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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (97 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—No, esto no lo puedo hacer.

En aquel punto el carcelero sonrió simplemente, pues no necesitaba decir: «Entonces, te reconoces culpable». Luego vi a un soldado cubano, al soldado de Argelia, con el fusil en la mano. Más adelante fue el recluta británico, forzado a hacer la guerra en Egipto, muerto por una futesa. Luego a un estudiante de Budapest, lanzando una bomba de fabricación casera a un gran tanque negro ruso. Después a un campesino de una parte desconocida de China, marchando en una procesión de un millón de personas.

Estas imágenes pasaron rápidamente frente a mis ojos. Pensé que cinco años antes las imágenes hubieran sido distintas, y que en cinco años serían distintas de nuevo, pero que ahora era lo que unía a un determinado tipo de personas, que se desconocían como individuos.

Cuando las imágenes cesaron de producirse, volví a tomar nota y a darles un nombre. Se me ocurrió que el señor Mathlong no se había presentado. Pensé que unas horas antes había sido el loco señor Themba, y que ello había ocurrido sin ningún esfuerzo consciente por mi parte. Me dije que deseaba ser el señor Mathlong, que me forzaría a ser su persona. Preparé la escena de todos los modos imaginables. Traté de imaginarme siendo un negro en territorio ocupado por los blancos, humillado en su dignidad de ser humano. Traté de imaginármelo en la escuela de la misión, y luego como estudiante en Inglaterra. Traté de crearlo y fracasé totalmente. Traté de hacerle aparecer en mi habitación, como una figura cortés e irónica, pero fracasé. Me dije que había fracasado porque esta figura, a diferencia de todas las otras, tenía una cualidad de desprendimiento. Era el hombre que representaba actos, pues hacía papeles que él creía necesarios para el bien de los demás, incluso cuando mantenía una duda irónica sobre el resultado de sus acciones. Me pareció que aquel tipo de objetividad era algo que todos necesitábamos mucho en la época actual, pero que muy pocos poseían, y que yo estaba ciertamente muy lejos de alcanzar.

Me dormí. Cuando desperté, era ya de mañana, pues pude ver que el techo de la habitación estaba pálido e inactivo, turbado por las luces de la calle, y que el cielo era de un púrpura brillante, húmedo y con una luna invernal. Mi cuerpo protestó contra su soledad, pues Saúl no estaba. No volví a dormirme. Me había disuelto en el odio de la mujer traicionada. Estuve con los dientes apretados, negándome a pensar, sabiendo que todo lo que pensara surgiría de la solemnidad de aquel miserable sentimiento. Luego oí que Saúl entraba. Lo hizo sigilosamente y furtivamente, yéndose directamente arriba. Esta vez no subí. Sabía que aquello significaría que por la mañana estaría resentido contra mí, que su mala conciencia, su necesidad de traicionarme, necesitaba que yo le tranquilizara, acudiendo junto a él.

Cuando bajó era ya tarde, casi la hora de almorzar, y yo sabía que aquél era el hombre que me odiaba. Dijo muy fríamente:

—¿Por qué dejas que duerma hasta tan tarde?

—¿Por qué debo ser yo quien te diga a qué hora debes levantarte?

—Tengo que salir para ir a almorzar. Tengo un almuerzo de negocios.

Por la manera como lo dijo, sabía yo que no se trataba de un almuerzo de negocios, y que había dicho las palabras de aquella manera para que yo supiera que no lo era.

Volví a sentirme muy enferma, y entré en mi habitación. Preparé los cuadernos. Él se asomó por la puerta, mirándome.

—Supongo que estás anotando mis crímenes.

Parecía que la idea le agradaba. Estaba guardando tres de los cuadernos.

—¿Por qué tienes cuatro cuadernos?

—Está claro, porque sentí la necesidad de dividirme, pero a partir de ahora sólo usaré uno.

Me interesó oírme decir esto, porque hasta aquel momento no lo había sabido ni yo misma. Estaba de pie junto a la puerta, aguantándose contra el marco con ambas manos. Sus ojos me escudriñaban con odio. Pude ver la puerta blanca, con sus anticuadas e innecesarias molduras, y pensé que las molduras de la puerta recordaban un templo griego, que provenían de allí, de las columnas de un templo griego, y que a su vez recordaban a un templo egipcio, y que al mismo tiempo recordaban el haz de cañas con el cocodrilo. Allí estaba el americano, agarrándose con ambas manos a toda aquella historia, con miedo de caerse, odiándome a mí, su carcelero. Le dije, como ya le había dicho otras veces:

—¿No encuentras extraordinario que nosotros dos, siendo seres con cierta personalidad —sea cual sea el sentido de la palabra—, lo suficientemente amplia como para abarcar todo tipo de cosas (política, literatura y arte), ahora que estamos locos lo concentremos todo en una cosita, en que yo no quiero que tú te vayas a dormir con otra y que tú sientas la necesidad de engañarme?

Durante un momento volvió a ser él mismo, al reflexionar sobre ello, y luego se desvaneció o se diluyó, y el furtivo antagonista dijo:

—No vas a hacerme caer con esa artimaña, no lo esperes.

Se fue arriba y, cuando volvió a bajar, unos minutos más tarde, dijo alegremente:

—¡Eh, que llegaré tarde si no me voy ahora! Hasta luego, nena.

Se marchó, llevándoseme consigo. Pude sentir cómo una parte de mi persona salía de la casa con él. Sabía cómo salía de la casa. Bajaba las escaleras a trompicones, deteniéndose un instante en la calle. Luego se puso a caminar con cautela, con el andar defensivo de los americanos; es el andar de gente preparada a defenderse, hasta que llegó a un banco, o tal vez unos peldaños en una parte cualquiera, y se sentó. Había dejado los diablos detrás, junto a mí, y durante un momento se sintió libre. Pero yo sentí el frío de la soledad que emanaba de su persona. El frío de la soledad me rodeaba por todas partes.

Miré el cuaderno, pensando que si llegaba a escribir en él, Anna volvería, pero no logré hacer que mi mano avanzara para coger la pluma. Telefoneé a Molly. Cuando contestó, me di cuenta de que no podía decirle lo que me estaba pasando. No podía hablarle. Su voz, alegre y llena de sentido común, como siempre, me resonaba como el graznido de un pájaro extraño, hasta el punto de oír mi propia voz, alegre y vacía.

—¿Qué tal tu americano?

—Bien... ¿Qué tal Tommy?

—Acaba de firmar un contrato para recorrer el país dando una serie de conferencias sobre la vida de un minero, ¿sabes?

—Estupendo.

—Sí, desde luego. Habla simultáneamente de irse a luchar con el FLN argelino o a Cuba. Un grupo de ellos estuvieron en casa ayer noche, y hablan de marcharse, no importa a qué revolución, con tal de que sea una revolución.

—A su mujer no le haría mucha gracia.

—No, es lo que le he dicho a Tommy cuando me enfrentó con ello, muy agresivamente, esperando que le disuadiera. No soy yo, es tu sensata mujercita, le dije. Por mí, tienes mi bendición, le precisé; se trata de cualquier revolución, sea cual sea, porque está claro que ninguno de nosotros puede soportar las vidas que llevamos. Él dijo que mi actitud era muy negativa. Más tarde me telefoneó para decirme que, desgraciadamente, no podía irse de momento, porque iba a dar esta serie de conferencias sobre «la vida de un minero». Anna, ¿me ocurre sólo a mí?

Siento que vivo como en una farsa increíble.

—No, no eres tú sola.

—Ya lo sé, y esto empeora las cosas.

Colgué el aparato. El espacio de suelo, entre donde yo estaba y la cama, se alzaba, combándose. Las paredes parecían combarse también hacia dentro, y luego flotar, hasta desvanecerse en el espacio. Por un instante, me encontré en el espacio; las paredes habían desaparecido y me pareció como si me encontrara al pie de unas ruinas. Sabía que debía irme a la cama. Entonces anduve cuidadosamente por un suelo que subía y bajaba, y me tumbé. Pero yo, Anna, no estaba allí. Luego me dormí, aunque al dormirme ya sabía que no era un dormir natural. Podía ver el cuerpo de Anna tendido sobre la cama. Y en la habitación, una tras otra, entraban personas que yo conocía y se quedaban al pie de la cama, como intentando amoldarse al cuerpo de Anna. Yo me quedé a un lado, mirando, interesada, al próximo que entrara en la habitación. Fue Maryrose, una chica bonita y rubia, con una sonrisa cortés. Luego fue George Hounslow, y la señora Boothby, y Jimmy. Esta gente se detenía, miraba a Anna y proseguía su camino. Yo estaba a un lado, preguntándome: «¿A quién se va a aceptar?». Entonces sentí peligro, pues entró Paul, muerto, y vi su sonrisa seria y triste al inclinarse sobre ella. Después se disolvió dentro de ella y yo, gritando de miedo, me abrí camino entre una muchedumbre de espíritus indiferentes hasta alcanzar la cama, a Anna, a mí misma. Luché para volver a entrar en ella. Luchaba contra el frío, contra un frío terrible. Tenía las manos y los pies entumecidos de frío, y Anna estaba fría porque dentro de ella estaba Paul muerto. Percibía su sonrisa seria y desprendida en el rostro de Anna. Al cabo de una corta lucha, en defensa de mi vida, volví a deslizarme al interior de mí misma y me tumbé fría, muy fría. En sueños volví a encontrarme en Mashopi, pero los espíritus estaban colocados a mi alrededor según un orden, como estrellas en su sitio correspondiente, y Paul era un espíritu entre todos los demás. Nos sentamos bajo los eucaliptos, a la polvorienta luz de la luna, con las narices impregnadas del olor de vino dulce derramado y con las luces del hotel que relucían atravesando la carretera. Era un sueño ordinario, y yo supe que me había salvado de la desintegración, porque era capaz de soñar así. El sueño se desvaneció, dejando una dolorosa nostalgia. En el sueño me dije que debía mantenerme entera; lo lograrás si coges el cuaderno azul y escribes en él. Sentí la inercia de mi mano, que estaba fría y era incapaz de coger la pluma. Pero, en lugar de la pluma, lo que tenía en la mano era un arma. Y yo no era Anna, era un soldado. Sentía el uniforme sobre mí, pero yo no lo conocía. Estaba de pie, en medio de una noche fría, no sé dónde, rodeado de grupos de soldados que se iban moviendo despacio, preparando la comida. Alcancé a oír el sonido del metal contra el metal, al colocar los fusiles en un montón. Frente a mí, no sabía dónde, estaba el enemigo. Pero no sabía quién era, ni cuál era mi causa. Vi que tenía la piel negra. Primero pensé que era africano o negro. Entonces vi que tenía un vello negro y brillante en el antebrazo de color de bronce, que era con el que aguantaba un fusil que brillaba a la luz de la luna. Comprendí que estaba en una colina de Argelia. Era un soldado argelino y luchaba contra los franceses. Pero el cerebro de Anna funcionaba dentro de la cabeza de aquel hombre y pensaba: «Sí, voy a matar, incluso torturaré porque es necesario, pero lo haré sin fe, porque ya no es posible organizarse para luchar y matar sin saber que una nueva tiranía surgirá de ello». Sin embargo, uno tiene que luchar y organizarse. Luego, el cerebro de Anna se apagó como la llama de una vela. Era el argelino, que creía, lleno del coraje que proporciona la fe. El sueño se invadió de terror, porque Anna corría de nuevo el peligro de desintegrarse completamente. El terror me hizo salir del sueño y ya no fui el centinela de guardia a la luz de la luna, con los grupos de compañeros moviéndose calladamente detrás, alrededor de las hogueras de la cena. De un brinco me elevé del suelo argelino, seco y lleno del olor del sol, y me encontré en el aire. Tuve el sueño de volar, que hacía ya mucho tiempo que no lo había tenido, y casi lloré de alegría porque volvía a mantenerme en el aire. El sueño de volar es, esencialmente, un sueño de gozo, gozo en la ligereza y en la libertad del movimiento. Me encontré a gran altura en el aire, por encima del Mediterráneo, y sabía que podía ir a cualquier parte. Quise ir a Oriente. Quería ir a Asia, quería visitar al campesino. Volaba a una altura inmensa, con las montañas y el mar debajo de mí, pisando sin ninguna dificultad el aire con los pies. Pasé por unas montañas muy grandes y debajo estaba China. Dije en el sueño: «Estoy aquí, porque quiero ser un campesino junto con los otros campesinos». Me acerqué a una aldea y vi campesinos que trabajaban en los campos. Se les veía llenos de un firme propósito que me atrajo. Hice que los pies me descendieran cuidadosamente a la tierra. El gozo del sueño tenía una intensidad como nunca la había experimentado. Era el gozo de la libertad. Descendí a la vieja tierra de China. Había una campesina a la puerta de su cabaña. Me acerqué, caminando hacia ella, y del mismo modo que Paul se había inclinado junto a Anna mientras dormía, poco antes, con la necesidad de convertirse en ella, yo me mantuve junto a la campesina, necesitando entrar dentro de ella, ser ella misma. No me fue difícil, pues se trataba de una mujer joven, y estaba embarazada, pero estaba ya ajada por el trabajo. Entonces me di cuenta de que dentro de ella todavía tenía el cerebro de Anna y, que estaba pensando ideas de forma mecánica, ideas que clasifiqué de «progresistas y liberales»: que era tal y tal, formada por tal movimiento, tal guerra, tal experiencia. La «nombraba» a partir de una personalidad ajena. Entonces el cerebro de Anna empezó a apagarse y a desvanecerse, como en la colina argelina. Y dije: «No te dejes asustar esta vez por el terror de la desintegración. Espera...». El terror, sin embargo, era demasiado fuerte. Me hizo salir de la campesina y me quedé a su lado, mirando cómo atravesaba un campo e iba a unirse a un grupo de hombres y mujeres que trabajaban. Llevaban uniformes. Pero el terror había ya destrozado el gozo, y los pies ya no podían pisar el aire. Me removí frenéticamente, tratando de encaramarme al aire por encima de las montañas negras que me separaban de Europa, que ahora, desde el sitio en que estaba, parecía un margen diminuto e insignificante del gran continente, como una enfermedad en la que volvía a caer, pero no pude volar, no podía salir del llano en que estaban trabajando los campesinos, y el miedo de quedarme allí prisionera me despertó. Me desperté ya avanzada la tarde. La habitación estaba llena de tinieblas y el tránsito rugía fuera, en la calle. Al despertar, fui una persona cambiada por la experiencia de ser otros. Anna ya no me importaba, pues no me gustaba ser ella. Con un cansado sentido del deber volví a ser Anna, como si me pusiera un vestido sucio y muy usado.

Y entonces me levanté y encendí las luces. Oí que arriba se movía alguien, lo que significaba que Saúl había vuelto. Al oírle, se me encogió el estómago y volví a encontrarme dentro de la Anna enferma y sin voluntad.

Le llamé y me respondió. Como la voz me pareció propicia, desaparecieron mis temores. Luego bajó y la aprensión volvió, porque tenía en la cara una sonrisa caprichosa, que me hizo pensar: «¿Qué papel estará representando?». Se sentó en la cama, me tomó la mano y la miró con una admiración conscientemente absurda. Intuí que la estaba comparando con la mano de la mujer que acababa de dejar o con la mujer que él quería que yo creyera que acababa de dejar.

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