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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Clásico

El Conde de Montecristo (171 page)

BOOK: El Conde de Montecristo
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Tratábase de pasar por encima del cadáver, de entrar en el salón, de tomar el niño en los brazos y de huir con él lejos, ¡muy lejos!

Villefort no era el hombre cuya refinada corrupción le hacía el tipo de hombre civilizado; era un tigre herido de muerte que deja los dientes rotos en su última herida.

No temía las preocupaciones, sino los fantasmas. Tomó aliento y saltó por encima del cadáver como si se hubiera tratado de saltar por un brasero encendido. Tomó al niño en sus brazos, estrechándole, sacudiéndole, llamándole. El niño no le respondió. Unió sus ávidos labios a sus mejillas, a sus mejillas lívidas y heladas, palpó sus miembros ateridos, apoyó la mano en su corazón; su corazón no palpitaba. El niño estaba muerto. Un papel doblado en cuatro pliegues cayó del pecho de Eduardo. Como herido de un rayo, Villefort se dejó caer sobre las rodillas. El niño se escapó de sus brazos inertes y rodó al lado de su madre. Villefort cogió el papel, conoció la letra de su mujer y lo leyó ávidamente. He aquí su contenido:

¡Vos sabéis si yo era buena madre,

puesto que por mi hijo me hice criminal!

¡Una buena madre no parte sin su hijo!

Villefort no podía dar crédito a sus ojos. No podía creer a su razón. Arrastróse hacia el cuerpo de Eduardo, que examinó una vez todavía con la atención minuciosa de la leona que mira a su cachorro muerto. Después brotó un grito desgarrador de su pecho.

—¡Dios! —murmuró—. ¡Siempre Dios!

Estas dos víctimas le espantaban, sentía en sí el horror de aquella soledad solamente ocupada por dos cadáveres.

De pronto se veía sostenido por la rabia, por la inmensa facultad de los hombres fuertes, por la desesperación, por la virtud suprema de la agonía que impulsó a los Titanes a escalar el cielo, a Áyax a amenazar a los dioses.

Villefort dobló la cabeza bajo el peso de los dolores, levantóse sobre las rodillas, sacudió los cabellos húmedos de sudor, erizados de espanto, y el que jamás había tenido piedad de nadie, se fue a encontrar a su anciano padre para tener en su debilidad alguien a quien contar su desgracia, alguien con quien llorar.

Bajó la escalera que ya conocemos, y entró en la habitación de Noirtier.

Este parecía escucharle atentamente, tan afectuosamente como lo permitía su inmovilidad. El abate Busoni estaba allí con la calma y frialdad de costumbre.

Al ver al abate, Villefort llevó la mano a la frente. El pasado vino a él como una de esas olas, en las cuales se levanta doble espuma que en las demás.

Recordó la visita que le hiciera el abate dos días antes de la comida de Auteuil, y de la visita que le había hecho el mismo abate el día de la muerte de Valentina.

—¡Vos aquí, señor! —dijo—, ¿pero vos no me aparecéis jamás que no sea para escoltar la muerte?

Busoni se levantó. Viendo la alteración del rostro del magistrado, el brillo feroz de sus ojos, comprendió o debió comprender que la escena de los jurados había concluido. Ignoraba el resto.

—Vine para orar sobre el cuerpo de vuestra hija —respondió Busoni.

—Y hoy, ¿qué venís a hacer?

—Vengo a deciros que me habéis pagado suficientemente vuestra deuda, y que desde este momento voy a rogar a Dios que se contente como yo.

—¡Dios mío! —dijo Villefort retrocediendo asustado—, ¡esta voz no es la del abate Busoni!

—No.

El abate arrancó su falsa tonsura, sacudió la cabeza, y sus largos cabellos negros, sueltos ya, cayeron sobre sus espaldas rodeando su varonil semblante.

—Es el rostro del conde de Montecristo —exclamó Villefort con los ojos inciertos.

—No es esto todo, señor procurador del rey, mirad mejor y más lejos.

—¡Esta voz!, ¡esta voz! ¿Dónde la oí por primera vez?

—La oísteis por primera vez en Marsella, hace veintitrés años, el día de vuestro matrimonio con la señorita de Saint-Merán. Buscad en vuestros papeles.

—¿No sois Busoni? ¿No sois Montecristo? ¡Dios mío, sois el enemigo oculto, implacable, mortal! ¿Hice algo contra vos en Marsella? ¡Oh, desgraciado de mí!

—Sí, tienes razón, es bien cierto —dijo el conde cruzando los brazos sobre el pecho—, ¡busca!, ¡busca!

—Mas, ¿qué le he hecho? —exclamó Villefort, cuyo espíritu luchaba ya en el límite donde se confunden la razón y la demencia en aquellos momentos en que no puede decirse que dormimos ni que estamos despiertos—. ¿Qué le he hecho? ¡Di, habla!

—Me condenasteis a una muerte lenta y horrorosa, matasteis a mi padre, me robasteis el amor con la libertad, y la fortuna con el amor.

—¿Quién sois? ¿Quién sois? ¡Dios mío!

—Soy el espectro de un desgraciado al que sepultasteis en las mazmorras del castillo de If; a este espectro, salido entonces de la tumba, Dios ha puesto la máscara del conde de Montecristo, y le ha cubierto de diamantes y oro para que no le reconozcáis hoy.

—¡Ah, le reconozco, le reconozco! —dijo el procurador del rey—, tú eres…

—¡Soy Edmundo Dantés!

—¡Tú, Edmundo Dantés! —exclamó el señor de Villefort, asiendo al conde por el puño—, ¡entonces ven!

Y le llevó por la escalera, en donde Montecristo le seguía asombrado, ignorando a qué parte le conducía el procurador del rey, y presintiendo algún desastre.

—¡Espera!, Edmundo Dantés —dijo mostrando al conde los cadáveres de su esposa y de su hijo—, ¡atiende, mira! ¿Está bien vengado?

Montecristo palideció ante tan espantoso espectáculo. Comprendió que acababa de traspasar los derechos de la venganza, que no podía decir más que:

—Dios está por mí y conmigo.

Arrojóse con angustia inexplicable sobre el cuerpo del niño, abrió sus ojos, tocó su pulso, y pasó con él al cuarto de Valentina, que cerró con doble llave.

—¡Hijo mío! —exclamó Villefort—, ¡se lleva el cadáver de mi hijo! ¡Oh!, ¡maldición!, ¡desgracia!, ¡muerte para mí!

Y quiso lanzarse en pos de Montecristo, pero como por un sueño, sintió clavarse sus pies, dilatarse sus ojos hasta salir de las órbitas, encorvarse sus dedos contra la carne del pecho, y hundirse en él gradualmente, hasta que la sangre enrojeció sus uñas. Sintió las venas de las sienes llenarse de espíritus ardientes que pasando hasta la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un diluvio de fuego.

Tal situación duró algunos minutos, hasta que se completó un trastorno espantoso en su razón.

Entonces profirió un grito seguido de una prolongada carcajada, y se precipitó por las escaleras.

Un cuarto de hora después se abrió la habitación de Valentina y volvió a presentarse el conde de Montecristo.

Pálido, los ojos apagados, el pecho oprimido, todos los rasgos de esta figura extraordinariamente reposada y noble, estaban trastornados por el dolor. Tenía en sus brazos el niño, al cual ningún socorro había bastado para devolverle la vida. Puso una rodilla en tierra y le depositó religiosamente cerca de su madre, con la cabeza colocada sobre su pecho. Luego, levantándose, salió, y se halló con un criado en la escalera.

—¿Dónde está el señor de Villefort? —inquirió.

El criado, sin responder, extendió la mano hacia el jardín.

Montecristo bajó la escalera, se dirigió al sitio designado y vio en medio de sus criados que formaban corro en su derredor, a Villefort, con una azada en la mano, cavando la tierra con una especie de furor.

—¡No está aquí! —decía—, ¡no está aquí!

Y volvía a cavar en otra parte.

Montecristo se acercó a él, y muy bajo, y con un tono casi humilde le dijo:

—Habéis perdido un hijo, pero…

Villefort le interrumpió: ni le había escuchado, ni comprendido.

—¡Oh!, le encontraré —dijo—, ¿estáis seguros de que no está aquí? Le encontraré, aunque hubiera de buscarle hasta el día del juicio.

Montecristo se retiró horrorizado.

—¡Oh! —dijo—, está loco.

Y como si hubiera creído que las paredes de la casa maldita se desplomaran sobré él, se lanzó a la calle, dudando por primera vez del derecho que pudiera tener para hacer lo que había hecho.

—¡Oh!, basta, basta con esto —dijo—, salvemos lo que queda.

Y entrando en su casa, Montecristo encontró a Morrel, que andaba por la fonda de los Campos Elíseos silencioso como una sombra que espera el momento señalado por Dios para entrar en la tumba.

—Preparaos, Maximiliano —le dijo sonriendo—, mañana saldremos de París.

—¿No tenéis nada que hacer? —preguntó Morrel.

—No —respondió Montecristo—, y Dios quiera que no haya hecho demasiado. Al día siguiente, en efecto, partieron, acompañados de Bautista por toda comitiva. Haydée había llevado a Alí, y Bertuccio quedó con Noirtier.

Capítulo
XXXIII
La partida

L
os sucesos que acababan de ocurrir preocupaban a todo París. Manuel y su esposa hablaban de ellos con una sorpresa bien natural en el salón de la calle de Meslay. Enlazaban entre sí las tres catástrofes, tan repentinas como inesperadas, de Morcef, de Danglars y de Villefort.

Maximiliano, que había venido a visitarles, les escuchaba, o más bien asistía a su conversación, sumido en su acostumbrada insensibilidad.

—En verdad —decía Julia— que podría creerse, Manuel, que todas esas gentes tan ricas, tan dichosas ayer, habían olvidado en el cálculo sobre el que establecieron su fortuna, su ventura y su consideración, la parte del genio malo, y que éste, como las hadas malditas de los cuentos de Perrault, a quienes se deja de convidar a alguna boda o algún bautizo, se ha aparecido de repente para vengarse de un fatal olvido.

—¡Cuántos desastres! —decía Manuel, pensando en Morcef y en Danglars.

—¡Cuántos sufrimientos! —decía Julia, recordando a Valentina, a quien por un instinto de su sexo, no quería mentar delante de su hermano.

—Si es Dios quien les ha castigado —decía Manuel—, es porque Dios, bondad suprema, no ha hallado nada en el pasado de estas gentes que merezca la atenuación de la pena, es porque esas gentes estaban malditas.

—¿No eres muy temerario en tus juicios, Manuel? —dijo Julia—. Cuando mi padre, con la pistola en la mano, estaba dispuesto a saltarse la tapa de los sesos, si alguien hubiese dicho como tú ahora: «Este hombre ha merecido su pena», ¿no se habría equivocado?

—Sí; pero Dios no ha permitido que nuestro padre sucumbiera, como no permitió que Abraham sacrificase a su hijo. Al Patriarca, como a nosotros, envió un ángel que cortase en la mitad del camino las alas de la muerte.

No bien acababa de pronunciar estas palabras cuando se oyó el sonido de la campana. Era la señal dada por el conserje de que llegaba una visita. Casi al mismo tiempo se abrió la puerta del salón, y el conde de Montecristo apareció en el umbral. Dos gritos de alegría salieron al mismo tiempo de los dos jóvenes. Maximiliano levantó la cabeza y la dejó caer abatida sobre el pecho.

—Maximiliano —dijo el conde, sin parecer notar las diferentes impresiones que su presencia causaba en los huéspedes—, vengo a buscaros.

—¿A buscarme? —dijo Morrel, como saliendo de un sueño.

—Sí —dijo Montecristo—; ¿no habíamos convenido en que os llevaría, y no os previne ayer que estuvieseis preparado?

—Heme aquí —dijo Maximiliano—, había venido a decirles adiós.

—Y ¿dónde vais, señor conde? —dijo Julia.

—A Marsella, primero, señora.

—¿A Marsella? —repitieron a la vez ambos jóvenes.

—Sí, y me llevo a vuestro hermano.

—¡Ay!, señor conde —dijo Julia—, devolvédnoslo ya restablecido.

Morrel se volvió para ocultar una viva turbación.

—¿Estabais advertida de que se hallaba malo? —dijo el conde.

—Sí —respondió la joven—, y temo se enoje con nosotros.

—Le distraeré —siguió el conde.

—Estoy dispuesto —dijo Maximiliano—. ¡Adiós, mis buenos amigos; adiós, Manuel, adiós, Julia!

—¿Cómo, adiós? —exclamó Julia—, ¿partís así, de repente, sin preparativos, sin pasaporte?

—Esas son las dilaciones que aumentan el pesar de las separaciones —dijo el conde—, y Maximiliano estoy seguro de que ha debido prevenirse de todo, ya se lo había encargado.

—Tengo mi pasaporte y están hechas las maletas —dijo Morrel con su monótona calma.

—Muy bien —dijo Montecristo sonriéndose—; con esto ha de conocerse la exactitud de un buen soldado.

—¿Y nos dejáis ahora? —dijo Julia—, ¿al instante?, ¿sin darnos un día?, ¿una hora siquiera?

—Mi carruaje está a la puerta, señora. Es necesario que me halle en Roma dentro de cinco días.

—¡Pero Maximiliano no va a Roma! —dijo Manuel.

—Voy donde quiera el conde llevarme —dijo Morrel con triste sonrisa—, le pertenezco todavía un mes.

—¡Oh, Dios mío!, ¿qué significa eso, señor conde?

—Maximiliano me acompaña —dijo el conde con su persuasiva afabilidad—, tranquilizaos sobre vuestro hermano.

—¡Adiós, hermana! —dijo Morrel—, ¡adiós, Manuel!

—Siento una angustia… —dijo Julia—; ¡oh, Maximiliano, Maximiliano!, ¡tú nos ocultas algo!

—¿Vamos? —dijo Montecristo—; le veréis volver alegre, risueño, gozoso.

Maximiliano lanzó a Montecristo una mirada casi desdeñosa, casi irritada.

—¡Partamos! —dijo el conde.

—Antes de que partáis, señor conde —dijo Julia—, permitidnos deciros todo lo que el otro día…

—Señora —replicó el conde, tomándole ambas manos—, todo lo que me diríais no equivaldría nunca a lo que leo en vuestros ojos, lo que vuestro corazón ha pensado, lo que el mío ha comprendido. Como los bienhechores de novela, debería haber partido sin volver a veros, pero esta virtud superaba todas mis fuerzas, porque soy hombre débil y vanidoso, porque la mirada húmeda, alegre y tierna de mis semejantes me produce un bien. Ahora parto, y llevo mi egoísmo hasta deciros: No me olvidéis, amigos míos, porque no me volveréis a ver.

—¿No volveros a ver? —exclamó Manuel, mientras rodaban dos gruesas lágrimas por las mejillas de Julia—. ¡No volver a veros! ¡Pero no es un hombre, es un dios quien nos deja, y este dios va a subir al cielo después de haberse presentado en la tierra para hacer el bien!

—No digáis eso —repuso con vehemencia Montecristo—, no digáis eso, amigos míos. Los dioses no hacen jamás el mal. Los dioses se detienen donde quieren detenerse, la casualidad no es más fuerte que ellos, y ellos son por el contrario los que sujetan la suerte. No, yo soy un hombre, Manuel, y vuestra admiración es tan injusta como vuestras palabras son sacrílegas.

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