La baronesa, que acababa de estampar su firma, entregó la pluma al notario.
—El señor príncipe de Cavalcanti —dijo el Tabelión—. Señor príncipe de Cavalcanti, ¿dónde estáis?
—¡Cavalcanti! ¡Cavalcanti! —repitieron los jóvenes, que habían llegado a tal intimidad con el italiano, que le llamaban por el apellido sin nombrarle por su título.
—Llamad, pues, al príncipe, advertidle que le toca firmar —dijo Danglars a un criado.
Pero, en aquel momento, la multitud de amigos retrocedió espantada hacia el salón principal, como si un espantoso monstruo hubiese invadido la habitación. Había motivo para huir, espantarse y gritar.
Un oficial de gendarmería colocaba a la puerta dos gendarmes, y se dirigía a Danglars precedido de un comisario de policía con su faja puesta.
La señora Danglars lanzó un grito y se desmayó.
Danglars, que se creía amenazado, porque ciertas conciencias jamás están tranquilas, ofreció a la vista de sus convidados un rostro descompuesto por el terror.
—¿Qué ocurre, caballero? —preguntó Montecristo dirigiéndose al comisario.
—¿Cuál de ustedes, señores —preguntó el magistrado sin responder al conde—, se llama Andrés Cavalcanti?
Un grito de estupor se dejó oír por doquier.
Buscaron, preguntaron.
—¿Pero quién es ese Cavalcanti? —inquirió Danglars casi fuera de sí.
—Un presidiario escapado de Tolón.
—¿Y qué crimen ha cometido?
—Se le acusa —dijo el comisario con su voz impasible— de haber asesinado al llamado Caderousse, su antiguo compañero de cadena, en el instante en que salía de robar en casa del señor conde de Montecristo.
El conde dio una rápida ojeada alrededor.
Cavalcanti había desaparecido.
U
nos instantes después de la escena de confusión producida en los salones del señor Danglars por la inesperada aparición del oficial de gendarmería y por la revelación que había seguido, el inmenso palacio se había ido quedando vacío con la misma rapidez que habría ocasionado el anuncio de un caso de peste o de cólera morbo que se hubiera producido entre los invitados. En algunos minutos, por todas las puertas, por todas las escaleras, por todas las salidas, se apresuraron todos a retirarse o, mejor dicho, a huir; porque ésa era una de aquellas circunstancias en que incluso están de más aquellas palabras de consuelo que tan importunos hacen hasta a los mejores amigos en las grandes desgracias.
En la casa del banquero no había quedado más que el propio Danglars, encerrado en su despacho y prestando su declaración entre las manos del oficial de gendarmería. La señora de Danglars, aterrada en el tocador que ya conocemos, y Eugenia, que con la mirada altanera se había retirado a su cuarto, con su inseparable compañera, la señorita Luisa de Armilly.
En cuanto a los numerosos criados, todavía más numerosos en esta noche que de costumbre, porque se les había agregado con motivo de la fiesta los encargados de los helados, los cocineros y los reposteros del café de París, formaban corros en las cocinas y en sus cuartos, acusando a sus amos de lo que ellos llamaban su afrenta, cuidándose muy poco del servicio, que por otra parte se encontraba naturalmente interrumpido.
En medio de todas las personas a quienes hacían estremecer dis tintos intereses, únicamente dos merecen que nos ocupemos de ellas: Eugenio Danglars y Luisa de Armilly.
Como hemos dicho, Eugenia retiróse con aire altanero, y con el paso de una reina ultrajada, seguida de su compañera, más pálida y más conmovida que ella. Al llegar a su cuarto, cerró la puerta por dentro, mientras Luisa cayó en su silla.
—¡Oh! ¡Dios mío! ¡Qué horror! —dijo la joven filarmónica—. ¿Quién lo habría imaginado? El señor Cavalcanti…, un asesino… un desertor de presidio…, un presidiario…
Una sonrisa irónica contrajo los labios de Eugenia.
—Estaba predestinada —dijo—. ¡Me escapo de un Morcef para caer en manos de un Cavalcantí!
—¡Oh!, no confundas a uno con el otro, Eugenia.
—Calla, todos los hombres son unos niños, y me alegro de tener motivo para hacer algo más que aborrecerlos, ahora los desprecio.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Luisa.
—¿Qué vamos a hacer?
—Sí.
—Lo que habíamos de hacer dentro de tres días…, marchar.
—¡Cómo!, a pesar de que no lo cases, ¿quieres…?
—Escucha, Luisa: detesto esta vida ordenada, acompasada y sujeta a reglas como nuestro papel de música. Lo que siempre he deseado, querido y ambicionado, es la vida de artista, la vida libre, independiente, en que una no depende más que de sí misma, y en que a nadie debe dar cuenta de sus actos. ¿Para qué me he de quedar? ¿Para qué tratar de nuevo de aquí a un mes de casarme? ¿Y con quién? ¿Con el señor Debray, quizá, como ya se pensó en ello? No, Luisa, no; la aventura de esta noche me servirá de pretexto.
—Qué fuerte y animosa eres —dijo la rubia y delicada joven a su morena compañera.
—¿No me conocías aún? Vamos. Veamos, Luisa, hablemos de todos nuestros asuntos. La silla de posta.
—Por suerte, hace tres días que se ha comprado.
—¿La has hecho llevar al sitio donde debemos tomarla?
—Sí.
—¿Nuestro pasaporte?
—Helo aquí.
Y Eugenia, con su natural aplomo, desdobló un papel impreso y leyó: «a El señor León de Armilly, edad veinte años; profesión artista, pelo negro, ojos negros, viaja con su hermana».
—¡Magnífico! ¿Quién te ha facilitado ese pasaporte?
—Cuando fui a pedir al conde de Montecristo cartas para los directores de los teatros de Roma y Nápoles, le manifesté mis temores de viajar en calidad de mujer. El conde los comprendió perfectamente, y se puso a mi disposición, para facilitarme un pasaporte de hombre, y dos días más tarde recibí éste, en el que he añadido de mi letra:
viaja con su hermana
.
—¡Bravo! —dijo Eugenia alegremente—, ya sólo se trata de hacer nuestras maletas.
—Piénsalo bien, Eugenia.
—¡Oh!, todo está reflexionado. Estoy cansada de oír hablar de fines de mes, de alza, de baja, de fondos españoles, de cuentas, etcétera. En lugar de todo eso, Luisa, el aire, la libertad, el canto de los pájaros, las llanuras de Lombardía, los canales de Venecia, los palacios de Roma y la playa de Nápoles. ¿Cuánto tenemos?
Luisa sacó de su bolsillo una cartera, que abrió, y que contenía veintitrés billetes de banco.
—¿Veintitrés mil francos? —dijo.
—Y por lo menos otro tanto en perlas, diamantes y alhajas —añadió Eugenia—. Somos ricas. Con cuarenta y cinco mil francos tenemos para vivir por espacio de dos años como princesas, o discretamente por espacio de cuatro. Pero antes de medio año habremos doblado nuestro capital, tú con lo música y yo con mi voz. Vamos, encárgate del dinero, yo me encargo de las alhajas. De modo que si una de las dos tuviese la desgracia de perder su tesoro, la otra conservaría el suyo. Ahora las maletas, sin pérdida de tiempo.
—Aguarda —dijo Luisa, yendo a escuchar a la puerta de la señora de Danglars.
—¿Qué es lo que temes?
—Que nos sorprendan.
—La puerta está cerrada.
—Que nos manden abrirla.
—Que lo manden. No obedeceremos.
—Eres una verdadera amazona, Eugenia.
Y las dos jóvenes se pusieron con una prodigiosa actividad a colocar en una maleta todos los objetos que creían necesitar.
—Cierra tú la maleta mientras yo me cambio de vestido —dijo Eugenia.
Luisa apoyó sus pequeñas y hermosas manos sobre la tapa de la maleta.
—No puedo —dijo—, no tengo bastante fuerza; ciérrala tú.
—¡Ah!, verdad —dijo riendo Eugenia—, olvidaba que yo soy Hércules y que tú eres la pálida Onfala.
Y la joven Eugenia, apoyando la rodilla sobre la maleta, engarrotó sus blancos y musculosos brazos hasta que juntó las dos divisiones de la maleta y la señorita de Armilly echó el candado a la cadena.
Concluida esta operación, Eugenia abrió una cómoda, cuya llave llevaba siempre consigo, sacó una mantilla de viaje de seda color violeta y dijo:
—Toma, con esto no tendrás frío. Ya ves que he pensado en todo.
—Pero ¿y tú?
—¡Yo! jamás tengo frío, bien lo sabes, y luego con mis vestidos de hombre…
—¿Vas a vestirte aquí?
—Desde luego.
—¿Tendrás tiempo?
—No temas, cobarde. Todos están ocupados del ruidoso suceso. Además, ¿es extraño que permanezca encerrada, cuando deben suponerme en un estado fatal?
—Tienes razón, con ello me tranquilizas.
—Ven, ayúdame.
Y del mismo cajón de donde sacó la mantilla que acababa de dar a la señorita de Armilly, y que ésta tenía ya puesta, sacó un vestido completo de hombre, desde las botas hasta la levita, con provisión de ropa blanca, y si bien no se veía nada superfluo, tampoco se echaba de menos lo necesario.
Con una rapidez que indicaba que no era la primera vez que por broma se había puesto los vestidos del sexo contrario, Eugenia se calzó las botas, se puso un pantalón, anudó la corbata, abrochó hasta arriba su chaleco y se puso una levita que dejaba ver su fino talle.
—Estás muy bien, de veras, muy bien —dijo Luisa contemplándola con admiración—, pero y esos hermosos cabellos negros, y esas trenzas magníficas que hacen respirar de envidia a todas las mujeres, ¿se disimularán en un sombrero de hombre como el que veo allí?
—Voy a comprobarlo —respondió Eugenia.
Y cogiendo con la mano izquierda la espesa trenza que no cabía entre sus dedos, tomó con la derecha unas largas tijeras. Pronto rechinó el acero entre aquella hermosa cabellera, que cayó a los pies de la joven.
Cortada la trenza superior, pasó a las de las sienes, que cortó sucesivamente sin la menor señal de pesar. Sus ojos, por el contrario, brillaron con más alegría que de costumbre, bajo sus negras pestañas.
—¡Oh! ¡Qué lástima de cabellos tan hermosos! —dijo Luisa.
—¿Y qué, no estoy cien veces mejor así? —dijo Eugenia alisando sus bucles—, ¿no me encuentras más bonita?
—Siempre lo eres —respondió Luisa—. ¿Ahora, adónde vamos?
—A Bruselas, si lo parece. Es la frontera más próxima. De allí iremos a Lieja, a Aquisgrán, subiremos al Rin hasta Estrasburgo, y atravesando Suiza bajaremos a Italia por San Gotardo. ¿Te parece bien así?
—Sí.
—¿Qué miras?
—Te miro; estás adorable así. Diríase que me estás raptando.
—Y, por Dios, tienes razón.
—¡Oh! Creo que has jurado, Eugenia.
Y las dos jóvenes, a las que creían anegadas en llanto, la una por sí misma y la otra por amor a su amiga, prorrumpieron en una risa estrepitosa, al mismo tiempo que hacían desaparecer las señales más visibles del desorden que naturalmente había acompañado a sus preparativos de fuga.
Después apagaron las luces, y con el ojo alerta y el oído atento, las dos fugitivas abrieron la puerta del tocador, que daba a una escalera interior y conducía hasta el patio de entrada. Eugenia iba delante, sosteniendo con una mano la maleta que por el asa opuesta Luisa apenas podía sostener con las dos.
Estaban dando las doce, y el gran patio estaba solitario. El portero velaba aún, o por lo menos estaba levantado.
Eugenia se acercó poco a poco y vio al suizo que dormía en su cuarto, tendido en un sillón. Volvióse a Luisa, tomó el pequeño baúl que habían dejado un instante en el suelo, y las dos siguieron la sombra del muro y se dirigieron al arco de entrada.
Eugenia hizo ocultar a Luisa en el ángulo de la puerta, de modo que el conserje, si se despertaba no viese más que una persona. Luego, colocándose ella en el sitio que daba de lleno el farol que alumbraba la entrada:
—La puerta —dijo con su bella voz de contralto, tocando al vidrio.
El conserje se levantó y dio algunos pasos para reconocer al que salía, como Eugenia había previsto, y viendo un joven que golpeaba impaciente su pantalón con el bastón, abrió al momento.
Luisa se escabulló como una culebra por la puerta entreabierta y saltó fuera. Luego salió Eugenia, tranquila en apariencia, aunque es probable que su corazón latiese con más violencia que de costumbre.
Pasaba un mandadero y le cargaron con el baúl, le indicaron el sitio adonde debía dirigirse, calle de la Victoria, número 3, y marcharon tras aquel hombre cuya compañía daba ánimo a Luisa. Eugenia era tan fuerte como Judit o Dalila.
Llegaron al número indicado y Eugenia dio orden al mandadero de que dejase el baúl en el suelo. Pagóle, retiróse aquél, y entonces llamó a una ventanilla. Vivía en el cuarto una costurera que estaba avisada de antemano y no se había acostado todavía.
—Señorita —dijo Eugenia—, haced sacar por el portero mi silla de posta y enviadle a buscar caballos. Dadle esos cinco francos por su trabajo.
—De veras lo admiro respeto.
La costurera miraba asombrada, pero como le dieron veinte luises no hizo observación alguna.
Al cuarto de hora volvió el conserje con el postillón y los caballos, que éste enganchó, mientras aquél colocaba el baúl en la parte trasera.
—He aquí el pasaporte —dijo el postillón—, ¿qué camino tomamos, mi joven señor?
—El de Fontaineblau —respondió Eugenia con una voz casi masculina.
—¿Qué dices? —preguntó Luisa.
—Le doy unas señas falsas —respondió Eugenia—. Esa mujer a quien damos veinte luises puede vendernos por cuarenta. Al llegar al Boulevard, tomaremos otra dirección.
Y la joven subió al carruaje casi sin tocar el estribo.
—Siempre tienes razón —dijo la maestra de canto, colocándose junto a su amiga.
Al cuarto de hora el postillón, puesto ya en el camino que debían seguir, pasaba la barrera de San Martín, haciendo resbalar su látigo.
—¡Ah! —dijo Luisa respirando—, ya estamos fuera de París.
—Sí, querida mía, el rapto es bello y bien consumado —respondió Eugenia.
—Sí, pero sin violencia.
—Lo haré valer como circunstancia atenuante.
Estas palabras se perdieron en medio del estrépito de las ruedas sobre el camino de La Villete.
El barón Danglars ya no tenía hija.
D
ejemos de momento a la señorita de Danglars y su amiga, camino de Bruselas, y volvamos al pobre Cavalcanti, tan desgraciadamente detenido al empezar su fortuna.