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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (95 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—La película la viste hace una semana —afirmé.

—Si lo dices tú, tendré que creerlo. —Acto seguido, saltó encima de mí, agarrándome por los hombros y sacudiéndome—: Te odio porque eres normal, te odio por ello. Eres un ser normal. ¿Qué derecho tienes a serlo? De pronto, he comprendido que te acuerdas de todo; probablemente te acuerdas de todo lo que he dicho. Te acuerdas de todo lo que te ha sucedido; ¡es intolerable!

Me hundió los dedos en los hombros y la cara se le encendió de odio.

—Sí, me acuerdo de todo —le confirmé.

Pero no en tono triunfal. Era consciente de que me veía como una mujer que, inexplicablemente, tenía el control de los acontecimientos, porque podía recordar y ver una sonrisa, un movimiento, unos gestos; oía palabras y explicaciones: yo era una mujer dentro del tiempo. Me desagradaba la solemnidad, la vacuidad de aquella guardiana de la verdad.

—Es como estar prisionero, vivir con una persona que sabe lo que dijiste la semana pasada o que puede decir «hace tres días hiciste tal y tal cosa».

Cuando hubo dicho esto, me sentí tan prisionera como él, porque deseaba liberarme de mi memoria ordenadora y textualista. Sentí desvanecerse la certeza de mi identidad. Se me encogió el estómago y me empezó a doler la espalda.

—Ven aquí —invitó, alejándose y señalando la cama.

Yo le seguí obedientemente. No podía rehusar. Con los dientes apretados decía: «Hala, hala» o, más bien «la, la», como masticando las palabras. Me he dado cuenta de que había retrocedido unos años, probablemente a sus veinte años. Entonces me he negado, porque no quería a aquel violento cachorro. La cara se le ha encendido con una crueldad sonriente y burlona:

—Dices que no. Muy bien, nena, pero debieras haber dicho que no más a menudo, porque eso me gusta.

Ha empezado a acariciarme el cuello y yo he seguido negándome. Casi lloraba. Al ver mis lágrimas, ha cambiado la voz adoptando un tono de ternura triunfal, como la de un experto, y ha dicho:

—Vamos, vamos.

El acto sexual ha sido frío, como de odio y no de amor. La criatura femenina que se había expandido, creciendo y ronroneando durante la última semana, se ha encerrado ahora en un rincón, temblando. La Anna que había sido capaz de disfrutar del sexo antagónico y combativo, estaba inerme, sin luchar. Ha sido rápido y siniestro, y ha dicho:

—Malditas inglesas, no valen nada en la cama.

Pero yo me he sentido definitivamente liberada al ser herida de aquella forma por él:

—Es culpa mía. Ya sabía que no iba a resultar. Cuando eres cruel, odio hacer el amor.

Se ha tirado de bruces y se ha quedado inmóvil, pensando. Ha murmurado:

—Alguien me ha dicho lo mismo hace poco. Pero ¿quién ha sido? ¿Y cuándo?

—¿Una de las otras te ha dicho que eras cruel? ¡Vaya, hombre!

—¡No! Yo no soy cruel. Nunca he sido cruel. ¿Cómo podría serlo?

La persona que hablaba entonces era el Saúl bueno. No sabía lo que decir, por miedo a que se escurriera y volviera el otro.

—¿Qué puedo hacer, Anna?

—¿Por qué no vas a un curandero?

Al oír esto, como si le hubieran dado la corriente, ha soltado su carcajada triunfal y ha dicho:

—¿Quieres meterme en un manicomio? ¿Para qué voy a pagarle a un psicoanalista, teniéndote a ti? Tienes que pagar tu precio por ser una persona normal y sana. No eres la primera que me dice que vaya a un encogedor de cabezas. En fin, que no me voy a dejar mandar por nadie.

Ha saltado de la cama y se ha puesto a gritar:

—Yo soy yo, Saúl Green, yo soy lo que soy, lo que soy. Yo...

Ha empezado el discurso de los yo, yo, yo, pero de pronto se ha detenido. O, mejor, ha hecho un alto dispuesto a continuar: se ha quedado inmóvil, con la boca abierta y en silencio. Y después:

—Yo quiero decir Yo...

Eran como los últimos tiros perdidos de una ametralladora, tras lo cual ha observado en tono normal:

—Me voy, tengo que salir de aquí.

Y se ha ido, subiendo las escaleras a saltos, frenéticos y enérgicos. Oía cómo abría cajones y los cerraba a golpes. He pensado: «¿Se irá tal vez para siempre». Pero, al cabo de un momento, volvía a bajar y llamaba a la puerta. Me he reído, pensando que era una broma para pedir excusas.

—Pase, señor Green.

Y ha entrado, diciendo con desagrado, entre cortés y ceremonioso:

—He decidido que quería dar un paseo, porque me estoy enmoheciendo en este piso.

He caído en la cuenta de que, mientras estaba en su habitación, lo que había sucedido durante los últimos minutos en su mente ya había cambiado.

—Muy bien; es una tarde perfecta para dar un paseo.

Por su parte, y con un candor entusiasta, ha manifestado:

—Vaya, pues tienes razón.

Ha bajado las escaleras como quien se escapa de la cárcel. He estado tumbada mucho rato, oyendo el batir de mi corazón, sintiendo cómo el estómago se me revolvía. Después he venido a escribir esto. Sin embargo, de la felicidad, de la normalidad, de la risa, no pienso escribir una sola palabra. Dentro de cinco o diez años, al leerlo, será el recuerdo de dos personas locas y crueles.

Ayer noche, al terminar de escribir, saqué el whisky y me llené un vaso. Estuve sorbiéndolo poco a poco, bebiéndolo de manera que el alcohol me resbalara y cayera contra la tensión que sentía por debajo del diafragma, con el ánimo de insensibilizarlo. Pensé: «Si continuara con Saúl, no me costaría nada convertirme en una alcohólica. ¡Qué convencionales somos! El simple hecho de haber perdido mi voluntad, de pasar a ratos por unos celos fanáticos, de ser capaz de disfrutar atolondrando a un hombre que está enfermo, no me escandaliza tanto como la idea de que pueda alcoholizarme. Pero ser una alcohólica apenas es nada, comparado con el resto». Me bebí el whisky y pensé en Saúl. Lo imaginé saliendo del piso para telefonear a una de sus mujeres desde abajo. Los celos me recorrieron todas las venas del cuerpo, como un veneno, alterando mi respiración, haciéndome daño a los ojos. Luego lo imaginé a trompicones por la ciudad, enfermo, y tuve miedo, pensando que no hubiera debido dejarle marchar, aunque me hubiera sido imposible retenerle. Estuve largo rato preocupada. Pero luego pensé en la otra mujer, y los celos volvieron a agitarme la sangre. Le odié. Recordé el tono frío de sus diarios y le odié por ello. Subí, diciéndome que no debía hacerlo, pero sabiendo que lo iba a hacer, y miré en su diario. Ni siquiera se había molestado en esconderlo. Me pregunté si no habría escrito alguna cosa para que yo la viera. No había nada de la semana anterior, pero bajo la fecha de ayer podía leerse: «Estoy prisionero. Estoy enloqueciendo lentamente de frustración».

Observé cómo el despecho y la ira me traspasaban. Y pensé sensatamente, por un momento, que durante aquella semana había estado calmado y feliz como nunca. ¿Por qué, entonces, reaccionaba ofendida ante aquella anotación? No obstante, me sentía herida y desgraciada, como si aquellas palabras borraran toda la semana. Bajé y pensé en Saúl. Le vi con una mujer, y me dije: «Tiene razón al odiarme y preferir a otras. Soy realmente odiosa». Y me puse a pensar con añoranza en la otra mujer, amable y generosa, y con la fuerza suficiente para darle lo que él quería, sin pedirle nada a cambio.

Me acuerdo de Madre Azúcar y de cómo me «enseñó» que las obsesiones de los celos son, en gran parte, un problema de homosexualidad. Pero entonces la lección me había parecido bastante académica, sin que tuviera ninguna relación conmigo, con Anna. Me pregunté, pues, si no sería que deseaba hacer el amor con la mujer con quien él estaba en aquellos momentos.

Luego se produjo en mí un instante de lucidez y comprendí que (*18) había penetrado en su chifladura: él iba en busca de aquella figura sabia, cariñosa y toda maternal, que además era la compañera en el juego sexual. Como yo había pasado a ser parte de él, buscaba lo mismo, puesto que también la necesitaba y porque además deseaba convertirme en ella. Comprendí que ya no me podía separar de Saúl, y esto me aterrorizó aún más, porque mi inteligencia me decía que aquel hombre repetía el mismo ciclo continuamente: cortejaba a una mujer con su inteligencia y simpatía, reclamándola emocionalmente; luego, cuando ella a su vez empezaba a reclamar para sí, él se escapaba. Cuanto mejor fuera la mujer, antes empezaba él a huir. Esto lo sabía por mi inteligencia, pero continué en la habitación a oscuras, mirando el brillo neblinoso y mojado del firmamento londinense, deseando con todas mis fuerzas a aquella mujer mítica, deseando ser ella para Saúl.

Me encontré tumbada en el suelo, sin poder respirar a causa de la tensión del estómago. Fui a la cocina y bebí más whisky, hasta que la ansiedad disminuyó un poco. Regresé al cuarto grande y traté de volver a ser yo, viendo a Anna, una diminuta figura sin importancia en el piso feo de una casa fea que estaba a punto de derrumbarse, con el enorme yermo londinense a su alrededor. No pude. Estaba desesperadamente avergonzada, encerrada dentro de Anna, de los terrores de un animalito insignificante. Me repetía continuamente: «Ahí fuera está el mundo, y me importa tan poco que ni siquiera he leído los periódicos de toda una semana». Fui a buscar los periódicos de la semana y los extendí a mi alrededor. Durante la semana, las cosas se habían ido desarrollando: aquí una guerra, allí una discusión. Era como perderse las entregas de un serial, pero se podía adivinar lo que había pasado por la lógica interna de la historia. Me sentí aburrida y vieja, sabiendo que, sin haber leído los periódicos, podía haber acertado, por experiencia política, lo que había pasado en toda una semana. La sensación de trivialidad, la aversión a lo frívolo, mezclado con el miedo, además del avance hacia un nuevo conocimiento, a una mayor comprensión; todo aquello salía de Anna, del animalito aterrado que estaba sentado en el suelo y agazapado. Aquello era el «juego», pero suscitado por el terror. Eso es: me invadió el terror de las pesadillas. Estaba sintiendo el terror de las guerras como se experimenta en las pesadillas, no en el sopesar intelectual de las posibilidades, sino conociendo, con mis nervios y mi imaginación, el miedo de la guerra. Lo que leía en aquellos periódicos esparcidos a mi alrededor se hizo real. No se trataba ya de un miedo abstracto e intelectual. Hubo una especie de cambio en los equilibrios que tenía establecidos en el cerebro, en la forma de pensar. Era el mismo tipo de reordenación de hace unos días, cuando palabras como democracia y libertad se habían desvanecido bajo la influencia de una nueva forma de ver la evolución real del mundo hacia un poder oscuro e inflexible.
Supe
, pero naturalmente, la palabra así, escrita, no puede comunicar su cualidad cognoscitiva, pues sea lo que sea posee ya su lógica propia y su fuerza. Los enormes arsenales del mundo tienen también su dinámica interna, y mi terror, el auténtico terror nervioso de la pesadilla, era parte de aquella dinámica. Esto lo sentí como una visión, en un nuevo tipo de conocimiento. Y supe que la crueldad y el despecho, así como los «yo, yo, yo, yo» de Saúl y de Anna, eran parte de la lógica de la guerra; supe lo fuertes que eran estas emociones de una forma que no iba a olvidarlo jamás. Todo aquello iba a formar parte de la manera como vería el mundo a partir de entonces.

Ahora, al escribirlo, y al leer lo que he escrito, no queda nada de todo aquello, pues son sólo palabras sobre el papel, que no puedo comunicarme ni a mí misma, cuando releo este conocimiento de la destrucción como una fuerza. Ayer por la noche estaba inerme en el suelo, sintiendo intensamente que jamás en mi vida lo iba a olvidar, pero se trataba de un conocimiento que no aparece en las palabras que ahora escribo.

Al pensar cómo iba a estallar la guerra y cómo se produciría el caos, sentí un sudor frío. Luego pensé en Janet, en aquella niña, encantadora y bastante convencional en el colegio femenino, y sentí ira, ira por que alguien pudiera hacerle daño. Me puse de pie, preparándome para luchar contra el terror. Me sentí exhausta, pues el terror se había ido y aparecía en las líneas impresas de los periódicos. Estaba inerme a causa del agotamiento y sin necesidad ya de herir a Saúl. Me desnudé y me metí en la cama. Al recobrarme, comprendí el alivio que debe de sentir Saúl cuando las garras de la locura le dejan de apretar el cuello.

Estuve echada pensando en él, con calor y objetividad.

Luego oí afuera el ruido de sus pasos furtivos, e inmediatamente volvió a establecerse la corriente. Sentí una oleada de miedo y de ansiedad. No quería que entrara o, mejor dicho, no quería que entrara la persona de aquellos pasos furtivos. Se detuvo un rato al otro lado de la puerta de mi cuarto, escuchando. No sé qué hora podía ser entonces, pero a juzgar por la luz del cielo, era de madrugada. Oí cómo subía de puntillas, con muchísimo cuidado. Le odié. Estaba horrorizada de que pudiera volverle a odiar tan pronto. Permanecí quieta, esperando que bajara. Entonces me deslicé arriba, a su cuarto. Abrí la puerta y, a la luz tenue de la ventana, pude verle enroscado, muy recogidito bajo las mantas. El corazón se me encogió de compasión. Me deslicé dentro de la cama, a su lado, y él se volvió para abrazarme con fuerza. Supe que había estado yendo a trompicones por la calle, enfermo y solitario, por la manera que me cogía.

Esta mañana le he dejado durmiendo y he hecho café. He arreglado el piso y me he forzado a leer los periódicos. No sé
quién
va a bajar las escaleras. Me estoy leyendo los periódicos, pero ya no con aquel conocimiento nervioso, sino solamente con mi inteligencia, y pienso cómo yo, Anna Wulf, estoy esperando sin saber quién va a bajar las escaleras: si va a ser el hombre cariñoso y fraternal que me conoce a mí, Anna, el niño furtivo y astuto, o el loco dominado por el odio.

Esto ocurrió hace tres días, que los he pasado inmersa en la locura. Saúl apareció con aspecto de enfermo. Sus ojos eran como unos animales muy brillantes y cautos dentro de círculos de carne marrón y azulada. Tenía la boca prieta, como un arma, con el aire vivaracho de un soldado. Yo sabía que todas sus energías estaban dedicadas meramente a no desintegrarse, pues todas sus diferentes personalidades estaban fundidas en el ser que luchaba tan sólo por sobrevivir. Me dirigió repetidas miradas de socorro, de las que él no era consciente. No era más que una criatura en los límites de sí mismo. En respuesta a las necesidades de esta criatura, yo me sentía tensa y preparada a soportar la carga. Los periódicos estaban sobre la mesa. Al entrar él, los puse aun lado, sintiendo que el terror que había experimentado yo por la noche estaba demasiado cerca, y que era demasiado peligroso para él, aunque en aquel momento yo no lo sentía ya. Tomó café y empezó a hablar de política, dirigiendo miradas al montón de periódicos. Hablaba sin poder remediarlo. No era el yo, yo, yo, que acusa y reta triunfalmente al mundo. Hablaba para conservarse entero. Hablaba y hablaba sin que sus ojos estuvieran implicados en lo que decía.

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