El Conde de Montecristo (86 page)

Read El Conde de Montecristo Online

Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

BOOK: El Conde de Montecristo
13.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Odiaros? ¿A vos, Valentina?, y ¿cómo habría alguien que pudiera odiaros?

—Por desgracia, amigo mío —dijo Valentina—, me veo obligada a confesar que ese odio contra mí proviene de un sentimiento casi natural. Ella adora a su hijo, a mi hermano Eduardo.

—¿Y qué?

—Parece extraño mezclar un asunto de dinero con lo que íbamos diciendo, pero, amigo mío, creo que éste es el origen de su odio. Como ella no tiene bienes por su parte, y yo soy ya rica por los bienes de mi madre, los cuales se acrecentarán con los de los señores de Saint-Merán, que heredaré algún día, creo, ¡Dios me perdone por pensar así, que está envidiosa! Y Dios sabe si yo le daría con gusto la mitad de esta fortuna, con tal de hallarme en casa del señor de Villefort como una hija en casa de su padre; no vacilaría ni un instante.

—¡Pobre Valentina!

—Sí, me siento prisionera y al mismo tiempo tan débil, que me parece que estos lazos me sostienen y tengo miedo de romperlos. Por otra parte, mi padre no es un hombre cuyas órdenes pueda yo desobedecer impunemente. Es muy poderoso contra mí. Lo sería contra vos y contra el mismo rey, protegido como está por un pasado sin tacha y una posición casi inatacable. ¡Oh, Maximiliano!, os lo juro, no me decido a luchar porque temo que, tanto vos como yo, sucumbiríamos en la lucha.

—Pero, Valentina —repuso Maximiliano—, ¿por qué desesperar así y ver siempre el porvenir sombrío?

—Porque lo juzgo por lo pasado, amigo mío.

—Sin embargo, veamos. Si yo no soy para vos un buen partido, desde el punto de vista aristocrático, no obstante tengo una posición honrosa en la sociedad. El tiempo en que había dos Francias ya no existe. Las familias más altas de la monarquía se han fundido en las familias del Imperio, la aristocracia de la lanza se ha unido con la del cañón. Ahora bien, yo pertenezco a esta última. Yo tengo un hermoso porvenir en el ejército, gozo de una fortuna limitada, pero independiente; la memoria de mi padre es venerada en nuestro país como la de uno de los comerciantes más honrados que han existido. Digo nuestro país, Valentina, porque se puede decir que vos también sois de Marsella.

—No me habléis de Marsella, Maximiliano. Ese solo nombre me recuerda a mi buena madre, aquel ángel llorado por todo el mundo, y que después de haber velado sobre su hija, mientras su corta permanencia en la tierra, vela todavía, así lo espero al menos, y velará por siempre en el cielo. ¡Oh!, si viviera mi pobre madre, Maximiliano, no tendría yo nada que temer, le diría que os amo, y ella nos protegería.

—No obstante, Valentina —repuso Maximiliano—, si viviese, yo no os habría conocido, porque, como habéis dicho, seríais feliz si ella viviera, y Valentina feliz me hubiera contemplado con desdén desde lo alto de su grandeza.

—¡Ah!, amigo mío —exclamó Valentina—, ¡ahora sois vos el injusto! Pero decidme…

—¿Qué queréis que os diga? —repuso Maximiliano, viendo que Valentina vacilaba.

—Decidme —continuó la joven—, ¿ha habido en otros tiempos algún motivo de disgusto entre vuestro padre y el mío en Marsella?

—Que yo sepa, ninguno —respondió Maximiliano—, a no ser que vuestro padre era el más celoso partidario de los Borbones y el mío un hombre adicto al emperador. Esto, según presumo, es la única diferencia que había entre ambos. Pero ¿por qué me hacéis esa pregunta, Valentina?

—Voy a decíroslo —repuso ésta—, porque debéis saberlo todo. El día que publicaron los periódicos vuestro nombramiento de oficial de la Legión de Honor, estábamos todos en la casa de mi abuelo, señor Noirtier, donde también se encontraba el señor Danglars, ya sabéis, ese banquero cuyos caballos estuvieron anteayer a punto de matar a mi madrastra y a mi hermano. Yo leía el periódico en voz alta a mi abuelo mientras los demás hablaban del casamiento probable del señor de Morcef con la señorita Danglars. Al llegar al párrafo que trataba de vos, y que ya había yo leído, porque desde la mañana anterior me habíais anunciado esta buena noticia, al llegar, pues, a dicho párrafo, me sentía muy feliz…, pero temerosa al mismo tiempo de verme obligada a pronunciar en voz alta vuestro nombre, y es seguro que lo hubiera omitido a no ser por el temor de que diesen una mala interpretación a mi silencio. Por lo tanto, reuní todas mis fuerzas y leí el párrafo.

—¡Querida Valentina!

—Escuchadme. En el momento de oír vuestro nombre, mi padre volvió la cabeza. Estaba yo tan convencida, ved si soy loca, de que este nombre había de hacer el efecto de un rayo, que creí notar un estremecimiento en mi padre, y aun en el señor Danglars, aunque con respecto a éste estoy segura de que fue una ilusión de mi parte. «Morrel —dijo mi padre—, ¡espera un poco!». Frunció las cejas y continuó: «¿Será éste acaso uno de esos Morrel de Marsella? ¿De esos furiosos bonapartistas que tantos males nos causaron en 1815?».

—Sí —respondió Danglars—, y aun creo que es el hijo del antiguo naviero.

—Así es, en efecto —dijo Maximiliano—. ¿Y qué respondió vuestro padre?, decid, Valentina.

—¡Oh!, algo terrible, que no me atrevo a repetir.

—No importa —dijo Maximiliano sonriendo—, decidlo todo.

—Su emperador —continuó, frunciendo las cejas—, sabía darles el lugar que merecían a todos esos fanáticos. Les llamaba carne para el cañón, y era el único nombre que merecían. Veo con placer que el nuevo gobierno vuelve a poner en vigor ese saludable principio, y si para ese solo objeto reservase la conquista de Argel, le felicitaría doblemente, aunque por otra parte nos costase un poco caro.

—En efecto, es una política un tanto brutal —dijo Maximiliano—, pero no sintáis, querida mía, lo que ha dicho el señor de Villefort. Mi valiente padre no cedía en nada al vuestro sobre ese punto, y repetía sin cesar: «¿Por qué el emperador, que tantas cosas buenas hace, no forma un regimiento de jueces y abogados y los lleva a primera línea de fuego?». Ya veis, amiga mía, ambas opiniones se equilibran por lo pintoresco de la expresión y la dulzura del pensamiento. ¿Pero qué dijo el señor Danglars, al escuchar la salida del procurador del rey?

—¡Oh!, empezó a reírse con esa sonrisa siniestra que le es peculiar y que a mí me parece feroz. Pocos momentos después, se levantaron ambos y se marcharon. Entonces únicamente conocí que mi abuelo estaba muy conmovido. Preciso es deciros, Maximiliano, que yo sola soy la que adivina las agitaciones de ese pobre paralítico, y creí entonces que la conversación promovida delante de él, porque nadie hace caso del pobre abuelo, le había impresionado fuertemente, en atención a que se había hablado mal de su emperador, ya que, según parece, ha sido un fanático de su causa.

—En efecto —dijo Maximiliano—, es uno de los nombres conocidos del Imperio, ha sido senador, y como sabéis, o quizá no lo sepáis, Valentina, estuvo complicado en todas las conspiraciones bonapartistas que se hicieron en tiempo de la Restauración.

—Sí, a veces oigo hablar en voz baja de esas cosas, que a mí se me antojan muy extrañas. El abuelo bonapartista, el hijo realista…, en fin, ¿qué queréis…? Entonces me volví hacia él, y me indicó el periódico con la mirada.

—¿Qué os ocurre, querido papá? —le dije, ¿estáis contento?

Hízome una señal afirmativa con la cabeza.

—¿De lo que acaba de decir mi papá? —le pregunté.

Díjome por señas que no.

—¿De lo que ha dicho el señor Danglars?

Otra seña negativa.

—¿Será tal vez porque al señor Morrel —no me atreví a decir Maximiliano— lo han nombrado oficial de la Legión de Honor? Entonces me hizo seña de que así era, en efecto.

—¿Lo creeréis, Maximiliano? Estaba contento de que os hubiesen nombrado oficial de la legión de Honor, sin conoceros. Puede ser que fuese una locura de su parte, puesto que dicen que vuelve algunas veces a la infancia, y es por una de las cosas que le quiero mucho.

—Es muy particular —dijo Maximiliano, reflexionando—, odiarme vuestro padre, al contrario que vuestro abuelo… ¡Qué cosas tan raras producen esos afectos y esos odios de partidos!

—¡Silencio! —exclamó de repente Valentina—. ¡Escondeos, huid, viene gente! Maximiliano cogió al instante una azada y se puso a remover la tierra.

—Señorita, señorita —gritó una voz detrás de los árboles—, la señora os busca por todas partes. ¡Hay una visita en la sala!

—¡Una visita! —exclamó Valentina agitada—, ¿y quién ha venido a visitarnos?

—Un gran señor, un príncipe, según dicen, el conde de Montecristo.

—Ya voy —dijo en voz alta Valentina.

Este nombre hizo estremecer de la otra parte de la valla al que el ya voy de Valentina servía de despedida al fin de cada entrevista.

—¡Qué es esto! —dijo Maximiliano apoyándose en actitud de meditación sobre la azada—, ¿cómo conoce el conde de Montecristo al señor de Villefort?

Capítulo
XI
Toxicología

E
n efecto, el conde de Montecristo era quien acababa de entrar en casa del señor de Villefort, con el objeto de devolver al procurador del rey la visita que éste le había hecho, y como es de suponer, toda la casa se puso en movimiento al escuchar su nombre.

La señora de Villefort, que estaba sola en el salón cuando anunciaron al conde, hizo venir al instante a su hijo, para que el niño reitera se sus gracias al conde, y Eduardo, que no había dejado de oír hablar del gran personaje durante dos días, se apresuró a presentarse, no por obedecer a su madre ni por dar las gracias a Montecristo, sino por curiosidad y para hacer alguna observación a la cual pudiera acompañar uno de los gestos que hacía decir a su madre: «¡Oh! ¡Qué muchacho tan malo; pero bien merece que le perdonen, porque tiene tanto talento…!».

Tras de los primeros saludos de rigor, preguntó el conde por el señor de Villefort.

—Mi esposo come hoy en casa del señor canciller —respondió la joven—, acaba de salir en este momento y estoy segura de que sentirá infinito no haber tenido el honor de veros.

Otros dos personajes que habían precedido al conde en el salón y que lo devoraban con los ojos, se retiraron después del tiempo razonable exigido a la vez por la cortesía y la curiosidad.

—A propósito, ¿qué hace lo hermana Valentina? —dijo la señora de Villefort a Eduardo—; que la avisen de que quiero tener el honor de presentarla al señor conde.

—¿Tenéis una hija, señora? —inquirió el conde—, será todavía una niña.

—Es la hija del señor de Villefort —replicó la señora—, hija del primer matrimonio, esbelta y hermosa figura.

—Pero melancólica —interrumpió el joven Eduardo arrancando, para adornar su sombrero, las plumas de la cola de un precioso guacamayo, que gritó de dolor en el travesaño dorado de su jaula.

La señora de Villefort se contentó con decir:

—Silencio, Eduardo.

Luego añadió:

—Este locuelo casi tiene razón, y repite lo que me ha oído decir muchas veces con amargura, porque la señorita de Villefort, a pesar de cuanto hacemos por distraerla, tiene un carácter triste y un humor taciturno que perjudica muchas veces el efecto de su belleza. Pero veo que no viene, Eduardo; ve a ver la causa de ello.

—Es que la buscan donde no está.

—¿Dónde la buscan?

—En el cuarto del abuelo Noirtier.

—¿Y tú opinas que no está allí?

—No, no, no, no, no está allí —respondió Eduardo tarareando.

—¿Y dónde está?, si lo sabes, dilo.

—Está debajo del castaño grande —continuó el travieso niño presentando, a pesar de los gritos de su madre, una porción de moscas vivas al guacamayo, que parecía muy ansioso de esta clase de caza.

La señora de Villefort alargó la mano hacia el cordón de la campanilla para indicar a su doncella el sitio donde podría encontrar a Valentina, cuando ésta se presentó.

La joven parecía estar triste, y observándola detenidamente se hubiera podido descubrir en sus ojos las huellas de sus lágrimas.

Valentina, a quien, llevados por la rapidez de la narración, hemos presentado a nuestros lectores sin darla a conocer, era una alta y esbelta joven de diecinueve años, con pelo castaño claro, ojos de un azul inteso, continente lánguido, y en el cual resaltaba aquella exquisita elegancia que caracterizaba a su madre. Sus manos blancas y afiladas, su cuello nacarado, sus mejillas teñidas de un color imperceptible, le daban a primera vista el aire de esas hermosas inglesas a quienes se ha comparado bastante poéticamente, en sus movimientos, con los cisnes.

Entró, pues, y al ver al lado de su madre al personaje de quien tanto había oído hablar, saludó sin ninguna timidez propia de su edad, y sin bajar los ojos, con una gracia tal, que redobló la atención del conde.

Este se levantó.

—La señorita de Villefort, mi hijastra —dijo la señora de Villefort a Montecristo, que se inclinó hacia adelante, presentando la mano a Valentina.

—Y el señor conde de Montecristo, rey de la China y emperador de la Cochinchina —dijo el pilluelo, dirigiendo a su hermana una mirada socarrona.

Esta vez la señora de Villefort se puso lívida y estuvo a punto de irritarse contra aquella plaga doméstica que respondía al nombre de Eduardo, pero el conde se sonrió y miró al muchacho con complacencia, lo cual elevó a su madre al colmo del entusiasmo.

—Pero, señora —dijo el conde reanudando la conversación y mirando alternativamente a la madre y a la hija—, yo he tenido el honor de veros en alguna otra parte con esta señorita. Desde que entré, pensé en ello, y cuando se presentó esta señorita, su vista ha sido una nueva luz que ha venido a iluminar un porvenir confuso, dispensadme por la expresión.

—No es probable, caballero, la señorita de Villefort es poco aficionada a la sociedad, y nosotros salimos muy rara vez —dijo la joven esposa.

—Sin embargo, no es en sociedad donde he visto a esta señorita y a vos, señora, y también a este gracioso picaruelo. La sociedad parisiense, por otra parte, me es absolutamente desconocida, porque creo haber tenido el honor de deciros que hace muy pocos días estoy en París. No, permitidme que recuerde…, esperad… —y el conde llevó su mano a la frente como para coordinar las ideas—. No, es en otra parte…, es en… yo no sé… pero me parece que este recuerdo es inseparable de un sol brillante y de una especie de solemnidad religiosa… La señorita tenía flores en la mano, el niño corría detrás de un hermoso pavo real en un jardín, y vos, señora, estabais debajo de un emparrado… Ayudadme, señora, ¿no os recuerda nada todo lo que os digo?

Other books

Miss Darcy Falls in Love by Sharon Lathan
Winter Garden by Adele Ashworth
Dreadnought by Thorarinn Gunnarsson
Bad Boys In Kilts by Donna Kauffman
Worth Dying For by Luxie Ryder
Between Sisters by Cathy Kelly
The Seer - eARC by Sonia Lyris