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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (5 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Que las dos carecían de «seguridad» y de «raíces», palabras de la época de Madre Azúcar, era algo que ambas reconocían con franqueza. Pero Anna, recientemente, había aprendido a usar estas palabras de un modo distinto, no como algo de lo que una debiera disculparse, sino como banderas o pancartas de una actitud que implicaba un sistema filosófico diferente. Había disfrutado imaginándose que le decía a Molly:

—Nuestra actitud ante las cosas ha sido equivocada, y es por culpa de Madre Azúcar. ¿Qué son esta seguridad y este equilibrio qué se suponen tan deseables? ¿Qué hay de malo en vivir emocionalmente de manos a boca en un mundo que está cambiando con tanta rapidez?

Sin embargo, en aquel momento, junto a Molly, Anna decía, como tantas otras veces antes:

—¿Por qué siento esta necesidad tan horrible de forzar a los otros a que vean las cosas como yo? Es infantil; ¿por qué habrían de hacerlo? En el fondo, me da miedo encontrarme sola con mis sentimientos.

La habitación en que estaban se encontraba en el primer piso, daba a una calle estrecha de poco tránsito, con las ventanas de las casas llenas de tiestos de flores y los postigos pintados de colores. En la acera había tres gatos tumbados al sol, un pequinés y el carretón del lechero, que pasaba tarde porque era domingo. El lechero llevaba las mangas de su blanca camisa arremangadas; su hijo, un chico de dieciséis años, iba sacando relucientes botellas de una cesta de alambre para colocarlas frente a cada puerta. Al llegar a la ventana de las mujeres, el hombre alzó la cabeza y saludó. Molly dijo:

—Ayer entró a tomar café. Hinchado de triunfo. Su hijo ha sacado una beca y el señor Gates quería que me enterara. Le dije en seguida, antes de que siguiera: «Mi hijo ha tenido todas estas ventajas, toda esta educación y mírelo, papando moscas. En cambio, el suyo no les ha costado ni un penique y ha conseguido una beca». «Así es —contestó él—, así son las cosas.» Entonces pensé: «¡Que me maten si voy a estar aquí sin hacer nada!». Y añadí: «Señor Gates, su hijo va a subir a la clase media, con todos nosotros, y se encontrará con que usted no habla la misma lengua que él. Ya lo sabe, ¿verdad?». «¡Así es el mundo!», exclamó. «No, el mundo no es así —repuse—. Ni hablar. Lo que es así son las cosas en este maldito país, obsesionado por la distinción de clases.» Porque el señor Gates es uno de esos malditos tories de la clase obrera, ¿sabes? Bueno, pues él me contestó: «El mundo es así, señorita Jacobs. ¿Dice usted que su hijo no sale adelante? Es triste». Y se marchó con la leche, mientras yo subía para encontrarme a Tommy sentado en la cama, sentado, sin más. Seguramente continúa igual, si es que está en casa. El chico del señor Gates es todo de una pieza, da la cara por lo que quiere. En cambio, Tommy... Desde que volví, hace tres días, todo lo que ha hecho es sentarse en la cama y pensar.

—Venga, Molly, no te preocupes tanto. Acabará bien.

Estaban asomadas a la ventana, mirando al señor Gates y a su hijo. Aquél era un hombre bajo, vigoroso y fuerte, mientras que éste era un muchacho alto, robusto y bien parecido. Las dos mujeres miraban cómo el chico volvía con una cesta vacía, sacaba por el aire otra, llena, de la parte trasera del vehículo y escuchaba las órdenes de su padre sonriente y moviendo la cabeza. En aquel momento, había una comprensión perfecta entre ambas: eran dos mujeres con hijos, sin el apoyo de un hombre, que intercambiaban una sonrisa contraída por la envidia.

—La cuestión es que ninguna de las dos estábamos dispuestas a casarnos sólo para dar un padre a nuestros hijos —dijo Anna—. Así que ahora debemos aceptar las consecuencias..., si es que las hay. ¿Acaso tiene que haberlas?

—Para ti todo es fácil —contestó Molly con amargura—. Nada te preocupa, dejas tranquilamente que las cosas sigan su curso.

Anna se contuvo para no responder, pero luego hizo un esfuerzo para decir:

—No estoy de acuerdo. Exigimos demasiado. Hemos rechazado siempre comportarnos según las reglas. ¿Por qué, pues, nos alarmamos cuando el mundo no nos trata conforme a ellas? Eso es lo que ocurre.

—Ya empezamos —replicó Molly—. Pero yo no soy de las que teorizan. Tú siempre lo haces: frente a un conflicto, empiezas a inventarte teorías. Yo, simplemente, estoy preocupada por Tommy.

Anna ya no pudo contestar; el tono de su amiga era demasiado fuerte. Volvió a observar la calle. El señor Gates e hijo desaparecían por la esquina, tirando del rojo carretón de la leche. Por el otro extremo de la calle apareció un nuevo motivo de atención; se trataba de un hombre empujando una carreta de mano y gritando: «Fresas recién llegadas del campo, fresas del campo mañaneras...».

Molly miró a Anna y ésta afirmó con la cabeza, con una sonrisa de niña pequeña. (Le incomodaba darse cuenta de que aquella sonrisa era para aplacar los reproches de Molly.)

—Compraré también para Richard —dijo Molly, y salió corriendo de la habitación tras recoger su bolso de sobre una silla.

Anna siguió asomada a la ventana, en un espacio calentado por el sol, mirando a Molly, que conversaba enérgicamente con el hombre de las fresas. Molly se reía y gesticulaba, y el hombre sacudía la cabeza en desacuerdo, a la vez que llenaba el plato de aquella fruta roja y densa.

—Usted no tiene gastos —oía Anna—; ¿por qué hemos de pagar el mismo precio que en las tiendas?

—En las tiendas, señorita, no venden fresas acabadas de coger. Como éstas no las hay.

—¡Venga, hombre! —exclamaba Molly, llevándose el plato blanco lleno de fruta carmesí—. ¡Vaya estafa!

El hombre de las fresas, joven, pálido, flaco y con cara de hambre, alzó la cabeza gruñendo y miró hacia la ventana, a la que Molly volvía ya a asomarse. Al ver juntas a las dos mujeres dijo, mientras manoseaba la reluciente balanza:

—¡Gastos! ¿Qué sabe usted de gastos?

—Pues suba a tomar café y nos lo cuenta —gritó Molly, con la cara animada por el desafío.

El hombre bajó la cabeza y afirmó, mirando la calzada:

—Algunos tienen que trabajar; otros, no.

—Venga, hombre —insistió Molly—. No sea tan cascarrabias. Suba y coma fresas de las suyas. Yo le invito.

Él no sabía qué pensar. Se detuvo, ceñudo, su rostro joven con expresión incierta detrás de una cortina de pelo desteñido y grasiento.

—Sepa usted que yo no soy de esos —acabó observando en voz baja.

—Tú te lo pierdes —dijo Molly, quitándose de la ventana y dirigiendo una carcajada a Anna, que estaba claro se negaba a sentirse culpable.

No obstante, Anna volvió a asomarse, comprobó su opinión de lo que había ocurrido con una mirada a la espalda tiesa y resentida del hombre, y murmuró:

—Le has ofendido.

—¡Diablos! —dijo Molly con desapego—. Es el retorno a Inglaterra... Tanta hurañía, tanta susceptibilidad me dan ganas de estallar y gritar y chillar cada vez que vuelvo a tocar esta tierra helada.

—Así y todo, él cree que te burlabas.

Otro comprador había surgido de la casa de enfrente; era una mujer con el atuendo de estar por casa los domingos: pantalones, una blusa y un pañuelo amarillo en la cabeza. El hombre de las fresas la servía, indiferente. Antes de alzar el mango con el que empujaba la carreta, volvió a mirar hacia la ventana y, al ver sólo a Anna, con su pequeña barbilla hundida contra el brazo, sus ojos negros clavados en él y sonriente, refunfuñó de buen humor:

—Gastos, dice
ella..
.

Y soltó un pequeño gruñido de fastidio. Las había perdonado.

Arrancó calle arriba, detrás de las pilas de fruta roja y suave que brillaba al sol, gritando:

—¡Fresas frescas y tempranas, cogidas esta mañana!

Después, su voz se confundió con el rumor del tránsito de la calle principal, que se encontraba unos metros más allá.

Anna se volvió y encontró a Molly repartiendo las fresas en platos llenos de nata, encima del antepecho de la ventana.

—He decidido que no vale la pena dejar para Richard —dijo Molly—. No le gusta nunca nada. ¿Más cerveza?

—Con las fresas, vino; es de cajón —dijo Anna con glotonería; y movió la cuchara por entre la fruta para sentir su volumen blando y resbaladizo, y la nata deslizante bajo la capa rugosa del azúcar.

Molly llenó con destreza los vasos de vino y los puso encima del antepecho blanco. El sol cristalizaba junto a los vasos y sobre la blanca pintura, en oscilantes rombos de luz carmesí y amarilla, y las dos mujeres se sentaron frente a él; suspiraron de placer y extendieron las piernas al calor huidizo, contemplando los colores de la fruta en los platos relucientes y el rojo del vino.

Pero entonces llamaron a la puerta, y las dos, instintivamente, se recogieron en posturas más modestas. Molly volvió a asomarse, a la ventana para gritar:

—¡Cuidado con la cabeza! —al tiempo que dejaba caer la llave de la puerta, envuelta en una bufanda vieja.

Observaron a Richard agacharse para coger la llave sin dirigir una sola mirada hacia arriba, a pesar de que debía saber que por lo menos Molly estaba allí.

—Odia que haga esto —dijo ella—. ¿No es curioso, al cabo de tantos años? Su manera de expresarlo es hacer ver que no ocurre.

Richard entró en la habitación. No aparentaba la edad madura a que ya había llegado, debido a la tez morena adquirida durante unas tempranas vacaciones en Italia. Vestía una camisa amarilla, de sport, bien entallada, y unos pantalones nuevos, de color claro. Todos los domingos del año, invierno o verano, Richard Portmain ponía un atuendo que proclamara que era un hombre hecho para el aire libre. Era miembro de varios clubes distinguidos de golf y tenis, aunque no jugaba más que por razones de negocios. Desde hacía tiempo tenía una casa en el campo, adonde enviaba a la familia por su cuenta; él sólo iba algún fin de semana, cuando convenía invitar a amigos de negocios. Revelaba en todo ser un hombre de ciudad. Pasaba los fines de semana recorriendo clubes, bares y tabernas. Tenía un cuerpo más bien bajo, compacto, casi grueso. Su cara redonda, atractiva cuando sonreía, tenía un gesto obstinado que llegaba a ser hosco cuando no sonreía. En conjunto, su tipo, sólido, con la cabeza salida hacia delante y los ojos sin pestañear, daba una impresión de decisión y tenacidad. En aquel momento le estaba entregando a Molly, con impaciencia, la llave envuelta chapuceramente en la bufanda escarlata de ella. Molly la tomó y se puso a deslizar la tela suave por entre sus dedos blancos y duros, mientras observaba:

—¿Dispuesto a pasar un día bien saludable en el campo, Richard?

Con un esfuerzo para encajar la broma, al fin y al cabo insignificante, sonrió, tieso, y escudriñó, a través del resplandor del sol, el espacio junto a la ventana blanca. Cuando reparó en Anna frunció el ceño sin querer, la saludó rígidamente con la cabeza, y se apresuró a sentarse en el extremo de la habitación opuesto al de ellas. Dijo:

—No sabía que tenías una visita, Molly.

—Anna no es una visita.

Esperó deliberadamente a que Richard tuviera ocasión de gozar del espectáculo de ellas dos expuestas perezosamente al sol, con las caras vueltas hacia él en expresión interrogadora y al fin le ofreció:

—¿Vino, Richard? ¿Cerveza? ¿Café? ¿O tal vez una agradable taza de té?

—Si tuvieras scotch, no me vendría mal.

—Está junto a ti —dijo Molly.

Una vez dada la nota, a su entender muy masculina, se quedó inmóvil.

—Vine para hablar de Tommy —señaló, dirigiendo una mirada hacia Arma, que estaba comiéndose la última fresa.

—Por lo que he oído, ya has hablado de ello con Anna, así que los tres juntos podemos hablar de nuevo.

—O sea que Anna te ha dicho...

—No me ha dicho nada. Hoy es la primera vez que hemos conseguido vernos.

—O sea que estoy interrumpiendo vuestra primera cita —dijo Richard, haciendo un esfuerzo sincero para mostrarse tolerante y jovial.

A pesar de ello resultaba condescendiente, y las dos mujeres respondieron con un gesto de malestar festivo.

Bruscamente, Richard se puso de pie.

—¿Ya te vas? —preguntó Molly.

—Voy a ver a Tommy.

Se había llenado los pulmones de aire para levantar la voz perentoriamente, tal como ellas esperaban, cuando Molly le atajó:

—Por favor, Richard, no le grites. Ya no es un niño. Aparte de que me parece que no está en casa.

—Sí que está

—¿Cómo lo sabes?

—Porque está asomado a la ventana de arriba. Me sorprende que no sepas siquiera si tu hijo está en casa.

—¿Por qué? No le tengo atado.

—Sí, magnífico. Pero ya me dirás qué has conseguido con ello.

Los dos se enfrentaban cara a cara, serios y en franca pugna. Como respuesta a aquel «Ya me dirás qué has conseguido», Molly dijo:

—No estoy dispuesta a discutir sobre cómo se le debería haber educado.

Esperemos a que los tres tuyos hayan crecido, antes de contar los tantos.

—No he venido para hablar de mis tres hijos.

—¿Por qué no? Hemos hablado de ellos centenares de veces. Y supongo que con Anna, igual.

Se produjo una pausa, en la que los dos controlaron su enojo, sorprendidos y alarmados de que ya hubiera llegado a tal intensidad. Su historia era la siguiente: se habían conocido en 1935. Molly estaba muy entregada a la causa de la República española. Richard, también. (Aunque, como observaba Molly cuando él recordaba aquella desgraciada caída en el exotismo político: «¿Quién no lo estaba en aquella época?».) Los Portmain, una familia rica, asumiendo precipitadamente que aquello era la demostración de una tendencia permanente hacia el comunismo, le habían suprimido la pensión. (Tal como lo contaba Molly: «¡Chica, lo dejaron sin un penique! Naturalmente, Richard estaba encantado. Nunca jamás le habían tomado en serio. Inmediatamente, fue y se hizo del Partido».) Richard, que sólo tenía talento para ganar dinero, lo que en aquella época todavía estaba por descubrir, fue mantenido por Molly durante dos años, mientras él se preparaba para ser escritor. (Molly se preguntaba, unos cuantos años más tarde: «¿Es posible imaginar cosa más trivial? Pero, claro, Richard tenía que ser vulgar en todo. Todo el mundo iba a convertirse en gran escritor, ¡todo el mundo! ¿Tú conoces el siniestro secreto de la guarida comunista? ¿La horrible verdad? Todos aquellos veteranos del Partido, toda aquella gente que una se imaginaba había pasado años no viviendo más que para el Partido, todos tenían un manuscrito o un pliego de poemas en el cajón. Todos iban a ser el Gorki o el Maiakovski contemporáneo. ¿No lo encuentras espantoso? ¿Lamentable? Absolutamente todos eran artistas fracasados. Estoy convencida de que esto es indicativo de algo, aunque no sé de
qué».)
Molly continuó manteniendo a Richard después de haberle dejado, durante meses, movida por una especie de desprecio. La repulsión de él hacia la política de izquierdas había sobrevenido repentinamente, y coincidía con su decisión de que Molly era inmoral, sentimental y bohemia. Ella tuvo la suerte de que él ya se hubiera liado con una chica. Aunque esta vinculación resultó breve, llegó a divulgarse lo bastante como para que no pudiera obtener el divorcio y la custodia de Tommy, como había amenazado hacer. Fue entonces cuando volvió a ser admitido en el seno de la familia Portmain, y cuando aceptó lo que Molly llamaba, con amistoso desdén, «un puesto en la city». No tenía idea todavía de lo poderoso que Richard se había vuelto con sólo aquel acto de decidir heredar una posición. Luego, él se casó con Marion, una chica muy joven, afectuosa, agradable y tranquila, hija de una familia pasablemente conocida. Tenían tres hijos.

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