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Authors: Gabriel García Márquez

Tags: #narrativa

El coronel no tiene quien le escriba (6 page)

BOOK: El coronel no tiene quien le escriba
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El administrador buscó en las casillas clasificadas. Cuando acabó de leer repuso las cartas en la letra correspondiente pero no dijo nada. Se sacudió la palma de las manos y dirigió al coronel una mirada significativa.

—Tenía que llegarme hoy con seguridad —dijo el coronel.

El administrador se encogió de hombros.

—Lo único que llega con seguridad es la muerte, coronel.

Su esposa lo recibió con un plato de mazamorra de maíz. Él la comió en silencio con largas pausas para pensar entre cada cucharada. Sentada frente a él la mujer advirtió que algo había cambiado en la casa.

—Qué te pasa —preguntó.

—Estoy pensando en el empleado de quien depende la pensión —mintió el coronel—. Dentro de cincuenta años nosotros estaremos tranquilos bajo tierra mientras ese pobre hombre agonizará todos los viernes esperando su jubilación.

«Mal síntoma», dijo la mujer. «Eso quiere decir que ya empiezas a resignarte.» Siguió con su mazamorra. Pero un momento después se dio cuenta de que su marido continuaba ausente.

Ahora lo que debes hacer es aprovechar la mazamorra.

—Está muy buena —dijo el coronel—. ¿De dónde salió?

—Del gallo —respondió la mujer—. Los muchachos le han traído tanto maíz, que decidió compartirlo con nosotros. Así es la vida.

—Así es —suspiró el coronel—. La vida es la cosa mejor que se ha inventado.

Miró al gallo amarrado en el soporte de la hornilla y esta vez le pareció un animal diferente. También la mujer lo miró.

—Esta tarde tuve que sacar a los niños con un palo —dijo—. Trajeron una gallina vieja para enrazarla con el gallo.

—No es la primera vez —dijo el coronel—. Es lo mismo que hacían en los pueblos con el coronel Aureliano Buendía. Le llevaban muchachitas para enrazar.

Ella celebró la ocurrencia. El gallo produjo un sonido gutural que llegó hasta el corredor como una sorda conversación humana. «A veces pienso que ese animal va a hablar», dijo la mujer. El coronel volvió a mirarlo.

—Es un gallo contante y sonante —dijo. Hizo cálculos mientras sorbía una cucharada de mazamorra—. Nos dará para comer tres años.

—La ilusión no se come —dijo ella.

—No se come, pero alimenta —replicó el coronel—. Es algo así como las pastillas milagrosas de mi compadre Sabas.

Durmió mal esa noche tratando de borrar cifras en su cabeza. Al día siguiente al almuerzo la mujer sirvió dos platos de mazamorra y consumió el suyo con la cabeza baja, sin pronunciar una palabra. El coronel se sintió contagiado de un humor sombrío.

—Qué te pasa.

—Nada —dijo la mujer.

Él tuvo la impresión de que esta vez le había correspondido a ella el turno de mentir. Trató de consolarla. Pero la mujer insistió.

—No es nada raro —dijo—. Estoy pensando que el muerto va a tener dos meses y todavía no he dado el pésame.

Así que fue a darlo esa noche. El coronel la acompañó a la casa del muerto y luego se dirigió al salón de cine atraído por la música de los altavoces. Sentado a la puerta de su despacho el padre Ángel vigilaba el ingreso para saber quiénes asistían al espectáculo a pesar de sus doce advertencias. Los chorros de luz, la música estridente y los gritos de los niños oponían una resistencia física en el sector. Uno de los niños amenazó al coronel con una escopeta de palo.

—Qué hay del gallo, coronel —dijo con voz autoritaria.

El coronel levantó las manos.

Ahí está el gallo.

Un cartel a cuatro tintas ocupaba enteramente la fachada del salón: «Virgen de medianoche». Era una mujer en traje de baile con una pierna descubierta hasta el muslo. El coronel siguió vagando por los alrededores hasta cuando estallaron truenos y relámpagos remotos. Entonces volvió por su mujer.

No estaba en la casa del muerto. Tampoco en la suya. El coronel calculó que faltaba muy poco para el toque de queda, pero el reloj estaba parado. Esperó, sintiendo avanzar la tempestad hacia el pueblo. Se disponía a salir de nuevo cuando su mujer entró a la casa.

Llevó el gallo al dormitorio. Ella se cambió la ropa y fue a tomar agua en la sala en el momento en que el coronel terminaba de dar cuerda al reloj y esperaba el toque de queda para poner la hora.

—¿Dónde estabas? —preguntó el coronel.

«Por ahí», respondió la mujer. Puso el vaso en el tinajero sin mirar a su marido y volvió al dormitorio. «Nadie creía que fuera a llover tan temprano.» El coronel no hizo ningún comentario. Cuando sonó el toque de queda puso el reloj en las once, cerró el vidrio y colocó la silla en su puesto.

Encontró a su mujer rezando el rosario.

—No me has contestado una pregunta —dijo el coronel.

—Cuál. —¿Dónde estabas? —Me quedé hablando por ahí —dijo ella—. Hacía tanto tiempo que no salía a la calle. El coronel colgó la hamaca. Cerró la casa y fumigó la habitación. Luego puso la lámpara en el suelo y se acostó. —Te comprendo —dijo tristemente—. Lo peor de la mala situación es que lo obliga a uno a decir mentiras.

Ella exhaló un largo suspiro.

—Estaba donde el padre Ángel —dijo—. Fui a solicitarle un préstamo sobre los anillos de matrimonio.

—¿Y qué te dijo?

—Que es pecado negociar con las cosas sagradas.

Siguió hablando desde el mosquitero. «Hace dos días traté de vender el reloj», dijo. «A nadie le interesa porque están vendiendo a plazos unos relojes modernos con números luminosos. Se puede ver la hora en la oscuridad.» El coronel comprobó que cuarenta años de vida común, de hambre común, de sufrimientos comunes, no le habían bastado para conocer a su esposa. Sintió que algo había envejecido también en el amor.

—Tampoco quieren el cuadro —dijo ella—. Casi todo el mundo tiene el mismo. Estuve hasta donde los turcos.

El coronel se encontró amargo.

—De manera que ahora todo el mundo sabe que nos estamos muriendo de hambre.

—Estoy cansada —dijo la mujer—. Los hombres no se dan cuenta de los problemas de la casa. Varias veces he puesto a hervir piedras para que los vecinos no sepan que tenemos muchos días de no poner la olla.

El coronel se sintió ofendido.

—Eso es una verdadera humillación —dijo.

La mujer abandonó el mosquitero y se dirigió a la hamaca. «Estoy dispuesta a acabar con los remilgos y las contemplaciones en esta casa», dijo. Su voz empezó a oscurecerse de cólera. «Estoy hasta la coronilla de resignación y dignidad.»

El coronel no movió un músculo.

—Veinte años esperando los pajaritos de colores que te prometieron después de cada elección y de todo eso nos queda un hijo —prosiguió ella—. Nada más que un hijo muerto.

El coronel estaba acostumbrado a esa clase de recriminaciones.

—Cumplimos con nuestro deber —dijo.

Y ellos cumplieron con ganarse mil pesos mensuales en el senado durante veinte años —replicó la mujer—. Ahí tienes a mi compadre Sabas con una casa de dos pisos que no le alcanza para meter la plata, un hombre que llegó al pueblo vendiendo medicinas con una culebra enrollada en el pescuezo.

—Pero se está muriendo de diabetes —dijo el coronel.

—Y tú te estás muriendo de hambre —dijo la mujer—. Para que te convenzas que la dignidad no se come.

La interrumpió el relámpago. El trueno se despedazó en la calle, entró al dormitorio y pasó rodando por debajo de la cama como un tropel de piedras. La mujer saltó hacia el mosquitero en busca del rosario.

El coronel sonrió.

—Esto te pasa por no frenar la lengua ——dijo—. Siempre te he dicho que Dios es mi copartidario.

Pero en realidad se sentía amargado. Un momento después apagó la lámpara y se hundió a pensar en una oscuridad cuarteada por los relámpagos. Se acordó de Macondo. El coronel esperó diez años a que se cumplieran las promesas de Neerlandia. En el sopor de la siesta vio llegar un tren amarillo y polvoriento con hombres y mujeres y animales asfixiándose de calor, amontonados hasta en el techo de los vagones. Era la fiebre del banano. En veinticuatro horas transformaron el pueblo. «Me voy», dijo entonces el coronel. «El olor del banano me descompone los intestinos.» Y abandonó a Macondo en el tren de regreso, el miércoles veintisiete de junio de mil novecientos seis a las dos y dieciocho minutos de la tarde. Necesitó medio siglo para darse cuenta de que no había tenido un minuto de sosiego después de la rendición de Neerlandia.

Abrió los ojos.

—Entonces no hay que pensarlo más —dijo.

—Qué. —La cuestión del gallo —dijo el coronel—. Mañana mismo se lo vendo a mi compadre Sabas por novecientos pesos.

VI

A través de la ventana penetraron a la oficina los gemidos de los animales castrados revueltos con los gritos de don Sabas. «Si no viene dentro de diez minutos, me voy», se prometió el coronel, después de dos horas de espera. Pero esperó veinte minutos más. Se disponía a salir cuando don Sabas entró a la oficina seguido por un grupo de peones. Pasó varias veces frente al coronel sin mirarlo.

Sólo lo descubrió cuando salieron los peones.

—¿Usted me está esperando, compadre?

—Sí, compadre —dijo el coronel—. Pero si está muy ocupado puedo venir más tarde.

Don Sabas no lo escuchó desde el otro lado de la puerta.

—Vuelvo enseguida —dijo.

Era un mediodía ardiente. La oficina resplandecía con la reverberación de la calle.

Embotado por el calor, el coronel cerró los ojos involuntariamente y en seguida empezó a soñar con su mujer. La esposa de don Sabas entró de puntillas.

—No despierte, compadre —dijo—. Voy a cerrar las persianas porque esta oficina es un infierno.

El coronel la persiguió con una mirada completamente inconsciente. Ella le habló en la penumbra cuando cerró la ventana.

—¿Usted sueña con frecuencia?

A veces —respondió el coronel, avergonzado de haber dormido—. Casi siempre sueño que me enredo en telarañas.

—Yo tengo pesadillas todas las noches —dijo la mujer—. Ahora se me ha dado por saber quién es esa gente desconocida que uno se encuentra en los sueños.

Conectó el ventilador eléctrico. «La semana pasada se me apareció una mujer en la cabecera de la cama», dijo. «Tuve el valor de preguntarle quién era y ella me contestó: Soy la mujer que murió hace doce años en este cuarto.»

—La casa fue construida hace apenas dos años —dijo el coronel.

—Así es —dijo la mujer—. Eso quiere decir que hasta los muertos se equivocan.

El zumbido del ventilador eléctrico consolidó la penumbra. El coronel se sintió impaciente, atormentado por el sopor y por la bordoneante mujer que pasó directamente de los sueños al misterio de la reencarnación. Esperaba una pausa para despedirse cuando don Sabas entró a la oficina con su capataz.

—Te he calentado la sopa cuatro veces —dijo la mujer.

—Si quieres caliéntala diez veces —dijo don Sabas—. Pero ahora no me friegues la paciencia.

Abrió la caja de caudales y entregó a su capataz un rollo de billetes junto con una serie de instrucciones. El capataz descorrió las persianas para contar el dinero. Don Sabas vio al coronel en el fondo de la oficina pero no reveló ninguna reacción. Siguió conversando con el capataz. El coronel se incorporó en el momento en que los dos hombres se disponían a abandonar de nuevo la oficina. Don Sabas se detuvo antes de abrir la puerta.

—¿Qué es lo que se le ofrece, compadre?

El coronel comprobó que el capataz lo miraba. —Nada, compadre ——dijo—. Que quisiera hablar con usted. —Lo que sea dígamelo en seguida —dijo don Sabas—. No puedo perder un minuto. Permaneció en suspenso con la mano apoyada en el pomo de la puerta. El coronel sintió pasar los cinco segundos más largos de su vida. Apretó los dientes.

—Es para la cuestión del gallo —murmuró.

Entonces don Sabas acabó de abrir la puerta. «La cuestión del gallo», repitió sonriendo, y empujó al capataz hacia el corredor. «El mundo cayéndose y mi compadre pendiente de ese gallo.»

Y luego, dirigiéndose al coronel:

—Muy bien, compadre. Vuelvo enseguida.

El coronel permaneció inmóvil en el centro de la oficina hasta cuando acabó de oír las pisadas de los dos hombres en el extremo del corredor. Después salió a caminar por el pueblo paralizado en la siesta dominical. No había nadie en la sastrería. El consultorio del médico estaba cerrado. Nadie vigilaba la mercancía expuesta en los almacenes de los sirios. El río era una lámina de acero. Un hombre dormía en el puerto sobre cuatro tambores de petróleo, el rostro protegido del sol por un sombrero. El coronel se dirigió a su casa con la certidumbre de ser la única cosa móvil en el pueblo.

La mujer lo esperaba con un almuerzo completo.

—Hice un fiado con la promesa de pagar mañana temprano —explicó.

Durante el almuerzo el coronel le contó los incidentes de las tres últimas horas. Ella lo escuchó impaciente.

—Lo que pasa es que a ti te falta carácter ——dijo luego—. Te presentas como si fueras a pedir una limosna cuando debías llegar con la cabeza levantada y llamar aparte a mi compadre y decirle: «Compadre, he decidido venderle el gallo».

—Así la vida es un soplo —dijo el coronel.

Ella asumió una actitud enérgica. Esa mañana había puesto la casa en orden y estaba vestida de una manera insólita, con los viejos zapatos de su marido, un delantal de hule y un trapo amarrado en la cabeza con dos nudos en las orejas. «No tienes el menor sentido de los negocios», dijo. «Cuando se va a vender una cosa hay que poner la misma cara con que se va a comprar.»

El coronel descubrió algo divertido en su figura.

—Quédate así corno estás —la interrumpió sonriendo—. Eres idéntica al hombrecito de la avena Querer.

Ella se quitó el trapo de la cabeza.

—Te estoy hablando en serio —dijo—. Ahora mismo llevo el gallo a mi compadre y te apuesto lo que quieras que regreso dentro de media hora con los novecientos pesos.

—Se te subieron los ceros a la cabeza ——dijo el coronel—. Ya empiezas a jugar la plata del gallo.

Le costó trabajo disuadirla. Ella había dedicado la mañana a organizar mentalmente el programa de tres años sin la agonía de los viernes. Preparó la casa para recibir los novecientos pesos. Hizo una lista de las cosas esenciales de que carecían, sin olvidar un par de zapatos nuevos para el coronel. Destinó en el dormitorio un sitio para el espejo. La momentánea frustración dé sus proyectos le produjo una confusa sensación de vergüenza y resentimiento.

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