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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (135 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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El conde se colocó entre Caderousse y la ventana, cortando de este modo al ladrón aterrado su única retirada.

—¡El abate Busoni! —exclamó de nuevo Caderousse clavando en el conde sus espantados ojos.

—¡Y bien! Sin duda: el abate Busoni —respondió Montecristo—, el mismo en persona, y tengo un placer en que me hayáis reconocido, mi querido señor Caderousse; eso prueba que tenéis buena memoria, porque si no me equivoco, hace diez años que no nos vemos.

Aquella calma, aquel poder, aquella fuerza hirieron el ánimo de Caderousse de un terror espantoso.

—¡El abate! ¡El abate! —murmuró, con los dedos crispados y dando diente con diente.

—¿Queremos, pues, robar al conde de Montecristo? —continuó el fingido abate.

—Señor abate —decía Caderousse, procurando acercarse a la ventana que le interceptaba el conde—, os ruego que creáis…, os juro…

—Un cristal cortado —dijo el conde—, una linterna sorda, un manojo de llaves falsas, secreter medio forzado, claro está…

Caderousse se ahogaba, buscaba un sitio donde ocultarse, un agujero por donde escapar.

—Vaya, veo que sois siempre el mismo, señor asesino.

—Señor abate, puesto que lo sabéis todo, no ignoráis que no fui yo, sino Carconte, así se reconoció por los jueces, y por eso me condenaron solamente a galeras.

—Habéis concluido vuestra condena y os hallo en camino para volver a ellas.

—No, señor abate, hubo uno que me libertó.

—Ese tal hizo un buen servicio a la sociedad.

—¡Ah!, yo había prometido…

—¿Sois un evadido de presidio? —interrumpió Montecristo.

—¡Desdichado de mí! Sí, señor —dijo Caderousse inquieto.

—Mala broma… Esta os conducirá, si no me engaño, a la plaza de Grève. Tanto peor, tanto peor, diábolo, como dicen en mi país.

—Señor abate, he cedido a un mal pensamiento.

—Todos los criminales dicen lo mismo.

—La necesidad…

—Dejadme —dijo desdeñosamente Busoni—. La necesidad puede conduciros a pedir limosna, a robar un pan a un panadero. Pero no a venir a forzar un secreter en una casa que se cree deshabitada y cuando el joyero Joannés acababa de contaros cuarenta y cinco mil francos por el diamante que os di y le asesinasteis para quedaros con el diamante y el dinero. ¿Era también la necesidad?

—Perdón, señor abate —dijo Caderousse—, ya me habéis salvado la vida una vez; salvádmela otra.

—Esto me anima.

—¿Estáis solo, señor abate —preguntó Caderousse—, o tenéis cerca a los gendarmes para prenderme?

—Estoy solo —dijo el abate—, y todavía me compadecería de vos y os dejaría ir, a pesar de las nuevas desgracias que puede producir mi debilidad, si me dijeseis la verdad.

—¡Ah, señor abate! —exclamó Caderousse, juntando las manos y dando un paso hacia el conde—, puedo llamaros mi salvador.

—¿Decís que os libertaron de presidio?

—Sí, a fe de Caderousse, señor abate.

—¿Y quién fue?

—Un inglés.

—¿Cuál era su nombre?

—Lord Wilmore.

—Lo conozco y sabré si decís la verdad.

—Señor abate, la he dicho.

—¿Este inglés es, pues, vuestro protector?

—No, pero lo es de un joven corso, mi compañero en la cadena.

—¿Cómo se llama ese corso?

—Benedetto.

—¿Ese será su nombre de pila?

—No tenía otro, era un expósito.

—¿Y ese joven se fugó con vos? ¿Y cómo?

—Trabajamos en San Mandrier, cerca de Tolón. ¿Conocíais San Mandrier?

—Sí.

—Pues bien, mientras estaban durmiendo de las doce a la una…

—¡Forzados que duermen la siesta, compadecedlos! —dijo el abate.

—¡Cómo! —dijo Caderousse—, no se puede trabajar, no somos perros.

—Más valen los perros —dijo Montecristo.

—Mientras los otros dormían la siesta nos alejamos un poco, limamos nuestras cadenas con una lima que nos dio el inglés, y escapamos nadando.

—¿Y qué ha sido de Benedetto?

—No lo sé.

—Debes saberlo.

—No, en verdad, no lo sé. Nos separamos en Hyéres.

Y como para dar mayor peso a su afirmación, Caderousse dio un paso hacia el abate, que permaneció inmóvil, siempre tranquilo e interrogador.

—Mientes —dijo Busoni con terrible acento.

—Señor abate…

—¡Mientes! Ese hombre es aún tu amigo, y quizá te sirvas de é1 como de un cómplice.

—¡Oh, señor abate…!

—¿Cómo has vivido desde que saliste de Tolón? Responde.

—Como he podido.

—¡Mientes! —dijo por tercera vez el abate con acento aún más imperativo.

Caderousse miró al conde aterrado.

—Has vivido —prosiguió éste— con el dinero que aquel hombre te ha dado.

—Y bien, es verdad. Benedetto ha sido reconocido como el hijo de un gran señor.

—¿Cómo puede ser hijo de un gran señor?

—Hijo natural.

—¿Y quién es ese gran señor?

—El conde de Montecristo, en cuya casa estamos.

—¿Benedetto, hijo del conde? —respondió Montecristo sorprendido a su vez.

—Es necesario creerlo, puesto que el conde le ha hallado un padre ficticio. Le da cuatro mil francos todos los meses y le deja quinientos mil en su testamento.

—¡Ah!, ¡ah! —dijo el falso abate, que empezaba a comprender—. ¿Y cómo se llama ahora ese joven?

—Se llama Cavalcanti.

—¡Ah! ¿Es el joven que mi amigo el conde de Montecristo recibe a menudo en su casa y va a unirse en matrimonio con la señorita Danglars?

—Exacto.

—¿Y podéis consentir eso, miserable, vos que le conocéis?

—¿Y por qué queréis que impida a un camarada el hacer fortuna? —dijo Caderousse.

—Es justo; a mí me toca advertírselo.

—No hagáis eso, señor abate.

—¿Por qué?

—Porque nos haríais perder nuestra suerte.

—¿Y creéis que para conservársela a unos miserables como vosotros me haría cómplice de sus engaños y sus crímenes?

—Señor abate… —dijo Caderousse, aproximándose todavía más.

—Lo diré todo.

—¿A quién?

—Al señor Danglars.

—¡Trueno de Dios! —exclamó Caderousse sacando de debajo del chaleco un cuchillo y dando en medio del pecho del conde—. ¡Nada dirás, abate!

Con gran admiración de Caderousse, el puñal retrocedió con la punta rota en lugar de penetrar en el pecho del conde; ignoraba que éste llevaba puesta una cota de malla.

Al mismo tiempo el fingido abate agarró con la mano izquierda la del asesino por la muñeca y le torció el brazo con una fuerza tal que sus dedos se abrieron y el puñal cayó al suelo. Caderousse profirió un agudo grito arrancado por el dolor, pero el conde, sin hacer caso, continuó torciendo el brazo del bandido, hasta que se lo dislocó. Cayó primero de rodillas, y después con la cara contra el suelo. El conde puso el pie sobre la cabeza y dijo:

—No sé lo que me detiene, y por qué no lo salto los sesos.

—¡Ay!, perdón, perdón —gritó Caderousse.

El conde retiró el pie y dijo:

—¡Levántate!

Caderousse se levantó.

—¡Vive Dios, y qué puños tenéis, señor abate! —dijo Caderousse tocando su lastimado brazo—, ¡qué puños!

—¡Silencio! Dios me ha dado la fuerza necesaria para domar a una fiera. He obrado en nombre de Dios. ¡Acuérdate de esto, miserable, y perdonarte en este momento es servir aún los designios de Dios!

—¡Uf! —hizo Caderousse, con el brazo dolorido.

—Toma esa pluma y papel, y escribe lo que voy a dictarte.

—No sé escribir, señor abate.

—Mientes. Toma esa pluma y escribe.

Caderousse, dominado por aquel poder superior, se sentó y escribió:

Señor: El hombre que recibís en vuestra casa y a quien destináis por marido de vuestra hija, es un antiguo forzado que se escapó del baño de Tolón. Tenía el número 59 y yo el 58.

Se llama Benedetto, pero ignora él mismo su verdadero nombre, porque nunca ha conocido a sus padres.

—Ahora firma —continuó el conde.

—¿Pero es que queréis perderme?

—¡Majadero! Si quisiera perderte lo llevaría al primer cuerpo de guardia y además es probable que cuando se entregue el billete ya nada tengas que temer. Firma, pues.

Caderousse firmó.

—El sobre.
Al señor barón Danglars, banquero, calle de la Chaussée d’Antin
.

Caderousse escribió el sobre, y el abate tomó la carta.

—Está bien —dijo—. Ahora vete.

—Por dónde.

—Por donde has venido.

—¿Queréis que salte por la ventana?

—Por ella entraste.

—¿Meditáis alguna cosa contra mí, señor abate?

—Imbécil, ¿qué quieres que medite?

—¿Por qué no me abrís la puerta?

—¿Y para qué despertar al portero?

—Decidme que no queréis matarme.

—Quiero lo que Dios quiere.

—Pero juradme que no me heriréis mientras bajo.

—Eres infame y cobarde.

—¿Qué queréis hacer de mí?

—Eso mismo es lo que yo lo pregunto: Quise hacer de ti un hombre honrado y dichoso, y sólo he hecho un asesino.

—Señor abate —dijo Caderousse—, haced la última prueba.

—Sea —dijo el conde—, sabes que soy hombre de palabra.

—Sí —dijo Caderousse.

—Si vuelves a tu casa sano y salvo…

—¿A quién tengo yo que temer, si no es a vos?

—Si vuelves a tu casa sano y salvo, márchate de París, márchate de Francia, y en cualquier parte adonde fueses, si te conduces con honradez, te haré pasar una pensión para que puedas vivir, porque si llegas a tu casa sano y salvo…

—¡Y bien! —preguntó Caderousse estremeciéndose.

—Creeré que Dios te ha perdonado y te perdonaré también.

—Como soy cristiano —balbuceó Caderousse retrocediendo—, que me hacéis morir de miedo.

—Anda, vete —dijo el conde señalándole la ventana.

Caderousse, no muy tranquilo, a pesar de las promesas del conde, subió a la ventana, y puso el pie en la escala. Detúvose temblando.

—Ahora baja —dijo el abate cruzándose de brazos.

Caderousse comprendió que nada había que temer, y bajó. El conde acercó la luz de modo que podía distinguirse desde los Campos Elíseos al hombre que bajaba por la ventana y al que le alumbraba.

—¡Qué hacéis, señor abate! ¿Y si pasase una patrulla?

—Apago la vela.

Caderousse continuó bajando, pero hasta que sintió la tierra bajo sus pies no se creyó completamente seguro.

Montecristo volvió a su dormitorio, y echando una rápida mirada al jardín y a la calle, vio primero a Caderousse, que después de haber bajado daba la vuelta por el jardín y plantaba su escala a la extremidad del muro para salir por distinta parte de la que entró. Entonces observó la presencia de un hombre que parecía esperar a alguien y corrió paralelamente la calle, viniendo a colocarse en el ángulo mismo por el que Caderousse iba a bajar.

Este subió lentamente la escala, y llegado a los últimos tramos asomó la cabeza por encima del muro para cerciorarse de que la calle estaba desierta. No se veía a nadie, ni se percibía el menor ruido.

La una en el reloj de los Inválidos. Caderousse colocóse a horcajadas sobre el muro, pasó la escala al otro lado y se preparó para bajar, o mejor diremos, para dejarse resbalar por las cuerdas laterales de la escala, maniobra que ejecutó con una destreza que demostraba su costumbre en tales ejercicios. Pero una vez lanzado, le era imposible detenerse. En vano vio acercarse a un hombre, cuando estaba a la mitad de la bajada; en vano vio levantar su brazo en el momento en que sus pies tocaban el suelo. Antes de que hubiese podido defenderse, aquel brazo le descargó tan fuerte puñalada en la espalda, que abandonó la escala gritando:

—¡Socorro!

Diole una segunda puñalada en el costado y cayó al suelo gritando:

—¡Al asesino!

Revolcábase en tierra, y cogiéndole su asesino por los cabellos le asestó un tercer golpe en el pecho. Quiso gritar y su esfuerzo produjo solamente un gemido sordo, saliendo por sus tres heridas un torrente de sangre.

Viendo el asesino que no gritaba, cogióle de nuevo por los cabellos, levantóle la cabeza, tenía los ojos cerrados y la boca torcida. Creyóle muerto, dejó caer la cabeza y desapareció.

Caderousse le sintió alejarse, levantóse inmediatamente, se apoyó sobre el codo y con voz moribunda y haciendo el último esfuerzo, gritó:

—¡Al asesino! ¡Me muero! ¡Socorredme! ¡Señor abate, socorredme!

La lúgubre voz atravesó las sombras de la noche, llegando hasta el conde. Abrióse la puerta de la escalera secreta, en seguida la pequeña del jardín, y Alí y su amo corrieron trayendo luces al sitio donde se hallaba el herido.

Capítulo
IV
La mano de Dios

C
aderousse continuaba gritando con triste voz:

—Señor abate, ¡socorredme!, ¡socorredme!

—¿Qué ocurre? —preguntó Montecristo.

—Socorredme —repetía Caderousse—, me han asesinado.

—Aquí estamos, ¡valor!

—¡Ah! ¡No hay remedio! Habéis llegado muy tarde, solamente para verme morir. ¡Qué heridas! ¡Qué de sangre!

Y se desmayó.

Alí y su amo cogieron en brazos al herido, y lo trasladaron a una habitación. Montecristo hizo seña a Ali de que le desnudase y reconoció las tres terribles heridas que le habían infligido.

—¡Dios mío! —dijo—. Vuestra venganza se retrasa algunas veces, pero entonces parece que baja del cielo más completa.

Alí miró a su amo como preguntándole lo que debía hacer.

—Ve a buscar al procurador del rey, señor de Villefort, que vive en el arrabal de Saint-Honoré, y ruégale de mi parte venga al instante. De paso despertarás al portero y le dirás que vaya inmediatamente a buscar un facultativo.

Alí obedeció y dejó al abate a solas con Caderousse, que continuaba desmayado. Cuando abrió los ojos, el conde, sentado a corta distancia, le miraba con una tierna expresión de piedad, y según el movimiento de sus labios, parecía rezar algunas oraciones.

—Un cirujano, señor abate, un cirujano —dijo Caderousse.

—Ya han ido a buscar uno.

—Bien sé que es inútil, las heridas son mortales, pero podrá prolongar mi existencia y darme tiempo para declarar.

—¿Sobre qué?

—Sobre mi asesino.

—Entonces, ¿lo conocéis?

—¡Sí que le conozco!, sí. Es Benedetto.

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