba un sentimiento de compasión indefinible, y cuando desapareció leyó lo siguiente en el periódico:

El oficial francés al servicio de Alí-Bajá, de Janina, de que hablaba hace tres semanas El Imparcial, y que no solamente vendió el castillo de Janina, sino que entregó a los turcos a su bienhechor, se llamaba, efectivamente, Fernando en aquella época, como dijo nuestro honorable colega, pero después agregó a su nombre un título de nobleza y el de una de sus tierras.

Actualmente se llama el conde de Morcef, y es miembro de la Cámara de los Pares.

Por consiguiente, aquel terrible secreto que Beauchamp había ocultado tan generosamente aparecía como un fantasma armado; y otro periódico cruelmente informado había publicado al día siguiente de la salida de Alberto para Normandía, aquellos pocos renglones que casi volvieron loco al joven.

Capítulo
VII
El juicio

S
erían las ocho de la mañana cuando cayó Alberto como un rayo en casa de Beauchamp. El ayuda de cámara estaba avisado, e introdujo a Morcef en el cuarto de su amo, que acababa de entrar en el baño.

—¡Y bien! —le dijo Alberto.

—Os estaba esperando, amigo mío —contestó Beauchamp.

—Aquí me tenéis. No os diré, Beauchamp, que os creo demasiado honrado y demasiado noble para sospechar que habéis hablado a nadie de nuestro asunto; no, amigo mío. Además, el mensaje que me habéis enviado es una garantía del aprecio que os merezco. Por consiguiente, no perdamos tiempo en preámbulos, ¿tenéis alguna idea de quién puede venir el golpe?

—Os diré lo que sé.

—Sí; pero antes, amigo mío, debéis referirme la historia de esta abominable traición con todos sus pormenores.

Y Beauchamp refirió al joven, abrumado de vergüenza y dolor, los hechos que vamos a referir con toda su sencillez.

La mañana de la antevíspera, el artículo había aparecido en EL Imparcial y en otro periódico, y lo que es más todavía, en un periódico muy conocido por pertenecer al gobierno. Beauchamp se hallaba almorzando cuando leyó el artículo: envió inmediatamente a buscar un cabriolé, y sin acabar de almorzar marchó a la redacción del diario ministerial.

Aunque de ideas políticas enteramente opuestas a las del director del periódico acusador, Beauchamp, como sucede algunas veces, y aun diremos siempre, era íntimo amigo suyo.

Halló al director, que tenía en la mano su propio periódico, y parecía que estaba leyendo con la mayor complacencia su articulito sobre el azúcar de remolacha, que probablemente sería de su cosecha.

—¡Ah! —dijo Beauchamp—, puesto que tenéis en la mano vuestro periódico, querido ***, excuso deciros a qué vengo.

—¿Sois acaso partidario de la caña de azúcar? —preguntó el director del periódico ministerial.

—No —contestó Beauchamp—, y hasta hoy soy extraño a la cuestión; vengo por otro asunto.

—¿Cuál?

—Por el artículo acerca de Morcef.

—¡Ah!, ya: ¿no es verdad que es bastante curioso?

—Tan curioso que creo que os exponéis a veros complicado en una causa de dudoso resultado.

—No, por cierto: hemos recibido con la nota todos los documentos justificativos, y estamos perfectamente convencidos de que el señor de Morcef no dará ningún paso; por otra parte, es hacer un bien al país al denunciarle a los miserables, indignos del honor que se les hace.

Beauchamp quedó desconcertado.

—¿Pero quién os ha dado tan completos pormenores? —preguntó—, porque mi periódico, que fue el primero que habló del particular, tuvo que abstenerse por falta de pruebas, y sin embargo, estamos más interesados que vos en arrancar la máscara al señor Morcef, puesto que es par de Francia, y nosotros representamos la oposición.

—¡Oh!, nada más sencillo; no hemos corrido detrás del escándalo, ha venido él a buscarnos. Un hombre que acaba de llegar de Janina nos trajo ayer todos esos documentos, y como manifestásemos algún reparo en insertar la acusación, nos dijo que si nos negábamos se publicaría el artículo en otro periódico. Nadie sabe mejor que vos cuánto vale una noticia interesante; no quisimos desperdiciarla. El golpe está bien dado; es terrible y resonará en toda Europa.

Beauchamp conoció que no había más remedio que bajar la cabeza, y salió a la desesperada para enviar un correo a Morcef.

Pero lo que no había podido escribir a Alberto, porque lo que vamos a referir fue posterior a la salida del correo, es que el mismo día, en la Cámara de los Pares, se había notado una extraordinaria agitación. Los pares iban llegando antes de la hora y hablaban del siniestro acontecimiento que iba a ocupar la atención pública y a fijarla en uno de los miembros más conocidos del ilustre Cuerpo.

Leíase el artículo en voz baja, hacíanse comentarios, y los recuerdos que se suscitaban iban precisando cada vez más los hechos. El conde de Morcef no era querido de sus colegas. Como todos los que han salido de la nada, para conservarse a la altura de la clase, tenía que observar un exceso de altivez. Los grandes aristócratas se reían de él; los talentos le repudiaban y las glorias puras le despreciaban instintivamente. A este fatal extremo de la víctima expiatoria había llegado el conde. Una vez designada por el dedo del Señor para el fatal sacrificio, todos se preparaban para gritar: ¡Justicia!

El conde de Morcef era el único que lo ignoraba todo. No recibía el periódico que publicaba la noticia, y había pasado la mañana en escribir cartas y probar su caballo.

Llegó, pues a la hora de costumbre, con la cabeza erguida, mirada orgullosa y andar insolente; se apeó del coche, atravesó los pasillos y entró en la sala, sin notar las vacilaciones de los ujieres, ni la frialdad de sus colegas al saludarle.

Cuando Morcef entró hacía ya media hora que había empezado la sesión.

A pesar de que el conde, ignorante, como hemos dicho, de cuanto había ocurrido, no había alterado en lo más mínimo su aire, ni sus ademanes, su presencia en esta ocasión pareció de tal suerte agresiva a esta asamblea celosa de su honor, que todos vieron en ello una inconveniencia, muchos una bravata y algunos un insulto. Era evidente que la Cámara entera deseaba entablar el debate.

Se veía el periódico acusador en manos de todos los pares; pero, como siempre, nadie quería cargar con la responsabilidad del ataque. Finalmente, uno de los honorables pares, enemigo declarado del conde de Morcef, subió a la tribuna con una solemnidad que anunció que había llegado el momento esperado.

Guardóse un silencio sepulcral. Sólo Morcef ignoraba la causa de la atención profunda que se prestaba a un orador a quien no se acostumbra a oír con tanta complacencia.

El conde dejó pasar tranquilamente el preámbulo, en que el orador establecía que iba a hablar de una cosa tan grave, tan sagrada y tan vital para la Cámara, que reclamaba toda la atención de sus colegas.

A las primeras palabras de Janina y del coronel Fernando, el conde de Morcef se puso intensamente pálido, lo que causó un estremecimiento general en la asamblea, y codas las miradas se fijaron en él.

Las heridas mortales tienen de particular que se ocultan, pero no se cierran: siempre dolorosas, permanecen vivas y abiertas en el corazón.

Terminó la lectura del artículo en medio del mismo silencio, turbado entonces por un rumor que cesó tan pronto como el orador volvió a tomar la palabra. El orador expuso sus escrúpulos, y manifestó cuán difícil era su posición: era el honor del señor de Morcef, el honor de toda la Cámara lo que pretendía defender, provocando un debate en que se iba a entrar en esas cuestiones personales que siempre resultan odiosas. Concluyó pidiendo que se procediese a una investigación bastante rápida para confundir, antes de que tomase cuerpo, la calumnia, y para restablecer al señor de Morcef en la posición en que la opinión pública le había colocado.

Morcef se hallaba tan abatido, que apenas pudo pronunciar algunas palabras ante sus colegas para justificarse: aquella conmoción, que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la vergüenza del culpable, le atrajo algunas simpatías. Los hombres generosos son siempre compasivos, cuando la desgracia de su adversario es mayor que su odio.

El presidente puso a votación la sumaria, y ésta dio por resultado que había méritos para formarla.

Preguntaron al conde cuánto tiempo necesitaba para preparar su justificación. Morcef se había reanimado, sintiendo aún algún vigor después de aquel terrible suceso, y respondió:

—Señores, no es con tomarse tiempo con lo que se rechaza un ataque, como el que contra mí dirigen enemigos solapados, y que sin duda permanecerán escondidos en las sombras del incógnito; en el momento, y como un rayo, es preciso que yo responda a las inculpaciones que contra mí se han hecho. ¡Ah!, ¡ojalá, en lugar de semejante justificación, me fuese permitido derramar toda mi sangre, para probar a mis nobles compañeros que soy digno de sentarme a su lado!

Tales palabras produjeron en el auditorio una impresión favorable para el acusado.

—Pido —dijo— que la sumaria información se forme lo más pronto posible, y yo exhibiré ante la Cámara los documentos necesarios.

—¿Qué día señaláis para eso? —preguntó el presidente.

—Desde este momento estoy a la disposición de la Cámara.

El presidente tocó la campanilla.

—¿La Cámara —prosiguió— quiere que esta sumaria información se efectúe hoy mismo?

—Sí —fue la unánime respuesta de la asamblea.

Nombróse una comisión integrada por doce miembros para examinar los documentos que debía presentar Morcef; se señaló la hora en que debía celebrarse la primera sesión, y se fijó la de las ocho de la noche, en la sala de comisiones de la Cámara, y se determinó que si fuesen necesarias más sesiones, se celebrasen a la misma hora.

Tomada esta resolución, Morcef pidió permiso para retirarse; debía coordinar los documentos que, para hacer frente a esta tempestad, había guardado durante tanto tiempo; pues su genio cauteloso y previsor la esperaba siempre.

Beauchamp contó al joven cuanto acabamos de referir; sólo que su relato tuvo de ventaja sobre el nuestro la animación producida en él por la amistad.

Alberto le escuchó temblando, tan pronto de esperanza como de cólera, y algunas veces de vergüenza; pero Beauchamp sabía que su padre era culpable, y se preguntaba cómo siéndolo podría llegar a probar su inocencia.

—¿Y después? —preguntó Alberto.

—¿Después? —dijo Beauchamp.

—Sí.

—Amigo mío, eso sí me pone en un terrible compromiso. ¿Queréis saber lo que sucedió?

—Es preciso; prefiero que seáis vos el que me lo cuente, a saberlo por cualquier otro conducto.

—Bien —dijo Beauchamp—, preparaos, Alberto; jamás habéis tenido tanta necesidad como ahora de demostrar vuestro valor.

Alberto pasó la mano por su frente, para asegurarse de su propia fuerza, como el hombre que se prepara a defender su vida, prueba su corazón y la hoja de su espada. Sintióse fuerte, porque tomaba por energía lo que no era más que un estado febril.

—Continuad —dijo.

—Llegó la noche —siguió diciendo Beauchamp—, todo París esperaba el resultado.

»Muchos había que decían que vuestro padre no necesitaba más que presentarse para echar por tierra la acusación; otros decían que el conde no se presentaría, y otros aseguraban por último haberle visto partir para Bruselas; algunos hubo que fueron a la policía a preguntar si era verdad que el conde había sacado su pasaporte.

»Debo confesaros que hice cuanto pude para obtener de uno de los miembros de la Cámara, joven par, amigo mío, que me permitiesen entrar en una tribuna reservada; a las siete vino a buscarme, y antes que nadie llegase, me recomendó a un ujier, el cual me encerró en una especie de palco: ocultábame una columna, y estaba como perdido en la oscuridad; esperaba así ver y oír hasta el fin la terrible escena que iba a presentarse a mis ojos.

»A las ocho en punto todo el mundo había llegado.

»El señor de Morcef entró al sonar la última campanada, traía en la mano algunos papeles y su aspecto era tranquilo; contra su costumbre, su aire era sencillo y su traje austero: llevaba un frac abotonado como suelen usar los militares antiguos. Su presencia produjo el mejor efecto, la comisión le era favorable en general, y muchos de sus miembros se acercaron al conde y le dieron la mano.

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