El Conde de Montecristo (156 page)

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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
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Cuando llegó a su cuarto, escuchó a la puerta de Eugenia, y no oyendo ruido, quiso entrar, pero estaba corrido el pestillo. Creyó que Eugenia, fatigada de las terribles emociones de la tarde, se había acostado y dormía. Llamó a la camarera y le preguntó:

—La señorita —respondió ésta— ha entrado en su cuarto con la señorita Luisa, han tomado el té juntas, y me han despedido en seguida, diciéndome que no me necesitaban.

La camarera había estado desde entonces en la repostería, y creía a las dos jóvenes acostadas.

La señora Danglars se retiró sin la menor sospecha, pero tranquila en cuanto a las personas, su espíritu se fijó en el hecho mismo. A medida que sus ideas eran más claras, las proporciones de la escena del contrato se engrandecían. Era ya algo más que un escándalo, era no una vergüenza, y sí una ignominia.

A pesar suyo, la baronesa recordó que no había tenido piedad de la pobre Mercedes, que tanto sufrió con lo ocurrido a su marido y a su hijo.

—Eugenia —dijo— está perdida y nosotros también. El suceso, tal cual va a contarse, nos cubre de oprobio, porque en una sociedad como la nuestra ciertos ridículos son llagas vivas, sangrantes e incurables. ¡Qué dicha que Dios haya dado a Eugenia ese carácter extra vagante que tantas veces me ha hecho temblar!

Y elevó al cielo una mirada de gratitud hacia aquella Providencia misteriosa que lo dispone todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio sirvan a veces para nuestra dicha.

Luego, su imaginación tomó un rápido vuelo, y se detuvo en Cavalcanti.

Ese era un miserable, un ladrón, un asesino, y con todo, sus maneras indicaban una mediana educación, si no completa. Cavalcanti había hecho su aparición en el mundo con las apariencias de una gran fortuna y el apoyo de hombres ilustres.

¿Cómo orientarse en aquel inmenso dédalo? ¿A quién dirigirse para salir de aquella situación?

Debray, a quien había ido a buscar en el primer impulso de la mujer que ama y quiere ser socorrida y ayudada por el hombre a quien dio su corazón y muchas veces le pierde, Debray no podía darle más que un consejo; debía, pues, dirigirse a persona más poderosa.

Pensó en Villefort. Este era quien había hecho prender a Cavalcanti y quien sin piedad había venido a turbar la paz en el seno de su familia como si hubiera sido una familia extraña.

Mas, pensándolo bien, no era un hombre sin piedad el procurador del rey; era un magistrado esclavo de sus deberes, un amigo leal y firme, que brutalmente, pero con mano segura, había dado el golpe de escalpelo en la parte enferma; no era un verdugo, era un cirujano que había visto perder ante el mundo el honor de los Danglars por la ignominia del joven que había presentado al mundo como su yerno.

Puesto que Villefort, amigo de la familia Danglars, obraba así, era de suponer que el banquero nada sabía de antemano, y era inocente, no teniendo participación alguna en los manejos de Cavalcanti. Reflexionándolo bien, la conducta del procurador del rey se explicaba ventajosamente.

Pero hasta allí debía llegar su inflexibilidad. Se propuso ir a verle al día siguiente y obtener de él, si no que faltase a sus deberes de magistrado, al menos que tuviera la mayor indulgencia posible.

La baronesa invocaría el tiempo pasado, rejuvenecería sus recuerdos; suplicaría en nombre de un tiempo culpable, pero dichoso. El señor de Villefort atajaría el asunto, o por lo menos, y para eso le bastaba volver los ojos a otra parte, dejaría escapar a Cavalcanti, y no perseguiría al criminal sino en contumacia. Entonces durmióse más tranquilizada.

El día siguiente a las nueve se levantó, y sin llamar a su camarera, y sin dar señal de que existía en el mundo, se vistió con la misma sencillez que el día anterior, bajó la escalera, salió de casa, marchó hasta la calle de Provenza, tomó allí un carruaje de alquiler y se dirigió a casa de Villefort.

Desde hacía un mes, aquella casa maldita presentaba el aspecto lúgubre de un lazareto, en el que se hubiese declarado la peste. Una parte de las habitaciones estaban cerradas por dentro y por fuera, las ventanas encajadas de continuo, sólo se abrían para dejar entrar un poco el aire. Veíase entonces asomarse a ellas la figura de un lacayo, y en seguida se cerraban como la losa que cae sobre el sepulcro. Los vecinos se preguntaban: ¿Veremos salir hoy otro cadáver de la casa del procurador del rey?

Un temblor se apoderó de la señora Danglars al contemplar aquella casa desolada. Bajó del coche, acercóse a la puerta, que estaba cerrada, y llamó.

Cuando con lúgubre sonido resonó la campanilla por tres veces, apareció el conserje, entreabriendo la puerta lo suficiente sólo para ver quién llamaba.

Vio una señora elegantemente vestida, perteneciente, por lo visto, a la alta sociedad, y sin embargo, la puerta permaneció cerrada.

—Abrid —dijo la baronesa.

—Ante todo, señora, ¿quién sois? —inquirió el conserje.

—¿Quién soy? Bien me conocéis.

—No conocemos ya a nadie, señora.

—Pero ¿estáis loco? —dijo la baronesa.

—¿De parte de quién venís?

—¡Oh!, eso ya es demasiado.

—Señora, es orden expresa, excusadme. ¿Vuestro nombre?

—La baronesa de Danglars, a quien habéis visto veinte veces.

—¡Es posible, señora! Ahora, ¿qué queréis?

—¡Oh! ¡Qué cosa tan rara!, me quejaré al señor de Villefort de la impertinencia de sus criados.

—Señora, no es impertinencia, es precaución. Nadie entrará aquí sin una orden del doctor d’Avrigny, o sin haber hablado al señor de Villefort.

—Pues bien, precisamente quiero ver para un asunto al procurador del rey.

—¿Es urgente?

—Bien debéis conocerlo, cuando no he vuelto a tomar el coche, pero concluyamos; he aquí una tarjeta, llevadla a vuestro amo.

—La señora aguardará mi vuelta.

—Sí, id.

El portero cerró, dejando a la señora Danglars en la calle.

Verdad es que no esperó mucho tiempo; un momento después se abrió la puerta lo suficiente solamente para que entrase la baronesa, cerrándose inmediatamente.

Una vez hubieron llegado al patio, el conserje, sin perder de vista la puerta un momento, sacó del bolsillo un pito y lo tocó.

Presentóse a la entrada el ayuda de cámara del señor Villefort.

—La señora excusará a ese buen hombre —dijo presentándose a la baronesa—, pero sus órdenes con categóricas, y el señor de Villefort me encarga decir a la señora que le ha sido imposible obrar de otro modo.

Había en el patio un proveedor introducido del mismo modo, y cuyas mercancías examinaban.

La baronesa subió. Sentíase profundamente impresionada al ver aquella tristeza, y conducida por el ayuda de cámara llegó al despacho del magistrado sin que su guía la perdiese de vista un solo instante.

Por mucho que preocupase a la señora Danglars el motivo que la conducía, empezó por quejarse de la recepción que le hacían los criados, pero Villefort levantó su cabeza inclinada por el dolor, con tan triste sonrisa, que las quejas expiraron en los labios de la baronesa.

—Excusad a mis criados de un terror que no puede constituir delito; de sospechosos, se han vuelto suspicaces.

La señora Danglars había oído hablar varias veces del terror que causaba el magistrado; pero si no lo hubiese visto, jamás hubiera podido creer que llegase hasta aquel extremo.

—¿Vos también —le dijo— sois desgraciado?

—Sí —respondió el magistrado.

—¿Me compadeceréis, entonces?

—Sí, señora, sinceramente.

—¿Y comprendéis el motivo de mi visita?

—¿Vais a hablarme de lo que os ha sucedido?

—Sí; una gran desgracia.

—Es decir, un desengaño.

—¡Un desengaño! —exclamó la baronesa.

—Desgraciadamente, señora, he llegado a no llamar desgracias más que a las irreparables.

—¿Y creéis que se olvidará?

—Todo se olvida —respondió Villefort—; mañana se casará vuestra hija; dentro de ocho días, si no mañana. Y en cuanto al futuro que ha perdido Eugenia, no creo que lo echéis mucho de menos.

Admirada de aquella calma casi burlona, la señora Danglars miró a Villefort.

—¿He venido a ver a un amigo? —le preguntó con un tono lleno de dolorosa dignidad.

—Sabéis que sí —respondió Villefort, cuyas pálidas mejillas se cubrieron de un vivo rubor al dar aquella seguridad que hacía alusión a otros sucesos muy distintos de los que los ocupaban en el momento.

—Pues bien, entonces sed más afectuoso, mi querido Villefort, y al verme tan desdichada, no me digáis que debo estar contenta.

Villefort se inclinó.

—Cuando oigo hablar de desgracias, señora, hace tres meses que he adquirido el vicio, si queréis, de hacer una comparación egoísta con las mías, y al lado de ellas la vuestra no es nada. Ahí tenéis por qué vuestra posición me parece envidiable. ¿Decíais, señora?

—Venía a saber de vos, amigo mío, ¿en qué estado se halla el asunto de ese impostor?

—¡Impostor! —repitió Villefort—, estáis resuelta a disminuir ciertas cosas y exagerar otras. ¡Impostor el señor Cavalcanti, o mejor Benedetto! Os engañáis, señora, el señor Benedetto es un hermoso ejemplar de asesino.

—No niego la rectitud de vuestra enmienda, pero mientras más severo seáis con ese desgraciado, más haréis contra nosotros. Olvidadle un momento, y en lugar de seguirle, dejadle huir.

—Llegáis tarde, señora, ya están dadas las órdenes.

—Y si lo prenden… ¿Creéis que lo prenderán?

—Así lo espero.

—Si lo prenden, considerar esto, entonces: siempre he oído decir que las prisiones no se desocupan; pues bien, dejadle en ella.

El procurador del rey hizo un signo negativo.

—Por lo menos, hasta que esté casada mi hija —añadió la baronesa.

—Imposible, señora, la justicia tiene sus trámites.

—¿Los tiene también para mí? —dijo la baronesa medio seria, medio risueña.

—Para todos —respondió Villefort—, y para mí como para los demás.

—¡Ah! —exclamó la baronesa, sin añadir con palabras el pensamiento que encerraba esta exclamación.

Villefort se puso a contemplarla con aquella mirada con que solía sondear el pensamiento de sus interlocutores.

—Ya; comprendo lo que queréis decir —le dijo—, aludís a esos terribles rumores esparcidos por ahí, de que todas esas muertes que hace tres meses me visten de negro, que esa muerte de que Valentina ha escapado como por milagro, no son naturales, ¿no es eso lo que queréis decir?

—No pensaba en eso —dijo vivamente la señora Danglars.

—¡Sí!, pensabais, señora, y con razón, porque no podía ser de otra manera, y decíais para vos misma: «Tú, que persigues el crimen, responde: ¿por qué hay a lo alrededor crímenes que permanecen impunes?». Eso es lo que os decíais, ¿no es así, señora?

—Verdad es, lo confieso.

—Ahora voy a contestaros.

Villefort acercó su sillón a la silla de la señora Danglars, y luego, apoyando ambas manos en su pupitre, y tomando una entonación más sorda que de costumbre, añadió:

—Hay crímenes que quedan impunes, porque se desconoce a los criminales, y porque se teme herir en una cabeza inocente, en vez de herir en una cabeza culpable; pero cuando sean conocidos esos criminales —Villefort extendió la mano hacia un crucifijo de gran tamaño colocado delante del pupitre—, cuando esos criminales sean conocidos —repitió—, por Dios vivo, señora, morirán, sean quienes fueren. Ahora, pues, después del juramento que acabo de hacer, y que cumpliré, ¡atreveos, señora, a pedirme gracia para ese miserable!

—¿Y estáis seguro de que sea tan culpable como se dice? —preguntó la señora Danglars.

—Escuchad, escuchad su registro. Benedetto, condenado primero a cinco años de presidio por falsificador a la edad de dieciséis años: el mozo prometía, según veis. Luego prófugo, después asesino.

—Pero ¿quién es ese desgraciado?

—¿Quién lo sabe? Un vagabundo, un corso.

—¿Y nadie se ha presentado a reclamar por él?

—Nadie, no se conoce a sus padres.

—Pero ¿ese hombre que había venido de Luques?

—Otro tal; su cómplice quizá.

La baronesa cruzó las manos.

—¡Villefort! —exclamó con el tono más dulce y cariñoso.

—¡Por Dios, señora! —respondió el procurador del rey con una firmeza que no carecía de sequedad—, ¡por Dios! jamás me pidáis gracia para un criminal. ¿Qué soy yo?: la ley. ¿Y tiene ojos la ley para ver vuestra tristeza? ¿Tiene oídos la ley para oír vuestra dulce voz? ¿Tiene memoria la ley para comprender con delicadeza vuestro pensamiento? No, señora, la ley manda, y cuando manda la ley, hiere en seguida. Me diréis que yo soy un ser viviente, y no un código, un hombre, y no un libro; pero miradme, mirad, señora, a mi alrededor: ¿me han tratado a mí los hombres como hermano? ¿Me han tenido consideración? ¿Me han perdonado? ¿Ha pedido nadie gracia para Villefort, ni se le ha concedido a nadie esa gracia?

»No, no; lastimado, siempre lastimado. Todavía insistís vos, que sois ahora una sirena más bien que una mujer, en mirarme con esa mirada encantadora y expresiva que me recuerda que debo avergonzarme. Entonces, sea; sí, ¡avergonzarme de lo que vos sabéis, y tal vez de otra cosa más! Pero al fin, después de que yo he sido culpable, y acaso más culpable que otros, desde que yo he sacudido los vestidos del prójimo para buscar detrás de ellos la llaga, y siempre he encontrado, siempre con gozo, con alegría, ese sello de la debilidad o de la perversidad humana. ¡Cada hombre culpable que hallaba y cada criminal que yo castigaba, me parecía una demostración viva, una nueva prueba de que no era yo una repugnante excepción! ¡Ay!, ¡ay!, ¡ay!, ¡todo el mundo es malo, señora; demostrémoslo, y castiguemos al malo!

Villefort dijo estas últimas palabras con una rabia nerviosa que confería a su lenguaje una feroz elocuencia.

—¿Pero decís —continuó la señora Danglars intentando el último esfuerzo—, decís que ese joven es vagabundo, huérfano y desamparado?

—Sí, y tanto peor, o mejor dicho, tanto mejor; la Providencia lo ha permitido así para que nadie llore por él.

—Es encarnizarse contra el débil, señor procurador del rey.

—El débil que asesina.

—Su deshonor repercute sobre mi casa.

—¿No tengo yo la muerte en la mía?

—¡Oh! —dijo la baronesa—, no tenéis piedad para los demás; pues bien, no la tendrán de vos.

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