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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (13 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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La razón auténtica por la que hoy día tantos artistas hacen política, «el compromiso» y demás, es que corren tras una disciplina, la que sea, con tal de que les salve de la ponzoña de la palabra «artista», que tanto usa el enemigo.

Recuerdo muy claramente el, momento en que nació esta novela. El pulso me latía con violencia, y después, cuando supe que iba a escribir, pensé sobre lo que escribiría. El «tema» no tenía casi ninguna importancia. Sin embargo, ahora lo que me interesa es precisamente esto: ¿por qué no escribí una relación de lo ocurrido, en lugar de dar forma a una «historia» que no tenía nada que ver con lo que le había dado vida? Claro, la relación directa, simple y sin forma, no hubiera sido una «novela» y no se hubiese publicado; pero yo, de verdad, no estaba interesada en «ser un escritor» ni en hacer dinero, No me refiero al juego que los escritores efectúan en privado, cuando escriben, el juego psicológico: este incidente del libro proviene de este otro, real; ese carácter es una transposición de ese otro, vivo; aquella relación es gemela, psicológicamente, de aquella otra... Yo, simplemente, me pregunto: ¿Por qué una historia? Y no es que fuera una historia mala, falsa o denigradora de algo. ¿Por qué no, simplemente, la verdad?

Me pongo enferma cuando leo la parodia de la sinopsis o las cartas de la empresa cinematográfica; sin embargo, sé que lo que entusiasmó tanto a la productora fue, precisamente, lo que hizo que la novela tuviese éxito. La novela «trata» de un problema racial. En ella no he dicho nada que no fuera verdad. Pero la emoción que la hizo surgir era aterradora; era la excitación malsana, febril e ilícita de la época de la guerra, una nostalgia soterrada, un anhelo de desenfreno, de libertad, de selvatiquez, de indeterminación. Para mí, está tan claro que ahora no puedo leer la novela sin sentir vergüenza, como si fuera desnuda por la calle. No obstante, nadie más parece haberlo notado. Ninguno de los críticos, ninguno de mis amigos cultos y literarios lo vio. Es una novela inmoral porque esta nostalgia soterrada ilumina cada una de las frases. Y sé que para escribir otra, para escribir estos cincuenta informes sobre la sociedad, utilizando los datos que guardo en mi poder, tendría que excitar en mí, deliberadamente, esta misma emoción. Y esta emoción haría que estos cincuenta libros fueran novelas y no reportajes.

Cuando me remonto a pensar en aquella época, en aquellos fines de semana pasados en el hotel Mashopi con aquel grupo, primero tengo que desconectar algo en mí, pues de lo contrario empezaría a surgir una «historia», una novela, y no la verdad. Es como recordar una relación amorosa especialmente intensa, una obsesión sexual. Resulta fantástico comprobar cómo, a medida que se profundiza en la nostalgia, las «historias» empiezan a tomar forma bajo la excitación, reproduciéndose como células bajo un microscopio. Sin embargo, hay tanta fuerza en dicha nostalgia, que estas líneas sólo las puedo escribir deteniéndome cada dos o tres frases. Nada tiene tanta fuerza como este nihilismo, esta disposición furiosa para echarlo todo por la borda, esta voluntad, este anhelo de tomar parte en el desenfreno. Es una emoción que constituye una de las razones más poderosas para la subsistencia de las guerras. Y la gente que haya leído
Las fronteras de la guerra
habrá sido alimentada con esta emoción, aunque no fuera consciente de ello. Por esto me avergüenzo y me siento continuamente como si hubiera cometido un crimen.

El grupo estaba compuesto de gente reunida por casualidad y que sabía que no volvería a encontrarse una vez pasada aquella fase concreta de la guerra. Todos sabían, y reconocían con absoluta franqueza, que no tenían nada en común.

Totalmente al margen del entusiasmo, de la fe y de las horribles dificultades que la guerra estaba creando en otros lugares del mundo, en el nuestro la característica fue, desde el principio, un sentimiento ambiguo. En seguida se vio claro que, para nosotros, la guerra iba a resultar una cosa excelente. El fenómeno no era nada complicado que necesitara la explicación de expertos. La prosperidad material llegó, tangible, al África central y del Sur; de súbito hubo mucho más dinero para todo el mundo, y esto fue así incluso para les africanos, de quienes se esperaba únicamente que tuvieran el mínimo necesario para conservarse con vida para trabajar. No se produjo ninguna carestía seria de los artículos adquiribles con aquel dinero, o si se produjo no fue lo suficientemente grave como para interferir en el disfrute de la vida. Los fabricantes locales empezaron a manufacturar lo que estaban acostumbrados a importar, demostrándose así una vez más que la guerra tiene dos caras. Era una economía tan aletargada, tan descuidada, tan basada en una mano de obra deficiente y atrasada, que requería que la sacudieran desde el exterior. Y la guerra fue la sacudida que necesitaba.

Había otra razón para sentirse cínico; porque la gente empezó a mostrar cinismo, cansada ya de avergonzarse, como hizo al comienzo. La guerra se nos presentaba como una cruzada contra las malévolas doctrinas de Hitler, contra el racismo, etc. Y, sin embargo, toda aquella enorme masa de tierra, casi la mitad del área total de África, estaba regida precisamente según la premisa de Hitler de que algunos seres humanos son mejores que otros a causa de la raza. La masa de africanos de todo el continente —o, al menos, aquellos que tenían alguna cultura— se divertía sardónicamente ante el espectáculo de sus amos blancos predicando la cruzada contra el diablo del racismo. Disfrutaban con el espectáculo de los blancos «baases», tan ansiosos por ir a luchar a cualquier frente vecino y contra una doctrina que defenderían hasta la muerte en su propio suelo. Durante toda la guerra, las columnas de los periódicos donde se publicaban las cartas al director estaban repletas de discusiones acerca de si era seguro poner en manos de un soldado africano un fusil, aunque fuese de aire, puesto que acaso disparara contra sus amos blancos, o bien utilizara más tarde el conocimiento, tan útil, de las armas. Se decidió, con toda razón, que no sería seguro.

He aquí dos buenas razones para que la guerra tuviera, en lo que a nosotros se refiere y muy desde el principio, sus divertidas ironías.

(Ya vuelvo a caer en el tono pernicioso, a pesar de que odio este tono. No obstante, vivimos en él durante meses, y años, y nos hizo a todos mucho daño, estoy segura de ello. Aquello era denigrante; era como una parálisis de los sentimientos como un no saber o un negarse a relacionar cosas contradictorias para conseguir una totalidad. Es decir, que resulta posible vivir inmersa en una situación, por terrible que ésta sea. La negativa implica que uno no puede ni cambiar ni destruir; la negativa significa, al final, la muerte o el empobrecimiento del individuo.)

Trataré de exponer someramente los hechos. Para la población en general, la guerra tuvo dos fases. La primera, cuando las cosas marchaban mal y la derrota parecía posible; esta fase terminó del todo en Stalingrado. La segunda fase consistió en aguantar hasta la victoria.

Para nosotros, y al decir nosotros me refiero a la izquierda y a los liberales asociados con la izquierda, la guerra tuvo tres fases. La primera fue cuando Rusia se desentendió de la guerra, lo cual paralizó nuestras tomas de posición políticas (las de medio centenar o un centenar de personas, cuya fuente emocional había sido la fe en la Unión Soviética). Este período terminó cuando Hitler atacó Rusia. Inmediatamente, se produjo una explosión de energía.

La gente se apasiona demasiado acerca del comunismo o, más bien, acerca de sus propios partidos comunistas, y no reflexiona sobre un tema que un día será terreno abonado para los sociólogos. Me refiero a las actividades sociales que se producen como resultado directo o indirecto de la existencia de un Partido comunista, es decir a la gente o grupos de gente que sin darse siquiera cuenta han sido inspirados, animados o infundidos con una nueva racha de vida gracias al Partido comunista. Y esto es cierto en todos los países donde han existido tales partidos, por reducidos que fueran. En nuestra pequeña ciudad, un año después de que Rusia hubiera entrado en la guerra y que la izquierda hubiera cobrado ánimos a causa de ello, aparecieron (aparte las actividades directas del Partido, de las que no estoy hablando ahora) una pequeña orquesta, varias asociaciones de lectores, dos grupos dramáticos, un cineclub, un informe hecho por aficionados sobre las condiciones de los niños africanos de las urbes —que, al publicarse, conmovió las conciencias de los blancos y fue el principio de un tardío sentimiento de culpabilidad—, y media docena de seminarios sobre los problemas africanos. Por primera vez en su historia, aquella ciudad conoció algo que se acercaba a la vida cultural, y que fue disfrutado por centenares de personas que sólo habían oído hablar de los comunistas como de un grupo odioso. Y, naturalmente, muchos de estos fenómenos fueron desaprobados por los mismos comunistas, que entonces estaban en su auge de energía y dogmatismo. Sin embargo, habían sido inspirados por ellos mismos, porque una fe consagrada a la humanidad produce una sucesión de ondas de gran alcance y en todas direcciones.

Para nosotros, pues (y esto fue igual en todas las ciudades de aquella parte de África), empezó un período de intensa actividad. Esta fase de confianza triunfante concluyó en el curso del año 1944, mucho antes del fin de la guerra. El cambio no se debió a un acontecimiento externo, como, por ejemplo, una variación en la política de la Unión Soviética; fue un cambio interno, con vida propia, y al contemplarlo desde el presente puedo ver casi con exactitud el momento en que se operó, con motivo de la formación del grupo comunista. Naturalmente que todos los clubes de debates, grupos, etc., desaparecieron al empezar la guerra fría, y cualquier muestra de interés hacia China y la Unión Soviética se convirtió en algo sospechoso; ya no era de buen tono. (Las organizaciones puramente culturales, como las orquestas, los grupos dramáticos y demás, continuaron.) Pero cuando el sentimiento «de izquierdas», «progresista» o «comunista» —sea cual sea la palabra adecuada, a esta distancia es difícil decidirse— estaba en su auge en la ciudad, el núcleo central de personas que lo había iniciado cayó en un estado de apatía o de aturdimiento o, cuando menos, perdió cierto sentido del deber. Entonces, naturalmente, nadie comprendía por qué; pero era inevitable. Ahora resulta obvio que es inherente a la estructura de un Partido o grupo comunista el origen de un mecanismo divisorio. Todo Partido comunista de cualquier parte del mundo existe, e incluso prospera, por este proceso de ir descartando individuos o grupos; no a causa de méritos o defectos personales, sino de cómo se concuerde con el dinamismo interior del Partido en cualquier momento dado. En nuestro pequeño grupo de aficionados, verdaderamente ridículo, no ocurrió nada que no hubiera sucedido ya en el grupo Iskra de Londres a principios de siglo, o sea en los inicios del comunismo organizado. Si hubiéramos tenido un conocimiento mínimo de la historia de nuestro propio movimiento, nos hubiéramos ahorrado el cinismo, la frustración, el desconcierto... Pero no es esto lo que quiero decir ahora. En nuestro caso, la lógica interna del «centralismo» hizo inevitable el proceso de desintegración, porque no teníamos ningún enlace con cualesquiera movimientos africanos del momento. Esto ocurría antes de que surgiesen los movimientos nacionalistas, antes de que existiera ningún sindicato. Había entonces unos pocos africanos que se reunían secretamente en las narices de la policía, pero que no tenían confianza en nosotros porque éramos blancos. Uno o dos vinieron a pedirnos consejo sobre asuntos técnicos, pero nunca supimos lo que realmente pensaban. La situación era que un grupo de militantes políticos blancos, con una gran capacidad de activismo y equipado con toda clase de información sobre cómo organizar movimientos revolucionarios, estaba operando en el vacío porque las masas negras no habían empezado a agitarse y no lo iban a hacer hasta unos años más tarde. Éste era también el caso del Partido comunista del África del Sur. Nos destruyeron muy aprisa las luchas, los conflictos y los debates dentro del grupo, que hubieran podido contribuir a su crecimiento si no hubiéramos constituido un elemento extraño, sin base. Al cabo de un año, nuestro grupo estaba dividido, con sus subgrupos, sus traidores y su núcleo leal, cuyos miembros, a excepción de uno o dos hombres, cambiaban siempre. Al no comprender el proceso, nuestra energía emocional se fue agotando. Aunque sé que el proceso de autodestrucción empezó casi desde el principio, no puedo situar exactamente el momento en que el tono de nuestras conversaciones y nuestro comportamiento empezaron a cambiar. Trabajábamos lo mismo, pero con un cinismo creciente. Nuestras bromas fuera de las reuniones oficiales iban contra lo que decíamos y lo que pensábamos que creíamos. Este período de mi vida me enseñó a observar las bromas que gastan las personas: un tono ligeramente malicioso, un matiz cínico en la voz pueden llegar a ser en diez años un cáncer que ha destruido toda una personalidad. Lo he visto a menudo y en muchos otros lugares, aparte las organizaciones políticas o comunistas.

El grupo sobre el que quiero escribir se erigió en tal después de una lucha terrible dentro del «Partido». (Tengo que ponerlo entre comillas porque oficialmente nunca estuvo constituido; era más bien una especie de identidad emocional.) Se dividió en dos por causa de algo sin gran importancia...; tan poco importante era, que ni me acuerdo de qué se trataba; sólo recuerdo el asombro horrorizado que todos sentimos ante el hecho de que tanto odio y resentimiento hubieran podido desatarse por una cuestión menor de organización. Los dos grupos acordaron seguir trabajando juntos: hasta aquí llegaba nuestra cordura; pero teníamos programas distintos. Me dan ganas de echarme a reír de desesperación, incluso ahora... ¡Era todo tan insignificante! La verdad es que el grupo parecía una comunidad de exiliados, con la amargura febril de los exiliados, por cualquier nimiedad. Sí, puede decirse que todos —unos veinte— éramos unos exiliados, ya que nuestras ideas eran muy avanzadas en relación con el desarrollo del país. Pero, ahora que recuerdo, la disputa fue a causa de que una mitad de la organización se quejó de que determinados miembros no estaban «enraizados en el país». Nos dividimos por esto.

En cuanto a nuestro pequeño subgrupo, había en él tres hombres de los campos de aviación, que se habían conocido antes en Oxford: Paul, Jimmy y Ted. Luego estaban George Hounslow, que trabajaba en las carreteras, y Willi Rodde, el refugiado alemán. Finalmente, dos chicas, yo y Maryrose, quien había nacido en el país. Yo era diferente de los demás del grupo, la única que estaba libre, libre en el sentido de que había elegido ir a la Colonia, y podía marcharme cuando quisiera. ¿Por qué no me marché? Odiaba el país, lo había odiado desde el momento de mi llegada en 1939 para casarme y convertirme en la esposa de un cultivador de tabaco. Había conocido a Steven en Londres el año anterior, estando él de vacaciones. Al día siguiente a mi llegada ya sabía que, aunque me gustaba Steven, no podría soportar aquella vida; pero en lugar de volver a Londres, fui a la ciudad y me coloqué de secretaria. Durante años mi vida parece haber consistido en actividades que empezaba a hacer provisionalmente, por una temporada, sin demasiado entusiasmo, y que luego continuaba. Por ejemplo, me hice «comunista» porque la gente de izquierdas era la única en la ciudad que tenía cierta energía moral, la única que daba por sabido que la segregación racial era algo monstruoso. No obstante, siempre había dos personalidades en mí: la «comunista» y Anna. Anna juzgaba a la comunista todo el tiempo, y viceversa. Una especie de letargo, supongo. Sabía que se avecinaba la guerra y que iba a ser difícil conseguir un pasaje para Inglaterra, pero pese a todo me quedé. Y, sin embargo, no disfrutaba de aquella vida, no disfrutaba de los placeres, aun cuando asistía a las fiestas que se daban a la hora de la puesta del sol, jugaba al tenis y gozaba del sol. De todo ello parece que hace tanto tiempo que no puedo
sentirme
haciendo ninguna de esas cosas. No me «acuerdo» de en qué consistía ser la secretaria del señor Campbell o ir a bailar cada noche, etc. Era otra persona la que vivía todo aquello. Hoy, es cierto, ya puedo imaginarme visualmente, pero incluso esto no fue posible hasta el otro día, cuando encontré una vieja foto que mostraba a una muchachita delgada y quebradiza, en blanco y negro, casi como una muñeca. Yo tenía más mundo que las chicas de la Colonia, naturalmente; pero mucha menos experiencia, pues en una colonia la gente tiene mucho más margen para hacer lo que quieran. Las chicas allí pueden hacer cosas que en Inglaterra les hubieran costado duras luchas para conseguirlo. Mi experiencia era literaria y social. Comparada con una chica como Maryrose, a pesar de toda su apariencia de fragilidad y vulnerabilidad, yo era una niña en pañales. La foto me muestra de pie, en la escalera del club, con una raqueta en la mano. Tengo expresión de divertirme y de poseer un criterio propio; la mía es una carita aguda. Nunca adquirí aquella admirable cualidad colonial: la jovialidad. (¿Por qué es admirable? Lo ignoro, pero me gusta.) Sin embargo, no me acuerdo de lo que sentía, excepto de que a diario me decía, incluso después de haber empezado la guerra, que había llegado el momento de sacar el pasaje para volver a casa. Por entonces conocí a Willi Rodde y me enredé en política. No era la primera vez. Era demasiado joven para haber contribuido a la causa de España, pero amigos míos estuvieron metidos en ello; así que el comunismo y la izquierda no eran nada nuevo para mí. Willi no me gustaba, y yo a él tampoco le agradaba. No obstante, nos fuimos a vivir juntos, o lo más posible, en una pequeña ciudad en que todo el mundo sabe lo que haces. Teníamos habitaciones en el mismo hotel y tomábamos las comidas juntos. Estuvimos así cerca de tres años. Sin embargo, nunca nos gustamos ni nos comprendimos. Tampoco nos gustaba dormir juntos. Claro que yo entonces tenía muy poca experiencia, pues había ido sólo con Steven y no por mucho tiempo. Pero aun así me daba cuenta, como Willi, de que éramos incompatibles. Después de haber aprendido acerca del sexo, sé que la palabra incompatible significa algo muy real. No significa no estar enamorados, no simpatizar, no tener paciencia o ser ignorantes. Dos personas pueden ser incompatibles sexualmente y muy felices en la cama con otra gente; es como si las estructuras químicas de sus cuerpos fueran hostiles. En fin, Willi y yo lo comprendíamos tan bien, que no hería nuestro amor propio..., aunque sí nos afectaba emocionalmente, y ahí estaba el problema. Sentíamos una especie de compasión mutua; los dos nos mostrábamos permanentemente afligidos por un sentimiento de triste desamparo, debido a la impotencia para hacernos felices uno al otro en este aspecto. Pero nada nos impedía buscar otros compañeros..., aunque no lo hacíamos. Que no lo hiciera yo no es sorprendente, dada esta cualidad mía que yo llamo letargo o curiosidad, y que siempre me retiene en una situación durante más tiempo del que debiera. ¿Debilidad? Hasta el momento de escribir la palabra, nunca se me ocurrió que pudiera aplicárseme. Pero supongo que sí. Willi, sin embargo, no era débil. Al contrario, se trataba de la persona con menos escrúpulos que yo he conocido.

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