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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (55 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—Si tú lo dices, pues sí. Y si tú dices que no, pues no.

—Y lo que tú sientes, ¿no cuenta?

—¿Yo? Pero, Anna, ¿por qué debería contar yo?

(Esto último lo ha dicho con rencor, en broma, pero también con cariño.) Después de esto he luchado contra una sensación que siempre se apodera de mí al término de una de estas conversaciones: una sensación de irrealidad, como si la sustancia de mi ser se debilitase hasta disolverse. Y luego he reflexionado sobre la ironía de que, para recobrarme, haya tenido que utilizar precisamente a aquella Anna que más desagrada a Michael: la Anna crítica y reflexiva. Muy bien; pues si él dice que me invento historias sobre nuestra vida en común, será así. Voy a anotar todas las etapas de un día de la forma más realista que pueda. Empezaré mañana. Al final de mañana me sentaré a escribir todo lo que haya sucedido.

17 de septiembre de 1954

Ayer noche no pude escribir porque me sentía demasiado desgraciada. Y, naturalmente, ahora me pregunto si el hecho de haber decidido ser muy consciente de todo lo que pasara ayer no alteraría la forma del día. ¿Quizá fue un día especial debido a que yo era muy consciente? De todos modos, voy a describirlo, y a ver qué resulta. Me desperté temprano, a las cinco, tensa porque me parecía haber oído a Janet moverse en el cuarto contiguo. Pero debió de dormirse otra vez, pues no pude oír nada más. Un chorro de agua gris azotaba el cristal de la ventana. La luz era gris. Las siluetas de los muebles parecían enormes bajo aquella luz vaga. Michael y yo estábamos de cara a la ventana, yo rodeándole con los brazos por debajo de la chaqueta, del pijama, con las rodillas metidas en el hueco de las suyas. Un calor fuerte y reparador emanaba de él hacia mí. Pensé: «Muy pronto ya no vendrá más. ¿Reconoceré cuando sea la última vez? Quizá sea ésta». Pero parecía imposible unir las dos sensaciones: la de Michael, entre mis brazos, cálido, durmiendo, y el conocimiento de que pronto no estaría allí. Moví la mano hacia arriba, sintiendo en la palma el vello de su pecho, resbaladizo y áspero a la vez. Me causaba un placer intenso. Se sobresaltó, dándose cuenta de que estaba despierta, y dijo con dureza:

—Anna, ¿qué pasa?

La voz venía de un sueño, sonaba asustada y enfadada. Me volvió la espalda y se durmió de nuevo. Yo le miré a la cara para ver la sombra del sueño; tenía los músculos faciales tensos. Tiempo atrás me dijo, despertándose de súbito y asustado por un sueño:

—Querida Anna, si te empeñas en dormir con un hombre que ha vivido la historia de Europa de los últimos veinte años, no te quejes si tiene sueños complicados.

Lo dijo con rencor, un rencor debido a que yo no formaba parte de aquella historia. No obstante, yo sé que una de las razones por las que está conmigo es que yo no he sido parte de esa historia y, por lo tanto, no he destruido nada dentro de mí.

Ayer por la mañana, contemplando su cara tensa y dormida, intenté imaginar otra vez, como si fuera parte de mi experiencia, el significado de: «Siete personas de mi familia, incluyendo a mi padre y a mi madre, fueron asesinadas en cámaras de gas. La mayoría de mis amigos íntimos han muerto: comunistas asesinados por comunistas. Los que han sobrevivido están casi todos refugiados en países extranjeros. Durante el resto de mi vida, voy a vivir en un país que no puede ser el mío de verdad.» Pero, como siempre, no logré imaginarlo. La luz era densa y pesada debido a la lluvia. Tenía la cara franca, relajada. Ahora era ancha, tranquila, confiada. Párpados sellados por la calma, y encima de ellos las pestañas tenues, lustrosas. Lo imaginaba de niño: atrevido, petulante, con una sonrisa clara, cándida y alerta. Y lo imaginaba ya viejo: un viejo irascible, inteligente, enérgico, encerrado en una soledad amarga y lúcida. Me embargó una emoción que es corriente en mí, en las mujeres, con respecto a los niños: un sentimiento de intenso triunfo, de que, contra todas las probabilidades, contra la amenaza de la muerte, existe ese ser humano, ese milagro de carne que respira. Reforcé este sentimiento y lo enfrenté al otro, al de que pronto iba a abandonarme. Él debió de haberlo sentido en su sueño, porque se removió y dijo:

—Duerme, Anna.

Sonrió con los ojos cerrados. Su sonrisa era fuerte y cálida; provenía de un mundo distinto del que le hacía decir: «Pero, Anna, ¿por qué he de contar yo?». «Absurdo —pensé—; claro que no va a abandonarme. No es posible que me sonría de esta manera y que piense dejarme.» Permanecí echada junto a él, boca arriba. Tuve cuidado de no volver a dormirme, porque Janet se iba a despertar pronto. La luz de la habitación era como un caudal grisáceo, debido al chorro de humedad que se escurría por los cristales de la ventana. Los cristales temblaron ligeramente. En las noches de viento tiemblan, trepidan, pero no me despiertan. Lo que sí me despierta es oír a Janet dar una vuelta en la cama.

Deben de ser las seis. Tengo las rodillas rígidas. Me doy cuenta de que se ha apoderado de mí lo que yo llamaba, en las sesiones de Madre Azúcar, «el mal del ama de casa». Esta tensión que hace que me haya abandonado la tranquilidad, se debe a que la corriente de lo cotidiano está fluyendo: tengo-que-vestir-a-Janet-darle-el-desayuno-mandarla-a-la-escuela-hacer-el-desayuno-de-Michael-recordar-que-no-queda-té-etc-etc. Junto con esta tensión inútil, pero al parecer inevitable, empieza el rencor. ¿Rencor contra qué? Contra una injusticia: ¡tener que perder tanto tiempo cuidando de detalles! El resentimiento se cierne sobre Michael, aunque mi razón sabe que no tiene nada que ver con Michael. Y, no obstante, le tengo cierta rabia porque todo el día se verá asistido por secretarias y enfermeras; es decir, por mujeres que con sus distintos tipos de capacidad le aligerarán el peso. Intento relajarme, desconectar la corriente. Pero empiezo a sentir malestar en mis extremidades y debo cambiar de postura. Se produce otro movimiento al otro lado de la pared. Janet está despertando. Simultáneamente, Michael se remueve y siento cómo se va haciendo grande contra mis nalgas. El rencor adopta la forma siguiente: «Claro, escoge este momento en que yo estoy tensa oyendo despertarse a Janet». Pero la ira no va dirigida contra él. Hace tiempo, durante las sesiones con Madre Azúcar, aprendí que el resentimiento y la ira son impersonales. Es el mal de las mujeres de nuestro tiempo. Lo veo cada día en las caras de las mujeres, en sus voces o en las cartas que ¡legan al despacho. La emoción de la mujer, el rencor contra la injusticia, es un veneno impersonal. Las desgraciadas que no saben que es impersonal se revuelven contra su hombre. Las afortunadas, como yo, luchan por dominarlo. Es una lucha agotadora. Michael me penetra por detrás, medio dormido, con fuerza y apretándome. Me posee de un modo impersonal, y por eso yo no reacciono como cuando le hace el amor a Anna. Además, una parte de mi mente está pensando que si oigo los pasos delicados de Janet afuera, tendré que levantarme y atravesar la habitación para impedir que entre. No entra nunca antes de las siete, es la regla, y no creo que vaya a entrar; pero no puedo evitar mantenerme alerta. Mientras Michael se agarra a mí y me llena, en el cuarto vecino continúan los ruidos, y yo sé que él también los oye, y que parte de su excitación proviene de tomarme en momentos arriesgados, y que para él Janet, la niña de ocho años, representa en cierto modo a las mujeres, a las otras mujeres a quienes traiciona durmiendo conmigo. También significa la infancia, la infancia eterna contra la cual él afirma su derecho a vivir. Cuando habla de sus hijos lo hace siempre con una risita a medias cariñosa y agresiva: son sus herederos, sus asesinos. No va a permitir ahora, pues, que mi hija, a sólo unos metros de distancia, le prive de su libertad. Al terminar me dice:

—Y ahora, Anna, supongo que me vas a dejar para irte con Janet.

Y lo dice como un niño celoso de su hermano o hermana pequeña. Yo río y le doy un beso, a pesar de que el rencor es tan fuerte, de súbito, que debo apretar los dientes para dominarlo. Lo domino, como siempre, pensando: «Si yo fuera hombre, haría lo mismo». El control y la disciplina de ser madre han resultado tan duros para mí, que es, imposible que me engañe y crea que, si hubiera sido hombre y no me hubieran forzado al autocontrol, me hubiera portado de manera distinta. Y, no obstante, durante los breves segundos que tardo en ponerme la bata para ir a ver a Janet, mi rencor se hace atosigante y furibundo. Antes de reunirme con Janet, me lavo a toda prisa la entrepierna para que no la turbe el olor del sexo, a pesar de que todavía no sabe qué es. A mí me gusta este olor, y detesto tener que lavarme con prisas; por eso tener que hacerlo, acrecienta mi mal humor. (Recuerdo que pensé que, el hecho de observar de forma deliberada todas mis reacciones, las exacerbaba; normalmente, no son tan intensas.) Pero cuando cierro tras de mí la puerta del cuarto de Janet y la veo sacando la cabeza de la cama, con el pelo negro en desorden y la carita pálida (la mía) sonriente, mi rencor se desvanece tras la costumbre de la disciplina: casi en seguida se transforma en afecto. Son las seis y media, y el cuarto está muy frío. La ventana del cuarto de Janet también chorrea de humedad gris. Enciendo la estufa de gas, mientras la niña se incorpora en la cama rodeada de manchas de color brillante que provienen de sus tebeos, vigilando que yo lo haga todo como de costumbre, y leyendo a la vez. Me encojo de cariño hasta conseguir el tamaño de Janet, y me convierto en Janet. El fuego, amarillo y enorme como un gran ojo; la ventana, enorme, por la que puede entrar cualquier cosa; una luz gris y siniestra que espera la llegada del sol, de un demonio o de un ángel que haga desaparecer la lluvia. Luego vuelvo a ser Anna y veo a Janet, una niña pequeña en una cama grande. Pasa un tren y las paredes tiemblan ligeramente. Voy a darle un beso, y percibo el agradable olor de la carne, del pelo y de la tela del pijama, calientes de dormir. Mientras se caldea el cuarto, voy a la cocina y le hago el desayuno: cereales, huevos fritos y té, en una bandeja. Llevo ésta a su cuarto, y ella toma el desayuno en la cama, mientras yo bebo té y fumo. La casa todavía está dormida: Molly dormirá dos o tres horas más, Tommy llegó tarde con una chica y ambos seguirán durmiendo. A través de la pared oigo llorar a un bebé. Me produce una sensación de continuidad, de paz: el bebé llora como Janet lo hacía cuando era más pequeña. Es el llanto satisfecho y semiinconsciente de los recién nacidos cuando les acaban de alimentar y están a punto de volverse a dormir. Janet pregunta:

—¿Por qué no tenemos otro bebé?

Lo dice a menudo. Y yo contesto:

—Porque no tengo marido, y para tener un bebé se necesita un marido.

Me lo pregunta, en parte porque le gustaría tener un bebé, y en parte para que la tranquilice en cuanto al papel de Michael. Entonces me pregunta:

—¿Está Michael?

—Sí, duerme —digo con firmeza.

Mi firmeza la tranquiliza; y continúa desayunando. Ahora el cuarto ya está caldeado y sale de la cama vistiendo su pijama blanco. Parece frágil y vulnerable. Me rodea el cuello con los brazos y se balancea, de adelante atrás, cantando: «Meciéndote, nena...». Yo la columpio y canto, arrullándola: te has convertido en el bebé de la casa vecina, en el bebé que no voy a tener. Luego me deja ir, bruscamente, de manera que yo siento cómo me pongo derecha, lo mismo que un árbol que ha estado combado bajo un gran peso. Se viste, canturreando todavía medio dormida, en paz. Pienso que va a conservar esa paz todavía unos años, hasta que empiece a sentir la necesidad de reflexionar. Dentro de media hora tengo que acordarme de poner a hervir las patatas, y luego de hacer la lista para la tienda de comestibles. Luego, debo cambiar el cuello del vestido y luego... Deseo intensamente protegerla contra las obligaciones, aplazárselas. En seguida me digo que no tengo por qué protegerla contra nada, que mi deseo es, en realidad, proteger a Anna contra Anna. Se viste con calma, hablando un poco, tarareando. Sus gestos son, un poco, como los de un abejorro revoloteando al sol. Se pone una falda corta, encarnada y plisada, un jersey azul oscuro y calcetines largos del mismo color. Una niña muy bonita. Janet. Anna. El bebé de la casa vecina está ya dormido: es el silencio satisfecho de un bebé. Todos duermen, salvo Janet y yo. Es una sensación de intimidad y exclusivismo, una sensación que se inició cuando su nacimiento, cuando ella y yo estábamos a veces despiertas y juntas, mientras la ciudad dormía a nuestro alrededor. Es una alegría cálida, perezosa e íntima. La veo tan frágil que quiero extender la mano para salvarla de un paso mal dado o de un movimiento de descuido, y a la vez tan fuerte que me parece inmortal. Siento lo que sentí mientras estaba en la cama con Michael: una necesidad de reírme por el triunfo de que aquel ser humano tan maravilloso, precario e inmortal exista a pesar de la presencia de la muerte.

Ya son casi las ocho y empiezo a sentir el apremio de otra obligación. Hoy es el día que Michael va al hospital del sur de Londres, y tiene que levantarse a las ocho para llegar a tiempo. Prefiere que Janet se haya marchado a la escuela antes de que él se levante. Y yo también lo prefiero porque lo contrario me divide en dos personalidades: la madre de Janet y la amante de Michael, que se llevan mucho mejor cuando están separadas. Resulta muy difícil ser las dos cosas a la vez. Ya no llueve. Paso un trapo por el cristal de la ventana, empañado por el aire encerrado del cuarto y el vapor de la noche, y veo que hace un día frío y húmedo, aunque sin nubes. La escuela de Janet está cerca, a pocos pasos.

—Llévate el impermeable —le recomiendo.

Al instante empieza a protestar:

—¡Oh, no, mamá, por favor! El impermeable no me gusta. Prefiero el chaquetón.

Yo contesto con calma y firmeza:

—No, el impermeable. Ha llovido toda la noche.

—¿Cómo lo sabes, si dormías?

Esta contestación victoriosa la llena de buen humor. Se pone el impermeable y las botas de goma sin replicar.

—¿Me irás a buscar esta tarde?

—Sí, seguramente. Pero, si no me ves, vuelve sola. Molly estará en casa.

—O Tommy.

—No, Tommy no.

—¿Por qué no?

—Porque Tommy ya es mayor y tiene novia.

Lo digo a propósito, porque ha dado señales de estar celosa de la amiga de Tommy. Dice, con calma:

—Tommy siempre me preferirá a mí. —Y añade—: Si no vas a buscarme, iré a jugar a casa de Bárbara.

—Bueno; entonces te iré a buscar a las seis.

Baja las escaleras corriendo, con gran barahúnda. Parece como un alud desencadenado en medio de la casa. Temo que despierte a Molly. Me quedo junto a las escaleras, escuchando, hasta que, diez minutos más tarde, se oye el golpe de la puerta; y me fuerzo a no volver a pensar en Janet hasta que no sea otra vez la hora.

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