Entonces vio aparecer a la puerta de la cámara, en el límite de ambas estancias, una mujer de maravillosa belleza. Pálida y sonriéndose dulcemente, parecía un ángel de misericordia, conjurando al ángel de las venganzas.
«¿Será el cielo que se abre para mí? —pensó el moribundo—; este ángel se parece al que he perdido».
Montecristo señaló con el dedo a la joven el sofá donde estaba Morrel. La joven dirigióse hacia él con las manos juntas y la sonrisa en los labios.
—¡Valentina! ¡Valentina! —exclamó Morrel desde el tondo de su alma.
Pero su boca no articuló sonido alguno, y como si todas sus fuerzas se concentrasen en esta emoción interior, dio un suspiro y cerró los ojos. Valentina se precipitó sobre él. Los labios de Morrel hicieron todavía un movimiento.
—Os llama —dijo el conde— desde el fondo de su sueño aquel a quien habíais confiado vuestro destino y la muerte ha querido separaros. Pero esto ha sido por vuestro bien. Yo he vencido la muerte. Valentina, en lo sucesivo no debéis separaros más sobre la tierra, puesto que para encontraros se precipitaba en el sepulcro. Sin mí moriríais los dos. Os devuelvo el uno al otro. ¡Así Dios me tenga en cuenta las dos existencias que ahora salvo!
Valentina asió la mano de Montecristo y en un irresistible impulso de alegría la llevó a sus labios.
—¡Oh, perdonadme! —dijo el conde—. ¡Oh, repetidme, sin cansaros de repetírmelo! ¡Repetidme que os he hecho dichosa! No sabéis cuánta necesidad tengo de la seguridad de vuestras palabras.
—¡Oh, sí, sí, os lo agradezco con toda mi alma! —dijo Valentina—, y si dudáis de mis palabras, ¡ay!, preguntádselo a Haydée, a mi querida hermana Haydée, que después de nuestra partida de Francia me ha hecho esperar resignada, hablándome de vos, el venturoso día que hoy luce para mí.
—¿Conque amáis a Haydée? —preguntó Montecristo con una emoción que en vano se esforzaba en disimular.
—¡Oh!, con toda mi alma.
—Escuchad entonces, Valentina —dijo el conde—; tengo una gracia que pediros.
—¡A mí, gran Dios! ¿Seré tan dichosa?
—Sí; habéis llamado a Haydée vuestra hermana; séalo en efecto. Valentina, dadle todo lo que creáis deberme a mí. Protegedla, Morrel y vos, porque —la voz del conde pareció ahogarse en su garganta— en adelante quedará sola en el mundo…
—¡Sola en el mundo! —repitió una voz detrás del conde—, ¿y por qué?
Montecristo se volvió.
Haydée estaba en pie, pálida y helada, mirando al conde con expresión de profundo estupor.
—Porque mañana, hija mía, estarás libre —respondió el conde—, porque recobrarás en el mundo el puesto que lo es debido, porque no quiero que mi destino oscurezca el tuyo. ¡Hija de príncipe, te devuelvo las riquezas y el nombre de tu padre!
Haydée palideció, abrió las manos diáfanas como hace la virgen que se encomienda a Dios y con una voz trémula por las lágrimas:
—¿Veo, señor, que me abandonas? —dijo.
—¡Haydée! Haydée! Eres joven, eres bella, olvídate hasta de mi nombre y sé dichosa.
—Perfectamente —dijo Haydée—; tus órdenes serán cumplidas. Olvidaré hasta tu nombre y seré dichosa.
Y dio un paso atrás para retirarse.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Valentina, sosteniendo con su espalda la cabeza inmóvil de Morrel—, ¿no veis su palidez, no comprendéis lo que sufre?
Haydée le dijo con una expresión desgarradora:
—¿Por qué quieres, hermana mía, que me comprenda? Es mi señor, soy su esclava; tiene derecho a no ver, a no comprender nada.
El conde tembló a los acentos de esta voz que hizo vibrar hasta las fibras más secretes de su corazón. Sus ojos se encontraron con los de la joven y no pudieron resistir su resplandor.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —dijo—, ¿será verdad lo que me habíais dejado sospechar? Haydée, ¿serías dichosa en no abandonarme?
—Soy joven —respondió con dulzura—; amo la vida que me ha hecho siempre tan venturosa, y sentiría morir.
—Lo cual quiere decir que si yo te dejo, Haydée…
—¡Moriré, señor, sí!
—¿Conque me amas?
—¡Oh, Valentina, pregunta si le amo! ¡Valentina, dile tú si amas a Maximiliano!
Montecristo sintió desahogado el pecho y dilatado el corazón. Abrió los brazos: Haydée se lanzó en ellos dando un grito.
—¡Oh, sí, lo amo! —dijo—, lo amo como se ama a un padre, a un hermano, a un esposo! ¡Te amo como se ama a Dios, porque eres para mí el más bello, el mejor y el más grande de los seres creados!
—¡Sea como tú quieres, ángel querido! —dijo el conde—. Dios, que me levantó contra enemigos y me dio la victoria; Dios, lo veo bien, no quiere que sea el arrepentimiento el término de mis triunfos. Yo quería castigarme; Dios quiere perdonarme. Ama, pues, ¡Haydée! ¿Quién sabe? Tu amor acaso logre hacerme olvidar lo que es necesario que olvide.
—¿Y qué dices tú, señor? —preguntó la joven.
—Digo que una palabra tuya, Haydée, me ha enseñado más que veinte años de lenta experiencia. ¡No tengo más que a ti en el mundo, Haydée; por ti vuelvo a la vida; por ti puedo sufrir, por ti puedo ser dichoso!
—¿Lo oyes, Valentina? —exclamó Haydée—; dice que por mí puede sufrir, ¡por mí, que por él daría la vida!
El conde quedó un instante pensativo.
—¿Habré entrevisto la verdad? —dijo—. ¡Oh! ¡Dios mío! No importa: recompensa o castigo, acepto este destino. Ven, Haydée, ven…
Y estrechando con su brazo el talle de la joven, apretó la mano a Valentina, y desapareció.
Transcurrió aproximadamente una hora, durante la cual, muda, anhelante, con los ojos fijos, permaneció Valentina al lado de Morrel. Al cabo sintió que palpitaba su corazón; que un soplo imperceptible abrió sus labios y advirtió el estremecimiento que anunciaba la vuelta a la vida en todo el cuerpo del joven. Al fin, abriéronse sus ojos, pero fijos primero, recobró luego la vista clara, real y, con la vista, la sensibilidad; con la sensibilidad el dolor.
—¡Oh! —exclamó con el acento de la desesperación—, vivo aún; ¡el conde me ha engañado!
Y su mano se tendió sobre la mesa y cogió un cuchillo.
—Amigo —dijo Valentina con su adorable sonrisa—, despierta ya y mira hacia mí.
Morrel dio un gran grito, y delirante, lleno de dudas, desvanecido como por una visión celeste, cayó sobre las rodillas.
Al siguiente día, al despuntar la aurora, Morrel y Valentina se paseaban por la costa cogidos del brazo. La joven le contaba cómo Montecristo se había presentado en su cámara, revelándoselo todo, cómo le había hecho comprender el crimen y, finalmente, la salvó milagrosamente del sepulcro, al propio tiempo que la hacía creer que estaba muerta.
Hallando abierta la puerta de la gruta, salieron a dar un paseo. Lucían aún en el cielo las últimas estrellas de la noche. Morrel percibió entre las sombras de un grupo de rocas un hombre que esperaba una señal para acercarse a ellos y se lo mostró a Valentina.
—¡Es Jacobo —dijo—, el capitán!
Y le llamó con una seña.
—¿Tenéis algo que decirnos? —le preguntó Morrel.
—Tengo que entregaros esta carta de parte del conde.
—¡Del conde! —murmuraron a la vez los dos jóvenes.
—Sí, leed.
Morrel la abrió y leyó:
Mi querido Maximiliano: Hay una falúa anclada para vos. Jacobo os llevará a Uorna, donde el señor Noirtier espera a su hija para bendecirla antes de que os acompañe al altar. Todo cuanto hay en esta gruta, amigo mío, mi casa de los Campos Elíseos y mi castillo de Treport, son el regalo de boda que hace Edmundo Dantés al hijo de su patrón Morrel. La señorita de Villefort aceptará la mitad, pues le suplico dé a los pobres de París toda la fortuna que adquiera de su padre, loco, y de su hermano, fallecido en septiembre último con su madrastra.
Decid al ángel que va a velar por vuestra vida, Morrel, que ruegue alguna vez por un hombre que, semejante a Satanás, se creyó un instante igual a Dios, y ha reconocido con toda la humildad de un cristiano, que sólo en manos de la Providencia está el poder supremo y la sabiduría infinita. Sus oraciones endulzarán quizás el remordimiento que lleva en el fondo de su corazón.
En cuanto a vos, Morrel, he aquí el secreto de mi conducta. No hay ventura ni desgracia en el mundo, sino la comparación de un estado con otro, he ahí todo.
Sólo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede sentir la felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán buena y hermosa es la vida.
Vivid, pues, y sed dichosos, hijos queridos de mi corazón, y no olvidéis nunca que hasta el día en que Dios se digne descifrar el porvenir al hombre, toda la sabiduría humana estará resumida en dos palabras: ¡Confiar y esperar!
Vuestro amigo,
Edmundo Dantés, Conde de Montecristo.
Durante la lectura de esta carta, que le revelaba la locura de su padre y la muerte de su hermano, Valentina palideció; un suspiro doloroso se exhaló de su pecho y lágrimas que no eran menos amargas por ser silenciosas, rodaron de sus mejillas. La ventura le costaba bien cara.
Morrel miró a su alrededor con inquietud.
—Pero —dijo— el conde exagera ciertamente su generosidad. Valentina se contentará con mi modesta fortuna. ¿Dónde está el conde, amigo? Conducidme a él.
Jacobo extendió la mano y señaló en dirección al horizonte.
—¡Cómo! ¿Qué queréis decir? —preguntó Valentina—. ¿Dónde está el conde? ¿Dónde está Haydée?
—Mirad —dijo Jacobo.
Los ojos de los dos jóvenes se fijaron en la línea indicada por el marino, y sobre ella, en el horizonte que separa el cielo del mar, distinguieron una vela blanca, grande como el ala de la gaviota.
—¡Partió! —exclamó Morrel—, ¡partió! ¡Adiós, amigo mío! ¡Adiós, padre mío!
—¡Partió! —murmuró Valentina—. ¡Adiós, amiga mía! ¡Adiós, hermana mía!
—¡Quién sabe si algún día le volveremos a ver! —dijo Morrel, enjugándose una lágrima.
—Cariño —repuso Valentina—, ¿no acaba de decirnos que la sabiduría humana se encierra toda ella en estas dos palabras?:
¡Confiar y esperar!
FIN
ALEXANDRE DUMAS (Villers-Cotterêts, 1802 - Puys, cerca de Dieppe, 1870), fue uno de los autores más famosos de la Francia del siglo XIX, y que acabó convirtiéndose en un clásico de la literatura gracias a obras como
Los tres mosqueteros
(1844) o
El conde de Montecristo
(1845)
Dumas nació en Villers-Cotterêts en 1802, de padre militar —que murió al poco de nacer el escritor— y madre esclava. De formación autodidacta, Dumas luchó para poder estrenar sus obras de teatro. No fue hasta que logró producir
Enrique III
(1830) que consiguió el suficiente éxito como para dedicarse a la escritura.
Fue con sus novelas y folletines, aunque siguió escribiendo y produciendo teatro, con lo que consiguió convertirse en un auténtico fenómeno literario. Autor prolífico, se le atribuyen más de 1.200 obras, aunque muchas de ellas, al parecer, fueron escritas con supuestos colaboradores.
Dumas amasó una gran fortuna y llegó a construirse un castillo en las afueras de París. Por desgracia, su carácter hedonistas le llevó a despilfarrar todo su dinero y hasta verse obligado a huir de París para escapar de sus acreedores.