Cuando Arquímedes llegó a la puerta de acceso al muelle, ya había oscurecido. Si el tarentino había compartido guardia con Straton, se había marchado a otro sitio, pues el soldado estaba solo, apoyado contra la parte interior de la muralla, protegiéndose el pecho con el escudo y con la lanza en el suelo. En cuanto vio a Arquímedes, se enderezó y se echó el escudo a la espalda.
—¡Ah, aquí estás! —dijo, aliviado—. Le he preguntado sobre lo tuyo a mi capitán, y ha mostrado interés. Dice que necesitan más ingenieros, tanto para el ejército como para la ciudad. Quiere hablar contigo. Está esperándonos en el Aretusa. ¿Te parece bien?
Arquímedes pestañeó y dio mentalmente las gracias a su madre por haberle insistido en que llevara el manto.
—¡Es… estupendo! —balbuceó.
El capitán de Straton debía de ser el responsable de la guarnición de Siracusa mientras el resto del ejército estaba fuera. Si quería, aquel hombre podía proporcionarle trabajo.
El Aretusa era un local situado en el promontorio de la Ortigia, cerca de la fuente de agua dulce que llevaba el nombre de la ninfa. Arquímedes no lo conocía (rara vez se adentraba en la ciudadela), pero a medida que fueron aproximándose se dio cuenta de que era un lugar de cierta clase. Se trataba de un edificio grande, con fachada de piedra, seguramente una antigua mansión de clase alta reconvertida. En el letrero, con ciertas pretensiones artísticas, aparecía representada la ninfa Aretusa, espíritu de la primavera y patrona de la ciudad, recostada entre juncos y con la ciudadela de la Ortigia al fondo. Arquímedes contempló su rotunda desnudez y decidió que sí, que en la posada ofrecerían compañía femenina, además de comida. Resignado, contó las monedas que llevaba en el bolsillo. Era evidente que no sería una noche barata, y estaba claro que sería él quien corriera con los gastos. No podía quejarse: ser obsequiado con una velada de diversión obligaría al capitán a prestarle después su ayuda.
Straton, con la lanza colgada al hombro, entró pisando fuerte en el salón principal y dio su nombre a un atento camarero. Arquímedes observó distraído las pinturas de la pared, que representaban a unos centauros divirtiéndose, así como los candelabros de plata que había repartidos por la estancia, y sumó tres óbolos al probable importe de la cuenta. El camarero sonrió, hizo una afectada reverencia y los condujo a uno de los pequeños comedores privados. En el único banco que se veía, estaba sentado un hombre bajito y enjuto, de poco más de treinta años, que picaba aceitunas de un plato; en cuanto Arquímedes y Straton aparecieron, se incorporó educadamente. Straton saludó y Arquímedes le tendió la mano.
El capitán sonrió y se la estrechó.
—¿Eres ingeniero? —preguntó—. Yo soy Dionisos, hijo de Cairefón, capitán de la guarnición de la Ortigia. Ya he pedido… Espero que todo sea de tu agrado.
Dionisos no portaba coraza, pero el manto rojo de oficial se extendía sobre el asiento y llevaba la espada enfundada. Viendo a Straton dubitativo en el umbral de la puerta, le sonrió.
—Ambos estamos fuera de servicio, hombre —dijo—. Ponte cómodo.
Straton suspiró, aliviado, dejó la lanza y el escudo apoyados contra la pared, junto a la puerta, se sentó en el extremo del banco y se desabrochó el tahalí. Dionisos volvió a sonreír, reconociendo en su soldado el efecto de las largas horas de guardia, los pies magullados, la espalda rígida y el aburrimiento.
Arquímedes se acomodó como pudo entre ambos. Se sentía el más extraño de los tres. El camarero tomó nota y se retiró.
—Straton me ha dicho que acabas de regresar de Alejandría y que quieres prestar servicio a la ciudad durante la guerra —dijo Dionisos.
Arquímedes asintió.
—Sí —contestó torpemente—. Pero no puedo desplazarme a Mesana para unirme al ejército. Al llegar a casa, he sabido que mi padre se está muriendo. No puedo abandonar Siracusa hasta… bueno, ya sabes a qué me refiero. Si hay algo que pueda hacer aquí, en la ciudad… —Se interrumpió con una inseguridad que no sentía. Había permitido que su padre soportara solo la enfermedad, y ahora pensaba quedarse a su lado hasta el final.
—Ah. Lo siento.
—Mal motivo para volver a casa… —dijo Straton, a modo de condolencia—, además de la guerra.
Arquímedes respondió con un sonido inarticulado.
Después de un embarazoso silencio, el capitán preguntó por Alejandría.
Hablaron de la ciudad mientras daban cuenta del primer plato de la cena: el Museo, los eruditos, los templos, la belleza de las cortesanas… Straton permaneció en silencio al principio, nervioso ante la presencia de su superior, pero el capitán estaba alegre y relajado, corría el vino en abundancia, y poco después estaban los tres conversando libremente. Dionisos dio vueltas al aromático líquido rojo de su ancha copa y elogió a Egipto.
—El hogar de Afrodita. Así llaman a Alejandría, ¿no es cierto? Dicen que todo lo que existe sobre la tierra puede encontrarse allí, todo lo que cualquiera pueda desear: dinero, poder, tranquilidad, fama, cultura, filosofía, templos, un buen rey y mujeres tan bellas como las diosas que en su día se acercaron a Paris, el hijo de Príamo, para juzgarlo. ¡Me encantaría ir allí!
—Es el hogar de las musas —coincidió Arquímedes, animado—. Atrae a las mentes más privilegiadas del mundo, igual que la piedra de Heracles atrae al hierro. Yo no deseaba irme.
—Entonces, ¿has regresado a Siracusa por la guerra?
Él asintió con la cabeza.
—Y por la enfermedad de mi padre.
Se produjo de nuevo otro instante de silencio, pero Arquímedes se percató de que estaba más motivado por la mención de la guerra que por la discreción debida a la enfermedad de su padre. La guerra era un tema que pesaba con fuerza en la mente de ambos soldados, pero ninguno de los dos quería hablar de ella. Doce años antes, la república romana había derrotado en el Adriático a una alianza integrada por todas las ciudades griegas de Italia, más media docena de tribus latinas rebeldes y el ejército del reino de Épiro. El comandante de todas aquellas fuerzas había sido el brillante y aventurero rey epirota, Pirro, considerado el mejor general de la época. ¿Cómo podía Siracusa sola conseguir el éxito allí donde la alianza había fracasado? Su única esperanza descansaba en el tratado con Cartago… la cual siempre había ansiado su destrucción. ¿Cómo podía apetecerle a nadie hablar de esa guerra? ¿Qué podía decirse sobre un conflicto en el que incluso el enemigo era preferible a los aliados?
Apareció de nuevo el camarero con un plato de anguila asada con salsa de remolacha, llenó las copas y volvió a irse. Dionisos se sirvió una ración.
—¿Sabes algo sobre catapultas? —preguntó, entrando finalmente en el tema que los había reunido allí.
La primera sensación de incomodidad de Arquímedes se había esfumado: la compañía y la conversación habían sido casi tan agradables como en Alejandría, y la comida era mejor. La cocina siciliana pasaba por ser la mejor del mundo griego.
Tomó un poco de pescado con un trozo de pan, le dio un bocado, y respondió lo que se le ocurrió con más naturalidad.
—Lo fundamental de las catapultas es su tamaño —dijo con la boca llena—. La clave es el diámetro del calibre del peritrete. Para conseguir un alcance mayor es necesario aumentar todas las dimensiones en proporción al calibre. ¡Es el problema délico, visto de otra manera!
El capitán y el guardián lo miraron con cara de no entender nada, y entonces cayó en la cuenta de que sus interlocutores no eran alejandrinos.
—Se trata de construir máquinas más grandes —explicó, disculpándose—, y para eso hay que incrementar proporcionalmente todas las piezas.
—¿Y qué tiene que ver Delos con todo eso? —preguntó Si ratón.
—La gente intentó hacerlo por primera vez cuando los sacerdotes de Apolo en Delos quisieron doblar el tamaño de un altar.
—¿No basta con doblar todas las medidas?
Arquímedes lo miró asombrado.
—¡No, por supuesto que no! Imaginemos que tenemos un cubo que mide dos por dos; eso nos daría un volumen de ocho. Si doblásemos las medidas a cuatro, obtendríamos un volumen de sesenta y cuatro, es decir, ocho veces mayor. Por lo tanto sería necesario…
—A lo que me refería —lo interrumpió Dionisos—era a si sabes construir catapultas.
—Y a todo esto, ¿qué es el peritrete? —agregó Straton.
Arquímedes miró primero al uno y luego al otro.
—¿Sabéis algo sobre catapultas? —inquirió.
—¡Yo no! —declaró alegremente Straton.
—Un poco —dijo Dionisos—. El peritrete es el bastidor.
—¿La pieza a la que van unidos los brazos? —preguntó el soldado.
Arquímedes sumergió el dedo en el vino y dibujó sobre la mesa el peritrete de una catapulta de torsión: dos tablones de madera paralelos y separados con puntales. Luego le añadió dos pares de perforaciones, uno en cada extremo del bastidor, con una columna de cuerdas retorcidas que recorrían el espacio existente entre la perforación superior y la inferior. Cada uno de los conjuntos de cuerdas sujetaba un brazo, que partía del bastidor, proporcionando a la catapulta el aspecto de un arco inmenso, tendido de costado y con un hueco en su parte central para permitir el paso del proyectil. Desde el extremo de un brazo hasta el del otro se extendía una cuerda de arco, y debajo de la parte central del bastidor había un travesaño con un pasador que sujetaba el proyectil.
Los dos soldados se inclinaron sobre la mesa y examinaron el boceto. El camarero regresó para llenar de nuevo las copas y observó con disgusto la mesa manchada, pero viendo la mirada de Dionisos, evitó limpiarla.
—Y bien, ¿cuál es la clave? —preguntó Dionisos.
Arquímedes señaló los agujeros.
—Toda la fuerza de la catapulta se encuentra en las cuerdas. La torsión que hay en ellas es lo que hace que los brazos se comben hacia delante antes de ir hacia atrás. Cuanto más fuerte sea la columna de cuerdas, más fuerza ejercerán éstas y más pesado será el proyectil que se pueda lanzar. Cuanto mayor sea el diámetro del calibre de la perforación por donde pasan las cuerdas, más potente será la catapulta.
—¿Y qué fuerza tendría la que tú construyeses?
Arquímedes pestañeó, dubitativo. La pregunta de Dionisos parecía fuera del hilo de sus explicaciones.
—¡En teoría no existe ningún límite! —exclamó—. La catapulta más potente que pude estudiar en Egipto era de un talento, pero…
—¿De un talento? —interrumpió Dionisos, impaciente—. ¿Podrías construir una de un talento?
Las catapultas lanzadoras de piedras se clasificaban según el peso del proyectil que podían disparar. Un talento (treinta kilos, aproximadamente) era el peso medio que podía cargar con cierta facilidad un hombre, y la catapulta de un talento era la más potente del arsenal de una ciudad. De vez en cuando, algún ingeniero construía para los grandes reyes máquinas superiores, pero las de un talento eran ya excepcionales. En general, las ciudades no disponían de máquinas que superaran los proyectiles de catorce kilos.
—¡Por supuesto! —dijo Arquímedes—. Y aun mayores. Pero se necesitarían equipamientos especiales para cargarlas y arrastrarlas.
Straton se sentía cada vez más incómodo, y carraspeó.
—Señor… la verdad es que ayer dijo que nunca había construido una máquina de guerra.
Dionisos miró a Arquímedes con sorpresa e indignación.
—¡No es necesario haber construido ninguna para saber cómo está hecha! —declaró el joven, defendiéndose contra aquella velada acusación de engaño—. Lo único que se requiere es comprender los principios mecánicos. Y yo los comprendo. Tardaré un poco más de lo que tardaría un ingeniero con experiencia, pero puedo fabricarla.
Dionisos lo observó, poco convencido.
—Mira —dijo Arquímedes—, no tienes que pagarme nada hasta que haya realizado una catapulta que funcione.
Dionisos frunció el entrecejo.
—¿Una catapulta de un talento que funcione?
—Sí, si es eso lo que quieres, y si dispones de la madera y las cuerdas necesarias. Te imaginas el tamaño que tendrá, ¿no?
—Por supuesto. El rey tiene una en Mesana que mide casi seis metros de extremo a extremo. —Estudió a Arquímedes concienzudamente: no estaba seguro de si había encontrado un tesoro o un loco iluso. Pero no tenía ninguna necesidad de decidirlo ya, si el dinero no había de cambiar de manos hasta que la catapulta estuviera finalizada. Volvió de nuevo su atención a la comida—. Cuando el ejército partió para sitiar Mesana —continuó—, el rey Hierón dejó aquí en la ciudad a uno de sus ingenieros, Eudaimon, hijo de Calicles, con órdenes de asegurarse de que todas las atalayas quedaran equipadas con sus correspondientes catapultas. Eso significa básicamente renovar las cuerdas, pero también es necesario construir máquinas nuevas. Algunas de las viejas están destrozadas, y hay varias atalayas que nunca han dispuesto de ellas. Eudaimon es bueno con las catapultas para disparar flechas, pero no lo es tanto con las lanzadoras de piedras. Y por desgracia, son ésas las que más desea el rey. De modo que si te sientes capaz de fabricarlas, el empleo es tuyo.
—¿Cuándo quieres que empiece? —preguntó Arquímedes, feliz.
—Pásate mañana a primera hora por la residencia del rey en la ciudadela. Te presentaré a Leptines, el regente, y él decidirá tus condiciones de trabajo. Sin embargo, te pongo sobre aviso: me hago eco de tu oferta y diré que no te paguen hasta que la primera catapulta que construyas entre en funcionamiento.
Arquímedes sonrió.
—¡Gracias! —exclamó.
Luego observó el boceto que había trazado en la mesa y sintió un escalofrío de emoción. Una lanzadora de piedras de un talento exigiría una planificación detallada para que no resultase difícil de manejar. Se trataba de algo nuevo, interesante. Borró el dibujo con la servilleta, volvió a sumergir el dedo en la copa de vino y empezó a calcular.
Los otros dos permanecieron observándolo. Luego Dionisos miró a Straton y arqueó las cejas.
La mirada de respuesta del soldado fue sombría.
—¿Qué sucede? —le preguntó el capitán.
—Creo que es posible que haya perdido una apuesta —respondió.
Dionisos lo miró, luego miró a Arquímedes, absorto en sus cálculos, y se echó a reír, imaginándose por dónde iría la apuesta.
—¡No importa! —lo consoló—. Tu pérdida será la ganancia de la ciudad… y aquí hay muchachas flautistas que podrían lograr que olvides pesares peores que ése.