Arquímedes pestañeó como un tonto. Se sentía adulado. No tenía ni idea de qué decir.
—Ah, por cierto —añadió el rey—, mi hermana me ha dicho que eres muy buen aulista. ¿Te importaría venir mañana a cenar a mi casa y traer tus instrumentos?
Arquímedes notó que volvía a sonrojarse. Abrió la boca, luego la cerró al ver que no salía de ella sonido alguno, y lo intentó de nuevo.
—Yo… Por supuesto —contestó, sofocado—. Gracias, oh, rey.
—¡Excelente! Bueno, ahora será mejor que vayas a ocuparte de tu demostración y de las catapultas. Yo debo seguir pasando revista a los fuertes. Dale mis mejores deseos a tu padre. ¿Tiene un buen médico?
—Yo… esto… —tartamudeó Arquímedes—, creo que sí.
—Si quieres, enviaré a mi médico personal para que lo vea. —Chasqueó los dedos en dirección a su secretario—. Recuérdame que lo haga. Bien, entonces, ¡te deseo felicidad!
El rey dio media vuelta y empezó a descender por las escaleras. Marco corrió hacia Arquímedes.
—¡Señor! —le susurró a su amo al oído—. ¡El dinero!
—¡Señor! —gritó Arquímedes. Hierón se giró con una mirada interrogativa—. Señor… se suponía que me pagarían cuando se comprobase que la catapulta funcionaba, y había… es decir, creía que tendría un empleo asalariado.
—Ah, sí —dijo Hierón—. Un empleo. ¿Te importa si de momento dejamos de lado ese tema? No estoy del todo seguro de qué sería más adecuado para ti.
—Habéis dicho que Eudaimon quedaba bajo mis órdenes —dijo Arquímedes débilmente—. Él tiene un puesto asalariado, ¿no es cierto?
—Por supuesto que sí. —Los ojos oscuros del rey centellearon un momento en dirección a Elimo, y añadió—: Y tú, esclavo, dile a tu capataz que por mucho que yo valore su destreza con las catapultas, fue muy estúpido por su parte suponer que despediría a un ingeniero cuando estoy esperando un sitio a la ciudad. Eudaimon se quedará siempre y cuando obedezca las órdenes de Arquímedes… algo que creo que ahora está dispuesto a hacer. ¡Salud!
Se volvió y continuó descendiendo por la escalera sin mirar hacia atrás. Su séquito, con una mezcla de miradas de especulación, curiosidad y duda, se agrupó y siguió sus pasos. Calipo fue el último en marcharse; durante un largo minuto titubeó en la parte superior de la escalera, observando a Arquímedes con una expresión extraña. Ya no lo miraba de soslayo, sino de una forma indefinible: la rabia continuaba allí, pero había, además, pena, y quizá también admiración.
Sin embargo, no dijo nada, y cuando por fin los demás hubieron descendido, apartó la vista y los siguió.
Arquímedes se sentó en el suelo junto a su catapulta.
—¿Soy ingeniero real o no? —preguntó, a nadie en particular.
—No os ha pagado ni una moneda —dijo amargamente Marco—. Yo diría que no lo sois.
—Pero me ha pedido más catapultas —replicó, reflexionando—, y una demostración. Y me ha invitado a cenar.
A cenar, y a tocar un poco de música. ¿Estaría Delia en el banquete? No: las mujeres respetables no asistían a cenas con hombres. ¿Podría verla? Era posible que incluso tuviese otra oportunidad de tocar con ella. ¡Un pensamiento delicioso!
Levantó la cabeza para sonreír a los dos esclavos y se encontró con que ambos lo miraban como si fuese un perro peligroso. Pestañeó.
—Yo habría preferido que os pagara —dijo Marco sin rodeos—. Os debe cincuenta dracmas, y no habéis llegado a ningún acuerdo sobre el precio del resto. Señor, tenéis…
—¿Es verdad que podéis mover un barco vos solo? —interrumpió Elimo.
Arquímedes se iluminó de repente. Siempre había deseado comprobar cuánto peso era capaz de mover un hombre disponiendo de una cantidad ilimitada de cuerda, pero nadie hasta entonces le había ofrecido esa cuerda. Se puso en pie de un salto, devorado por la impaciencia.
—Elimo —ordenó—, vuelve al taller y diles a los hombres que Bienvenida ha superado la prueba. Diles que salgan a buscar madera para construir una catapulta de un talento, la misma cantidad que la otra vez, y diles que mañana encargaré madera para construir otra de cincuenta kilos. Marco, tú ve a casa y comunícales las noticias.
—Y vos, ¿adónde vais? —preguntó con recelo Marco.
—¡A los muelles, para la demostración! —Y bajó corriendo la escalera, feliz y sonriente.
Marco gruñó.
—¡Demostraciones de mecánica teórica! —dijo, enfadado—. ¡Cenas y música! —Dio un puntapié a la peana de la catapulta—. ¿Qué se supone que debo explicar en casa? ¿Que ha llegado al acuerdo de trabajar a cambio de nada? —Después de un momento de silencio, le preguntó a Elimo—: ¿Fue Eudaimon quien puso la cuchilla entre las cuerdas?
Elimo movió afirmativamente la cabeza. Ya no tenía sentido mentir al respecto, y menos a otro esclavo.
—¿Para qué mi amo no consiguiese su puesto?
Elimo volvió a asentir. No le sorprendía que Marco lo hubiese sospechado, pues todo el mundo en el taller estaba al tanto de lo que allí sucedía, y todos conocían la incompetencia de Eudaimon.
Marco permaneció un momento sin moverse, pensando. Era evidente que el rey esperaba un intento de sabotaje, pues había lanzado muchas indirectas. Y cuando Eudaimon se había ofrecido para ayudar a poner de nuevo las cuerdas en la catapulta, Hierón le había negado cualquier oportunidad de ocultar las pruebas de su crimen y había puesto como testigo al superior de Eudaimon. Sin embargo, tan pronto como la cuchilla había llegado a manos de Hierón, había desaparecido junto con Eudaimon, y el único resultado del incidente parecía ser que el rey esperaba ahora que el constructor obedeciera a Arquímedes sin rechistar.
La única conclusión era que el rey disponía de pruebas suficientes para culpar a Eudaimon de traición, pero que había decidido utilizarlas para chantajearlo. ¿Por qué? ¿Y por qué no le había ofrecido un puesto a Arquímedes? Marco empezó a morderse el labio. Hierón tenía reputación de hombre astuto, de dar vuelcos inesperados en cuestiones políticas y de establecer alianzas imprevistas. Había llegado al poder a través del ejército, pero nunca había utilizado la violencia para abrirse camino. Nunca lo había necesitado. Siracusa le había dado todo lo que quería, aunque después, a veces, la ciudad se encontrara confusa y preguntándose por qué. Marco tuvo de repente la sospecha de que había sido testigo de dos demostraciones de habilidad suprema: una de competencia técnica por parte de Arquímedes, y otra de manipulación por parte de Hierón. No tenía ni idea de lo que pretendían conseguir las manipulaciones de Hierón, pero se sentía incómodamente seguro de que no habían finalizado todavía y de que su amo se encontraba en medio de ellas. ¿Por qué?
Se oyeron pasos en la escalera y apareció corriendo Straton, con una carta. Echó un vistazo a la plataforma de la catapulta y miró molesto a Marco.
—¿Dónde está tu amo? —preguntó.
—Ha ido a la ciudad para preparar la demostración de mecánica ideal —explicó con amargura.
—¡Debería haber esperado a tener la autorización! —gritó Straton, agitando la carta—. ¿Hacia dónde ha ido? ¿Hacia los muelles? ¡Por Heracles! ¿De verdad se cree capaz de mover un barco él solo?
—Sí. ¿Queréis apostar a que no puede?
Straton lo miró, dando golpecitos a la carta, inseguro.
—Me debéis una moneda —le recordó Marco—. ¿Queréis intentar recuperarla?
Straton se mordió la lengua.
—¡No te debo nada! La apuesta era que tu amo le quitaría el trabajo a quienquiera que construyese las catapultas del rey. Y Eudaimon sigue en su puesto.
Elimo estaba boquiabierto.
—Eso son sutilezas —dijo Marco—. Eudaimon era el responsable de las catapultas, y ahora lo es Arquímedes, ¿no?
Straton se encogió de hombros, sintiéndose incómodo.
—El rey Hierón no ha dicho exactamente eso.
—No —coincidió Marco con amargura—. El rey Hierón ni siquiera ha dicho si piensa pagarle a mi amo los cincuenta dracmas que le debe. Pero el significado de nuestra apuesta era que las máquinas de guerra de mi amo serían mejores que las de cualquiera. Y ahora ya sabéis que es verdad, ¡de modo que pagad!
Straton lanzó una mirada de desconcierto hacia Bienvenida. Aunque no supiera de catapultas, comprendía que aquélla era excepcional. Suspiró y hurgó en el interior de su bolsa.
—Naturalmente —dijo Marco, con fingida indiferencia—, si lo deseáis, siempre podéis añadir una moneda más y apostar a que Arquímedes no es capaz de mover un barco con sus manos.
Straton frunció el entrecejo, miró al esclavo y negó con la cabeza.
—No volveré a apostar contra tu amo —declaró. Luego, de repente, sonrió y le entregó a Marco la moneda egipcia—. Ten. Tómala y buena suerte. ¡Sé cómo recuperarla! Apostaré con Filónides tres contra uno a que tu amo mueve ese barco, y no dudo ni un instante que aceptará. —Se puso la lanza sobre el hombro y salió corriendo con la carta, sin dejar de sonreír.
Marco se guardó la moneda en la bolsa. Cabía suponer que debía de estar feliz por haber ganado la apuesta, pero la imagen de la reluciente sonrisa del rey no se alejaba de su cabeza y le enturbiaba ese placer. En los trabajos normales, se sabía lo que se esperaba de uno y lo que se iba a recibir. Pero lo que Hierón ofrecía era algo impreciso, y quién sabía lo que querría a cambio.
—¿Apostaste con ese soldado que tu amo le quitaría el trabajo a cualquier ingeniero que tuviese por encima? —preguntó Elimo, para romper el pesado silencio.
—Eso es —respondió secamente Marco.
—Calipo es bueno —dijo, dubitativo.
Marco le lanzó una mirada de rabia.
—¿Tan bueno como Arquímedes?
Elimo contempló la Bienvenida y movió la cabeza.
—Supongo que no.
Por algún motivo, Marco se sentía cada vez más rabioso y con ganas de volver a casa. Observó una vez más la plataforma de la catapulta y vio que el manto de Arquímedes había quedado allí abandonado, convertido en un bulto de tela arrugada, debajo de la tronera. Fue a recogerlo, pero se detuvo antes y miró en dirección a la carretera del norte.
El rey esperaba que se produjese un sitio; lo había dicho.
«Fue muy estúpido por su parte suponer que despediría a un ingeniero cuando estoy esperando un sitio a la ciudad.» Pronto, quizá, habría allí acampado un ejército romano, en aquellas colinas donde ahora pacían las cabras. Marco cerró los ojos y se imaginó el campamento: las tiendas, perfectamente cuadradas, instaladas detrás de una trinchera, las hogueras humeando y el sonido de voces hablando en latín. Sintió en el fondo de la garganta una oleada de amargura. Llevaba trece años sin oír su lengua. Pronto los romanos o sus aliados estarían allí: su propio pueblo. Habían llegado a Sicilia por una mala causa, y amenazaban a la ciudad que se había convertido para él en algo parecido a un hogar, a gente que había llegado a apreciar. Si los conquistaban, era probable que él mismo muriese. Pero seguían siendo su pueblo. Observó con inquietud la forma amenazante de la catapulta que se erguía a su lado, y pensó que si realmente fuese fiel a los suyos, le cortaría el cuello a Arquímedes.
Aquella tarde Delia fue informada de que su hermano deseaba hablar con ella en su biblioteca, cosa que la sorprendió. Generalmente, Hierón recibía a los líderes del ejército de Siracusa y del Consejo de la ciudad en el salón o en su estudio, y hablaba con los miembros de su familia dondequiera que se encontraran en ese momento. La biblioteca era su refugio particular. Se encaminó hacia allí, pasando por el jardín y la columnata, con una mezcla de curiosidad y temor.
La biblioteca era una sala de reducidas proporciones (albergaba la colección de libros de una persona, no de una ciudad) que comunicaba con el menor de los tres patios de la casa. Tres de sus paredes estaban cubiertas desde el suelo hasta el techo con estanterías, de las que colgaban las etiquetas correspondientes a cada libro; en la cuarta pared, la de la puerta, había una ventana. El único mobiliario consistía en un canapé, una mesita y una lámpara de pie. Cuando Delia entró, encontró a su hermano tumbado en el diván, leyendo con atención un rollo de pergamino bajo la luz de las tres antorchas que ardían en la lámpara.
—¿Hierón? —lo llamó.
Él levantó la vista y le dedicó una sonrisa; luego se incorporó retirando los pies del diván y le indicó con un gesto que tomara asiento, cosa que la joven hizo. Echó una mirada al pergamino que él tenía en las manos y a continuación lo observó con más detalle. Estaba lleno de diagramas geométricos.
Hierón se lo tendió con una sonrisa. La etiqueta del título revelaba que se trataba del Libro 3 de las
Cónicas
de Euclides. Delia agitó la mano con una expresión de rechazo y disgusto.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo Hierón—. Sólo estaba mirando si aparecía una cosa que he visto hoy. Pero no la he encontrado.
Al instante, Delia imaginó el motivo de la convocatoria.
—¿Has visto a Arquímedes, hijo de Fidias? —preguntó, impaciente. Tan pronto como su hermano había llegado de Mesana, le había hablado de él.
Hierón movió afirmativamente la cabeza.
—Debo admitir que tenías razón —dijo, enrollando con cuidado el pergamino—. Es un joven muy, muy inteligente, y sin duda podría ser de gran valor para la ciudad. —Unió todos los rollos, les dio un golpecito en la parte inferior para que no sobresaliera ninguno y los deslizó en el interior de su estuche—. La cuestión es —prosiguió en voz baja—: ¿cuánto vale y cuánto estoy dispuesto a pagar por él? —Descansó la barbilla sobre el estuche, con la mirada perdida.
—¿Ha funcionado la catapulta?
—¡Oh, la catapulta! —exclamó, como sin darle importancia—. Sí, funciona. Para Arquímedes sólo se trata de una buena máquina de tamaño medio, y espera que le dé cincuenta dracmas por ella, además de un puesto de trabajo junto a Eudaimon.
—Oh —dijo Delia, defraudada—. Junto a Eudaimon.
Hierón levantó las cejas.
—Sí, no tengo intención de desprenderme de él. En este momento no puedo permitirme perder ingenieros. Además, su trabajo es aceptable, siempre y cuando disponga de una máquina que poder copiar. Y ahora tiene la de Arquímedes. En cuanto comprenda los mecanismos, espero que se muestre entusiasmado con ella. No obstante, y por desgracia, tendremos que vigilarlo muy de cerca mientras tanto. —Volvió a apoyar la barbilla sobre el estuche—. La pregunta es: ¿qué debo hacer con Arquímedes?
—¡Contratarlo, por supuesto! —exclamó Delia.