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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (18 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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No volvimos en un mes. Habíamos comprendido lo cansados que estábamos, y me parece que nos daba miedo lo, que pudiera pasar si dejábamos saltar la tensión del cansancio. Fue un mes de trabajo muy duro. Paul, Jimmy y Ted estaban terminando la instrucción y salían a volar diariamente. Hacía buen tiempo. Hubo mucha actividad periférica de tipo político, como conferencias, seminarios y trabajos para informes sociológicos. En cambio, «el Partido» sólo se reunió una vez. El otro subgrupo había perdido cinco miembros. Es interesante que, en la única ocasión en que nos reunimos, nos peleamos furiosamente hasta casi la madrugada; y, sin embargo, durante el resto del mes nos vimos de dos en dos muy a menudo, sin ningún rencor, para discutir sobre los detalles del trabajo periférico bajo nuestra responsabilidad. Mientras tanto, nuestro grupo seguía encontrándose en el Gainsborough. Hicimos bromas sobre el hotel Mashopi y su siniestra influencia relajadora. Lo utilizamos como símbolo de lujo, decadencia y debilidad mental. Los amigos que no habían ido, pero que lo conocían como un vulgar hotel de carretera, decían que estábamos locos. Un mes después de aquella visita, hubo un fin de semana largo, de la noche del jueves hasta el miércoles siguiente —en la Colonia, las vacaciones se tomaban en serio—, y organizamos un grupo para volver allí. Consistió en los seis mismos de la otra vez, más el nuevo protegido de Ted, Stanley Lett, el muchacho de Manchester, por cuya salvación él fracasó como piloto. También vino Johnny, un pianista de jazz amigo de Stanley, y Georges Hounslow, con quien habíamos convenido encontrarnos allí. Nos trasladamos en coche y en tren, y a la hora en que el bar cerraba, la noche del jueves, estaba ya claro que aquel fin de semana iba a ser muy distinto del pasado.

El hotel estaba lleno de gente que había ido a pasar el largo fin de semana. La señora Boothby abrió un anexo de doce habitaciones. Iban a celebrarse dos bailes, uno público y otro privado, y en el aire ya se notaba una agradable dislocación de la vida ordinaria. Cuando nuestro grupo se sentó a la mesa para cenar, muy tarde, un camarero estaba adornando las esquinas del comedor con papeles de colores y tiras de bombillas. Se nos sirvió un helado especial hecho para la noche del día siguiente.

Vino un mensajero enviado por la señora Boothby para preguntar si «los muchachos de aviación» podrían ayudarla, al día siguiente, a adornar la habitación grande... O, mejor dicho, vino una mensajera, pues se trataba de June Boothby y era obvio que había acudido empujada por la curiosidad de ver a los muchachos en cuestión, seguramente porque su madre había hablado de ellos. Aunque también fue obvio que no le causaron demasiada impresión. Muchas chicas de la Colonia echaban un vistazo a los chicos que llegaban de Inglaterra y los descartaban definitivamente por encontrarlos afeminados, sosos y sin nervio. June era una de ellas. Aquella noche se quedó el tiempo mínimo necesario para dar el recado y oír el gusto exageradamente cortés con que Paul aceptaba «en nombre del Ejército del aire» la amable invitación de la madre. Se fue en seguida. Paul y Willi hicieron unas cuantas bromas sobre la hija casadera, pero no pasaron del tono de sus chanzas sobre «los señores Boothby, el tabernero y su esposa». El resto de aquel fin de semana, y las siguientes ocasiones, no se ocuparon de ella. Al parecer, la consideraban tan poco atractiva que se abstenían de mencionarla por piedad, o tal vez incluso —aunque ninguno de los dos tenía por costumbre dar muestras de tal asentimiento— por caballerosidad. Era una chica alta, de cuerpo recio y grandes y rojas piernas y brazos. Su rostro era colorado, como el de su madre, y tenía el mismo tipo de pelo sin color, recortado en torno a sus torpes facciones. No poseía un solo rasgo o cualidad con gracia, pero sí un tipo de energía hosca, explosiva y acechante, pues estaba pasando una de esas temporadas tan comunes entre chicas jóvenes, una fase de obsesión sexual que puede llegar a ser como una especie de trance. Cuando yo tenía quince años y aún vivía con mi padre en Baker Street, tuve unos meses de una fase así, y ahora no puedo pasar por aquel barrio sin recordar, medio divertida y medio avergonzada, aquel estado emocional tan fuerte que tuvo el poder de absorber en sí las aceras, las casas y los escaparates. Lo curioso en el caso de June era que, mientras lo lógico hubiera sido que la naturaleza hiciera las cosas de manera que los hombres que encontraba en su camino se diesen cuenta del estado que la afligía, en realidad no sucedía nada de esto. Aquella primera noche, Maryrose y yo nos miramos sin querer y casi rompimos a reír al darnos cuenta de lo que ocurría, y también un poco por la pena que nos daba. No nos reímos, pues comprendimos que aquel hecho tan obvio no lo era para los hombres, y la quisimos proteger de sus burlas. Todas las mujeres del lugar se dieron cuenta del estado de June. Me acuerdo de una mañana en que, estando en la terraza con la señora Lattimer —una bella mujer de pelo rojo que flirteaba con el joven Stanley— vimos aparecer a June acechando sin rumbo por entre los eucaliptos erguidos junto a la vía del tren. Era como contemplar a una sonámbula. Daba media docena de pasos, mirando al otro lado del valle, hacia el conjunto de montañas azules; de pronto levantaba las manos hasta la altura de la cabeza, de modo que el cuerpo, bien ajustado por el algodón rojo, mostraba todas sus líneas en tensión, así como el sudor que humedecía los sobacos, luego bajaba los brazos, con los puños cerrados y caídos a los lados, quedándose inmóvil antes de emprender nuevamente su deambular, deteniéndose aquí y allí, como si soñase, para darle un puntapié a un trocito de carbón con una de sus grandes sandalias blancas... Y así prosiguió hasta desaparecer más allá de los eucaliptos iluminados por el sol. La señora Lattimer suspiró profundamente y, con intención, soltó aquella carcajada suya, débil e indulgente.

—¡Oh Dios mío! —exclamó—. Aunque me dieran mil libras no volvería a tener quince años. ¡Dios mío, volver a pasar por aquello! ¡Ni por un billón!

Y tanto Maryrose como yo asentimos. No obstante, aunque para nosotras la vista de aquella chica resultaba intensamente azorante, los hombres no se dieron cuenta de nada y tuvimos cuidado en no delatarla. Hay una caballerosidad femenina, de mujer a mujer, que es tan fuerte como cualquier otro lazo... O tal vez fuera que no queríamos vernos obligadas a reconocer la falta de imaginación de nuestros hombres.

June pasaba la mayor parte del tiempo en la terraza de la casa de los Boothby, la cual se encontraba a un lado del hotel, distante del mismo unos doscientos metros. Estaba construida sobre unos cimientos de tres metros de profundidad, como protección contra las hormigas. La terraza era acogedora y fresca, estaba pintada de blanco y tenía enredaderas y flores por todas partes: era muy clara y alegre. June se echaba en un viejo sofá de cretona, escuchando durante horas un tocadiscos portátil, modelando en su imaginación al hombre a quien permitiría librarla de aquel estado de sonambulismo. Y algunas semanas más tarde, la imagen era lo suficientemente fuerte para crear al hombre. Un día, Maryrose y yo estábamos en la terraza del hotel cuando se detuvo un camión que se dirigía hacia el Este. Se apeó un joven rústico dotado de unas pernazas rojas y unos brazos calentados por el sol, tan grandes como los muslos de un buey. De pronto apareció June, acechante, por el camino de grava que bajaba de la casa de su padre, dando puntapiés a la grava con sus sandalias puntiagudas.

Una piedra llegó rodando hasta los pies del muchacho, que se dirigía hacia el bar y se detuvo para mirarla. Luego, girando repetidas veces la cabeza con una mirada inexpresiva, casi hipnotizada, entró en el bar. June le siguió. El señor Boothby estaba sirviendo una ginebra con agua tónica a Jimmy y a Paul, y hablando con ellos de Inglaterra. No hizo caso de su hija, quien se sentó en un rincón y tomó posición para observar, como si soñara, a través de Maryrose y de mí, hacia el polvo y el resplandor de la mañana calurosa. El mozo se sentó, con su cerveza, en un banco que distaba un metro escaso de ella. Media hora más tarde, cuando volvió a subir al camión, June iba con él. Maryrose y yo, de súbito y a la vez, rompimos a reír a carcajadas, sin podernos contener, hasta que Paul y Jimmy sacaron la cabeza para ver de qué nos reíamos. Un mes más tarde, June y el muchacho se prometían oficialmente, y fue entonces cuando todo el mundo se dio cuenta de que era una muchacha tranquila, agradable y sensata. Aquella mirada propia de un estado de letargo se le había desvanecido por completo. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de lo irritada que había estado la señora Boothby por el estado de su hija. Había un exceso de alegría, de alivio en su modo de aceptar la ayuda de ella en el hotel, de volver a ser amigas, de discutir los planes para la boda. Era como si se hubiera sentido culpable por su mucha irritación. Y tal vez aquella larga temporada de irritación fue, en parte, la causa de que más tarde perdiera la paciencia y se comportara tan injustamente.

Poco tiempo después de que June nos dejara aquella primera noche, la señora Boothby vino a vernos. Willi le pidió que se sentara con nosotros, y Paul se apresuró a secundar la invitación. Los dos hablaban de una manera que a nosotros nos parecía exagerada y groseramente cortés. En cambio, la última vez que ella había estado con Paul, aquel fin de semana en que todos nos sentimos tan cansados, él se mostró sencillo y sin arrogancia, hablando de sus padres, de su casa... Aunque, naturalmente, la Inglaterra de él y la de ella eran dos países diferentes.

Nosotros hacíamos broma de que la señora Boothby sentía una debilidad hacia Paul. Ninguno de nosotros lo creíamos, porque si hubiera sido así, no habríamos bromeado... O quiero suponer con toda mi alma que no, pues al principio le teníamos gran simpatía. Pero lo cierto era que la señora Boothby estaba fascinada por Paul... y también por Willi, claro, precisamente a causa de la cualidad que nosotros tanto odiábamos en ellos dos: su grosería, su arrogancia oculta detrás de aquellos modos tan serenos.

Con Willi aprendí por qué a tantas mujeres les gusta que las maltraten. Era humillante y yo luchaba por no aceptar la verdad, pero lo he visto cientos de veces. Si había una mujer a la que encontrábamos difícil de tratar, a la que le seguíamos la cuerda y hacíamos concesiones, Willi decía:

—Vosotros es que no sabéis nada. Lo que ésa necesita es una buena tunda.

(La «buena tunda» era una expresión colonial, usada normalmente por los blancos de la siguiente manera: «Lo que este
kafir
necesita es una buena tunda»... Pero Willi se la había apropiado para el uso general.) Me acuerdo de la madre de Maryrose, una neurótica dominante que le había chupado toda la vitalidad a la hija, una mujer de cerca de cincuenta años, con un vigor y una actividad de gallina vieja. Por consideración a Maryrose nos mostrábamos corteses con ella, la aceptábamos cuando aparecía bulliciosamente en el Gainsborough en busca de su hija. Cuando estaba ella presente, Maryrose se hundía en un estado de irritación apática, de fatiga nerviosa, pues si bien sabía que debía resistir a su madre, carecía de la energía moral necesaria para hacerlo. A esta mujer, a la que todos estábamos dispuestos a tolerar y a seguir la cuerda, Willi la curó con media docena de palabras. Una noche en que vino al Gainsborough y nos encontró hablando en el comedor, desierto, dijo en voz muy alta:

—Ya estáis aquí, como siempre. Debierais estar acostados.

Y se iba a sentar con nosotros cuando Willi, sin alzar la voz, pero haciendo que sus gafas irradiaran destellos hacia la cara de ella, dijo:

—Señora Fowler.

—¿Qué, Willi? ¿Otra vez tú?

—Señora Fowler, ¿por qué viene persiguiendo a Maryrose, ocasionando tantas molestias?

Se quedó muda, enrojeció, pero permaneció de pie junto a la silla que había cogido para sentarse, con la vista fija en él.

—Sí —añadió Willi, con calma—. Usted es una vieja pesada. Siéntese si quiere, pero estése callada, sin decir tonterías.

Maryrose se puso blanca de terror y de sufrimiento por su madre. Pero la señora Fowler, después de un instante de silencio, soltó una risita, se sentó y se mantuvo callada. Y después de este incidente, si venía al Gainsborough se portaba con Willi como una niña bien educada en presencia de su padre tirano. Y esto no sucedió sólo con la señora Fowler y la propietaria del Gainsborough.

Ahora era la señora Boothby, a la cual no podía considerarse el tipo déspota que busca a otro tirano más fuerte que ella, ni tampoco la mujer que no se da cuenta de cuándo está de más. Y, sin embargo, incluso después de haber comprendido a través de sus nervios —ya que no de su inteligencia, pues no era inteligente— que había sido zaherida, volvía a por más. No se sumía en un estado de placer y aturdimiento al recibir una tunda como la señora Fowler, ni tampoco adoptaba un aire recatado y muchachil como la señora James del Gainsborough; escuchaba con paciencia y replicaba, ensamblándose con lo aparente de la conversación, por decirlo así, para descartar la insolencia escondida y, de esta manera, lograr, incluso, que Paul y Willi se avergonzasen y volvieran a ser corteses. Pero estoy segura de que en muchas ocasiones, a solas, debió de ponerse roja de ira, cerrando los puños y diciendo entre dientes: «Sí, me gustaría golpearles... Hubiera tenido que darle una bofetada cuando dijo aquello».

La misma noche, Paul empezó casi en seguida uno de sus juegos favoritos: parodiar los lugares comunes de los habitantes de la Colonia hasta hacer que éstos se dieran cuenta de que les estaba tomando el pelo. Y Willi se agregó.

—Al cocinero lo debe de tener desde hace muchos años, claro... ¿Quiere un cigarrillo?

—Gracias, muy amable, pero no fumo. Sí, es un buen chico; eso hay que reconocérselo; ha sido siempre muy leal.

—Debe de ser como de la familia.

—Sí, para mí sí. Y él nos tiene mucho cariño, me consta. Le hemos tratado siempre justamente.

—Tal vez no tanto como a un amigo, sino como a un niño, ¿no? (Esto lo dijo Willi.) Porque no son más que niños grandes.

—Sí, es verdad. Cuando llegas a comprenderlos, ves que en realidad son sólo niños. Les gusta que les trates como a los niños, con firmeza, pero con justicia. El señor Boothby y una servidora creemos que a los negros hay que tratarlos bien. Es de justicia.

—Pero, por otro lado, hay que tener cuidado de que no se te suban a las barbas —prosiguió Paul—. Porque si no, te pierden el respeto.

—Me alegro de que diga eso, Paul, porque la mayoría de ustedes, los jóvenes ingleses, se hacen muchas ilusiones a propósito de los
kafirs
. Es que, de verdad, hay que hacerles comprender que no deben pasarse de la raya.

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