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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #narrativa

El coronel no tiene quien le escriba (4 page)

BOOK: El coronel no tiene quien le escriba
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—Para los europeos América del Sur es un hombre de bigotes, con una guitarra y un revólver —dijo el médico, riendo sobre el periódico—. No entienden el problema.

El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres miró al coronel. Luego miró al administrador.

—¿Nada para el coronel?

El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza:

—El coronel no tiene quien le escriba.

Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos.

Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba.

—Nada —preguntó.

—Nada —respondió el coronel.

El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa sin la carta esperada.

«Ya hemos cumplido con esperar», le dijo esa noche su mujer. «Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años.» El coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos.

—Hay que esperar el turno —dijo—. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés.

—Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería —replicó la mujer.

El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para hacerse incluir en el escalafón. Esa fue la última carta que recibió el coronel.

Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la cuenta de que su mujer estaba despierta.

—¿Tienes todavía aquel recorte?

La mujer pensó.

—Sí. Debe estar con los otros papeles.

Salió del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta elástica. Localizó un anuncio de una agencia de abogados que se comprometía a una gestión activa de las pensiones de guerra.

—Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubiéramos tenido tiempo hasta de gastarnos la plata —dijo la mujer, entregando a su marido el recorte de periódico—. Nada sacamos con que nos la metan en el cajón como a los indios.

El coronel leyó el recorte fechado dos años antes. Lo guardó en el bolsillo de la camisa colgada detrás de la puerta.

—Lo malo es que para el cambio de abogado se necesita dinero.

—Nada de eso —decidió la mujer—. Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea de la misma pensión cuando la cobren. Es la única manera de que se interesen en el asunto.

Así que el sábado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontró tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada más que los dos colmillos en la mandíbula superior. Metió los pies en unas pantuflas con suelas de madera y abrió la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles embutidos en los espacios de los rollos: recortes del «Diario Oficial» pegados con goma en viejos cuadernos de contabilidad y una colección salteada de los boletines de la contraloría. La pianola sin teclas servía al mismo tiempo de escritorio. El abogado se sentó en una silla de resortes. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el propósito de su visita.

«Yo le advertí que la cosa no era de un día para el otro», dijo el abogado en una pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la silla y se abanicó con un cartón de propaganda.

—Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse.

—Es lo mismo desde hace quince años —replicó el coronel—. Esto empieza a parecerse al cuento del gallo capón.

El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La silla era demasiado estrecha para sus nalgas otoñales. «Hace quince años era más fácil», dijo. «Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por elementos de los dos partidos.» Se llenó los pulmones de un aire abrasante y pronunció la sentencia como si acabara de inventarla:

—La unión hace la fuerza.

—En este caso no la hizo —dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su soledad—. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo. El abogado no se alteró.

—La ley fue promulgada demasiado tarde —dijo—. No todos tuvieron la suerte de usted que fue coronel a los veinte años. Además, no se incluyó una partida especial, de manera que el gobierno ha tenido que hacer remiendos en el presupuesto.

Siempre la misma historia. Cada vez que el coronel la escuchaba padecía un sordo resentimiento. «Esto no es una limosna», dijo. «No se trata de hacernos un favor. Nosotros nos rompimos el cuero para salvar la república.» El abogado se abrió de brazos.

—Así es, coronel —dijo—. La ingratitud humana no tiene límites.

También esa historia la conocía el coronel. Había empezado a escucharla al día siguiente del tratado de Neerlandia cuando el gobierno prometió auxilios de viaje e indemnizaciones a doscientos oficiales de la revolución. Acampado en torno a la gigantesca ceiba de Neerlandia un batallón revolucionario compuesto en gran parte por adolescentes fugados de la escuela, esperó durante tres meses. Luego regresaron a sus casas por sus propios medios y allí siguieron esperando. Casi sesenta años después todavía el coronel esperaba.

Excitado por los recuerdos asumió una actitud trascendental. Apoyó en el hueso del muslo la mano derecha —puros huesos cosidos con fibras nerviosas— y murmuró:

—Pues yo he decidido tomar una determinación.

El abogado quedó en suspenso.

—¿Es decir?

—Cambio de abogado.

Una pata seguida por varios patitos amarillos entró al despacho. El abogado se incorporó para hacerla salir. «Como usted diga, coronel», dijo, espantando los animales. «Será como usted diga. Si yo pudiera hacer milagros no estaría viviendo en este corral.» Puso una verja de madera en la puerta del patio y regresó a la silla.

—Mi hijo trabajó toda su vida —dijo el coronel—. Mi casa está hipotecada. La ley de jubilaciones ha sido una pensión vitalicia para los abogados.

—Para mí no —protestó el abogado—. Hasta el último centavo se ha gastado en diligencias.

El coronel sufrió con la idea de haber sido injusto.

—Eso es lo que quise decir —corrigió. Se secó la frente con la manga de la camisa—. Con este calor se oxidan las tuercas de la cabeza.

Un momento después el abogado revolvió el despacho en busca del poder. El sol avanzó hacia el centro de la escueta habitación construida con tablas sin cepillar. Después de buscar inútilmente por todas partes, el abogado se puso a gatas, bufando, y cogió un rollo de papeles bajo la pianola.

Aquí está.

Entregó al coronel una hoja de papel sellado. «Tengo que escribirles a mis agentes para que anulen las copias», concluyó. El coronel sacudió el polvo y se guardó la hoja en el bolsillo de la camisa.

—Rómpala usted mismo —dijo el abogado.

«No», respondió el coronel. «Son veinte años de recuerdos.» Y esperó a que el abogado siguiera buscando. Pero no lo hizo. Fue hasta la hamaca a secarse el sudor. Desde allí miró al coronel a través de una atmósfera reverberante.

—También necesito los documentos —dijo el coronel.

—Cuáles. —La justificación. El abogado se abrió de brazos. —Eso sí que será imposible, coronel. El coronel se alarmó. Como tesorero de la revolución en la circunscripción de Macondo había realizado un penoso viaje de seis días con los fondos de la guerra civil en dos baúles amarrados al lomo de una mula. Llegó al campamento de Neerlandia arrastrando la mula muerta de hambre media hora antes de que se firmara el tratado. El coronel Aureliano Buendía —intendente general de las fuerzas revolucionarias en el litoral Atlántico— extendió el recibo de los fondos e incluyó los dos baúles en el inventario de la rendición.

—Son documentos de un valor incalculable —dijo el coronel—. Hay un recibo escrito de su puño y letra del coronel Aureliano Buendía.

—De acuerdo —dijo el abogado—. Pero esos documentos han pasado por miles y miles de manos en miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del ministerio de guerra.

—Unos documentos de esa índole no pueden pasar inadvertidos para ningún funcionario —dijo el coronel.

—Pero en los últimos quince años han cambiado muchas veces los funcionarios —precisó el abogado—. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambió sus empleados por lo menos cien veces.

—Pero nadie pudo llevarse los documentos para su casa —dijo el coronel—. Cada nuevo funcionario debió encontrarlos en su sitio.

El abogado se desesperó.

—Además, si esos papeles salen ahora del ministerio tendrán que someterse a un nuevo turno para el escalafón. —No importa —dijo el coronel. —Será cuestión de siglos. —No importa. El que espera lo mucho espera lo poco.

IV

Llevó a la mesita de la sala un bloc .de papel rayado, la pluma, el tintero y una hoja de papel secante, y dejó abierta la puerta del cuarto por si tenía que consultar algo con su mujer. Ella rezó el rosario.

—¿A cómo estamos hoy?

—27 de octubre.

Escribió con una compostura aplicada, puesta la mano con la pluma en la hoja de papel secante, recta la columna vertebral para favorecer la respiración, como le enseñaron en la escuela. El calor se hizo insoportable en la sala cerrada. Una gota de sudor cayó en la carta. El coronel la recogió en el papel secante. Después trató de raspar las palabras disueltas, pero hizo un borrón. No se desesperó. Escribió una llamada y anotó al margen: «derechos adquiridos». Luego leyó todo el párrafo.

—¿Qué día me incluyeron en el escalafón?

La mujer no interrumpió la oración para pensar. —12 de agosto de 1949.

Un momento después empezó a llover. El coronel llenó una hoja de garabatos grandes, un poco infantiles, los mismos que le enseñaron en la escuela pública de Manaure. Luego una segunda hoja hasta la mitad, y firmó.

Leyó la carta a su mujer. Ella aprobó cada frase con la cabeza. Cuando terminó la lectura el coronel cerró el sobre y apagó la lámpara.

—Puedes decirle a alguien que te la saque a máquina.

—No —respondió el coronel—. Ya estoy cansado de andar pidiendo favores.

Durante media hora sintió la lluvia contra las palmas del techo. El pueblo se hundió en el diluvio. Después del toque de queda empezó la gota en algún lugar de la casa.

—Esto se ha debido hacer desde hace mucho tiempo —dijo la mujer—. Siempre es mejor entenderse directamente.

—Nunca es demasiado tarde —dijo el coronel, pendiente de la gotera—. Puede ser que todo esté resuelto cuando se cumpla la hipoteca de la casa.

—Faltan dos años —dijo la mujer.

Él encendió la lámpara para localizar la gotera en la sala. Puso debajo el tarro del gallo y regresó al dormitorio perseguido por el ruido metálico del agua en la lata vacía.

—Es posible que por el interés de ganarse la plata lo resuelvan antes de enero —dijo, y se convenció a sí mismo—. Para entonces Agustín habrá cumplido su año y podremos ir al cine.

Ella rió en voz baja. «Ya ni siquiera me acuerdo de los monicongos», dijo. El coronel trató de verla a través del mosquitero.

—¿Cuándo fuiste al cine por última vez?

—En 1931 —dijo ella—. Daban «La voluntad del muerto».

—¿Hubo puños?

—No se supo nunca. El aguacero se desgajó cuando el fantasma trataba de robarle el collar a la muchacha.

Los durmió el rumor de la lluvia. El coronel sintió un ligero malestar en los intestinos. Pero no se alarmó. Estaba a punto de sobrevivir a un nuevo octubre. Se envolvió en una manta de lana y por un momento percibió la pedregosa respiración de la mujer —remota— navegando en otro sueño. Entonces habló, perfectamente consciente.

La mujer despertó.

—¿Con quién hablas?

—Con nadie —dijo el coronel—. Estaba pensando que en la reunión de Macondo tuvimos razón cuando le dijimos al coronel Aureliano Buendía que no se rindiera. Eso fue lo que echó a perder el mundo.

Llovió toda la semana. El dos de noviembre —contra la voluntad del coronel—, la mujer llevó flores a la tumba de Agustín. Volvió del cementerio con una nueva crisis. Fue una semana dura. Más dura que las cuatro semanas de octubre a las cuales el coronel no creyó sobrevivir. El médico estuvo a ver a la enferma y salió de la pieza gritando: «Con un asma como ésa yo estaría preparado para enterrar a todo el pueblo». Pero habló a solas con el coronel y prescribió un régimen especial.

También el coronel sufrió una recaída. Agonizó muchas horas en el excusado, sudando hielo, sintiendo que se pudría y se caía a pedazos la flora de sus vísceras. «Es el invierno», se repitió sin desesperarse. «Todo será distinto cuando acabe de llover.» Y lo creyó realmente, seguro de estar vivo en el momento en que llegara la carta.

A él le correspondió esta vez remendar la economía doméstica. Tuvo que apretar los dientes muchas veces para solicitar crédito en las tiendas vecinas. «Es hasta la semana entrante», decía, sin estar seguro él mismo de que era cierto. «Es una platita que ha debido llegarme desde el viernes.» Cuando surgió de la crisis la mujer lo reconoció con estupor.

—Estás en el hueso pelado —dijo.

—Me estoy cuidando para venderme —dijo el coronel—. Ya estoy encargado por una fábrica de clarinetes.

Pero en realidad estaba apenas sostenido por la esperanza de la carta. Agotado, los huesos molidos por la vigilia, no pudo ocuparse al mismo tiempo de sus necesidades y del gallo. En la segunda quincena de noviembre creyó que el animal se moriría después de dos días sin maíz. Entonces se acordó de un puñado de habichuelas que había colgado en julio sobre la hornilla. Abrió las vainas y puso al gallo un tarro de semillas secas.

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