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Authors: Doris Lessing

El Cuaderno Dorado (96 page)

BOOK: El Cuaderno Dorado
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Si tuviera la grabación de momentos como aquél, sería una cinta llena de frases confusas, expresiones y observaciones sin conexión. Aquella mañana era una grabación política, una olla podrida de expresiones políticas. Me quedé escuchando el fluir de sus frases, dichas como un loro. Las clasificaba así: comunista, anticomunista, liberal, socialista. Podía también aislarlas: comunista, americano, 1954; comunista, inglés, 1956; trotskista, americano, principios del 1950; antiestalinismo prematuro, 1954; liberal, americano, 1956. Etcétera. Pensaba que, si Saúl fuera psicoanalista, habría podido utilizar aquel fluir de galimatías, recoger algo y concentrarse en ello, puesto que es un hombre profundamente político y es en política donde resulta más serio. Entonces le hice una pregunta y comprendí que había tocado algo en él. Se sobresaltó, se sobrepuso, aspiró aire, se le aclararon los ojos y me miró. Repetí la pregunta, que trataba del derrumbamiento de la tradición política socialista en América. Me pregunté si hacía bien en detener aquel fluir de palabras, puesto que a él le servía para mantenerse entero, para evitar derrumbarse. Entonces, como parecía una máquina, una grúa que estuviera levantando un gran peso, vi que el cuerpo se le tensaba y que se concentraba para empezar a hablar. Me refiero a
él
, suponiendo que pueda enmarcar una personalidad y que haya en
él
un hombre real. ¿Cómo puedo suponer; que una de las personas que es Saúl es más él que las demás? A pesar de ello, lo creo. Al hablar en aquellos momentos, fue el hombre que pensaba, juzgaba, comunicaba y oía lo que yo decía; era el hombre que aceptaba responsabilidades.

Empezamos a discutir la situación de la izquierda en Europa, la fragmentación de los movimientos socialistas en todas partes. Naturalmente, ya lo habíamos discutido con anterioridad, pero nunca con tanta calma y claridad. Recuerdo haber pensado que era extraño que pudiéramos ser tan objetivos e inteligentes, cuando los dos estábamos enfermos de tensión y ansiedad. Y pensé asimismo que estábamos hablando de movimientos políticos, del desarrollo o de la derrota de éste u otro movimiento socialista, mientras que ayer noche yo había sabido, por fin, que la verdad de nuestra época era la guerra, la inmanencia de la guerra. Me pregunté si no era una equivocación hablar de todo aquello, puesto que las conclusiones a que llegábamos eran tan deprimentes y que aquel tipo de depresión había contribuido a ponerle enfermo. Pero ya era demasiado tarde. Para mí suponía un alivio enfrentarme con la persona real en vez de hacerlo con la algarabía del loro. En un momento dado, yo hice una observación, no recuerdo qué, y toda su figura se estremeció al cambiar de velocidad. ¿De qué otro modo podría expresar aquella reacción? Algo de su interior se estremeció y adoptó en seguida otra personalidad. Aquella vez pasó a ser el muchacho de clase obrera, puro y socialista, un muchacho, no un hombre, y se reanudó el fluir de las consignas. Todo su cuerpo se estremecía y gesticulaba, insultándome, puesto que insultaba a una burguesa liberal. Me quedé pensando en lo raro que era, si bien yo sabía que entonces no era «él», que los insultos eran mecánicos y salidos de una personalidad de un tiempo anterior. Me ofendieron y me enojaron, y comencé a sentir un dolor en la espalda, mientras que el estómago se me encogía, como en una reacción contra ello. Para huir de aquella reacción me fui al cuarto grande, y él me siguió gritando:

—No puedes aceptarlo, ya sé que no puedes aceptarlo, ¡inglesa de mierda!

Le cogí por los hombros y le sacudí. Le sacudí hasta que volvió a ser él mismo. Respiró profundamente y hundió por un momento la cabeza en mi hombro. Luego se acercó tambaleándose a la cama y se desplomó de bruces.

Yo me quedé junto a la ventana, mirando a la calle, tratando de calmarme pensando en Janet, pero me parecía muy lejana. La luz del sol era la propia de un sol pálido e invernal. Me pareció lejano. Y también lo que sucedía en la calle. La gente que pasaba no era gente; eran marionetas. Sentí que se producía un cambio dentro de mí, que algo se deslizaba a tumbos, apartándose de mí misma. Supe que aquel cambio era otro paso hacia lo hondo del caos. Toqué la tela de la cortina roja, y mis dedos tuvieron la sensación de tocar algo muerto, resbaladizo y viscoso. Vi aquella sustancia, transformada por una máquina, como material muerto que colgaba como una piel seca o como un cadáver inerte junto a mi ventana. A menudo, cuando toco las hojas de las plantas, siento un parentesco con las raíces vivas. Las hojas que respiran, en cambio, me producían entonces una sensación de desagrado, como si fuera un animalito hostil o un enano, aprisionado en el tiesto de tierra y que me odiaba por haberlo apresado. Intenté convocar a Annas más jóvenes y fuertes, a la colegiala londinense o a la hija de mi padre, pero a estas Annas sólo las pude ver como algo separado de mí. Entonces pensé en un rincón de un campo africano, me forcé a estar de pie sobre una arena blancuzca y brillante, dándome el sol en el rostro, pero no pude sentir ningún calor. Pensé en mi amigo, el señor Mathlong, pero él también estaba muy lejano. Traté de obtener la conciencia de un sol amarillo y ardiente, convocando al señor Mathlong, cuando de súbito ya no fui el señor Mathlong, sino el loco Charlie Themba. Me convertí en él. Era muy fácil ser Charlie Themba. Era como si estuviera allí mismo, junto a mí, aunque formaba parte de mí, con su cuerpo pequeño, puntiagudo y oscuro, mirándome con su cara pequeña, inteligente y acalorada de indignación. Entonces fue cuando se fundió en mí. Yo me encontré en una cabaña, en la provincia septentrional, y mi esposa era enemiga mía, y mis colegas del Congreso, antes amigos míos, trataban de envenenarme, y por entre las cañas yacía un cocodrilo muerto, muerto por una lanza envenenada, y mi mujer, comprada por mis enemigos, iba a darme de comer de aquella carne de cocodrilo, y al acercarla a mis labios, moriría, dada la encarnizada enemistad de mis ultrajados antepasados. Olía la carne fría y en descomposición del cocodrilo y miré por la puerta de la cabaña, viendo el cocodrilo muerto, que se balanceaba ligeramente sobre el agua caliente y podrida por entre las cañas del río. Luego descubrí los ojos de mi mujer que miraban a través de las cañas de las paredes que formaban la cabaña, para ver si podía entrar sin peligro. Entró encorvándose al pasar por la puerta, con las faldas recogidas por aquella mano alevosa y falsa, que yo tanto odiaba, mientras que en la otra mano llevaba un plato de latón con los trozos de carne maloliente, preparada para que yo me la comiera.

Luego, frente a mis ojos apareció la carta que aquel hombre me había escrito y, de un salto, me libré de la pesadilla como si hubiera salido del interior de una fotografía. Estaba junto a la ventana, sudando de terror por ser Charlie Themba, loco y paranoico, el hombre odiado por los blancos y repudiado por sus compañeros. Permanecí inerme, con un cansancio frío, y traté de hacer aparecer al señor Mathlong. Pero aunque podía verle claramente, andando bastante encorvado a través de un espacio polvoriento iluminado por el sol, yendo por las barracas de techo de latón, con una sonrisa cortés, incansable y bastante irónica, estaba separado de mí. Me agarré a la cortina de la ventana para no caerme y sentí la tela fría y resbaladiza de las cortinas entre los dedos, como carne muerta, y cerré los ojos. Con los ojos cerrados comprendí, entre las ondas del mareo, que yo era Anna Wulf, antes Anna Freeman, que estaba de pie junto a la ventana de un piso feo y viejo de Londres, y que detrás de mí, en la cama, estaba Saúl Green, el americano errante. Pero no sé cuánto tiempo estuve allí. Me recobré como si saliera de un sueño, sin saber en qué habitación se despierta una. Me di cuenta de que yo, como Saúl, había perdido el sentido del tiempo. Miré el cielo frío y blancuzco, y también el sol deformado y frío. Me volví cautelosamente para inspeccionar la habitación. El cuarto estaba bastante oscuro, y la estufa de gas relucía sobre el suelo. Saúl estaba echado, completamente inmóvil. Caminé con cuidado a través del suelo, que parecía alzarse y combarse bajo mis pies, y me incliné para mirar a Saúl. Estaba dormido, y parecía irradiar frío. Me eché a su lado, haciendo que mi cuerpo encajara contra la curva de su espalda. No se movió. Entonces, de repente, recobré el sentido y comprendí lo que significaba cuando yo decía: «Soy Anna Wulf y éste es Saúl Green y tengo una hija que se llama Janet». Me apreté contra él, y él se volvió con brusquedad, con el brazo como si fuera a parar un golpe. Tenía la cara blanca como un muerto. Los huesos de la cara se le salían a través de la piel. Los ojos tenían un color gris y sin lustre, propios de un enfermo. Echó la cabeza entre mis pechos y yo lo abracé. Volvió a dormirse y yo traté de sentir el tiempo. Pero el tiempo había salido de mí. Estuve echada con el peso frío de aquel hombre contra mí, como junto a un pedazo de hielo, y traté de conseguir que mi carne se calentara para poder calentar la suya. Pero el frío de su cuerpo pasó al mío. Entonces yo le empujé con cuidado, para que quedara tapado por las mantas y nos quedamos echados debajo de las fibras calientes. Poco a poco, desapareció el frío, y su carne se calentó junto a la mía. Entonces me puse a pensar sobre la experiencia de haber sido Charlie Themba. Ya no me podía acordar, como ya no podía «recordar» cómo había comprendido que la guerra estaba fermentando dentro de todos nosotros. Aquello quería decir que había vuelto a recobrar el juicio. Pero la palabra juicio no significaba nada, de la misma manera que la palabra locura tampoco significaba nada. Estaba oprimida por una conciencia de inmensidad, por una sensación de enormidad, pero no como cuando jugaba al «juego», limitada a lo absurdo. Me acobardé y no comprendí por qué razón tenía que estar loca... o en mi juicio. Al mirar por encima de la cabeza de Saul, todas las cosas del cuarto me parecieron llenas de malicia y amenazadoras, sin valor y absurdas. Incluso entonces podía sentir las cortinas muertas y resbaladizas entre los dedos.

Me dormí y tuve el sueño. Esta vez sin ningún disfraz. Yo era la maliciosa figura masculina y femenina del enano, el principio del gozo en la destrucción; y Saul era mi propia imagen, masculina y femenina, mi hermano y mi hermana, y bailábamos al aire libre en un lugar desconocido, bajo enormes edificios blancos que estaban llenos de máquinas horribles, amenazadoras y negras. En el sueño, él y yo, o ella y yo, éramos amigos; no éramos hostiles el uno para el otro, pues estábamos unidos por la maldad y el despecho. En el sueño había un terrible deseo nostálgico, el deseo de la muerte. Nos acercamos el uno al otro y nos besamos, enamorados. Era terrible, incluso en el sueño me daba cuenta, porque reconocí aquellos sueños comunes a todo el mundo, puesto que la esencia del amor o de la ternura se hallaba concentrada en un beso o en una caricia, si bien era la caricia de dos criaturas semihumanas que celebraban la destrucción.

En el sueño había un gozo terrible. Cuando me desperté, la habitación estaba oscura y el resplandor de la estufa era muy rojo. El gran techo blanco estaba cubierto de una sombra reposada y yo me sentía llena de alegría y de paz. Me pregunté cómo un sueño tan terrible me podía dejar en tal estado, y entonces me acordé de Madre Azúcar, y pensé que quizá por primera vez había tenido el sueño «positivamente», aunque no supiera lo que esto podía significar.

Saul no se había movido. Yo estaba entumecida y moví los hombros. Él se despertó, asustado y llamó:-«¡Anna!», como si yo estuviera en otra habitación o en otro país.

—Estoy aquí.

Tenía el pene en erección. Hicimos el amor. El acto amoroso participaba del calor que había habido en el acto amoroso del sueño. Luego se incorporó sobre el lecho y dijo:

—¡Dios mío! ¿Qué hora es?

—Las cinco o las seis, imagino.

—¡Jesús, no puedo malgastar la vida durmiendo de esta forma!

Y salió precipitadamente de la habitación.

Yo me quedé echada en la cama. Me sentía feliz. Aquel estado placentero, que tanto me llenaba entonces, era más fuerte que las desgracias y la locura del mundo o, por lo menos, así me lo pareció. Pero entonces la felicidad comenzó a escurrirse, y me quedé echada, pensando: «¿Qué será esto que tanto necesitamos? (Me refería a las mujeres.) ¿Y cuál es su valor? Lo tuve con Michael, pero no significó nada para él, porque, si no, no me hubiera dejado. Y ahora lo tengo con Saul, agarrándome a ello como si fuera un vaso de agua y yo tuviera sed. Pero, si pienso en ello, se desvanece. No quería pensar. Si pensara, no existiría nada entre mi persona y la planta enana del tiesto de la ventana, entre yo y el horror resbaladizo de las cortinas, ni entre yo y el cocodrilo que esperaba entre las cañas».

Permanecí a oscuras en la cama, escuchando el estrépito que hacía Saul arriba, con lo que me sentí ya traicionada. Porque Saúl se había olvidado de la «felicidad». El simple hecho de subir había creado ya un abismo entre él y la felicidad.

Pero yo vi esto no sólo como una negación de Anna, sino también como una negación de la misma vida. Pensé que en esto había una temible trampa tendida a las mujeres, aunque todavía no sé en qué podía consistir, pues no cabe duda de la nueva cuerda pulsada por las mujeres, que es la de sentirse traicionadas. Está en los libros que escriben, en la forma en que hablan, en todas partes y en todo el tiempo. Es una nota solemne, llena de lástima por ellas mismas. Está en mí, Anna traicionada, Anna no amada, Anna a la que se le niega la felicidad, y quien no dice: «¿Por qué me niegas?», sino: «¿Por qué niegas la vida?».

Cuando Saul volvió, vino con prisas y agresividad, con los ojos empequeñecidos, y me dijo:

—Salgo.

—De acuerdo.

Era como el prisionero que se escapaba.

Yo me quedé donde estaba, exhausta por el esfuerzo que hacía para que no me importara el que tuviera que ser el prisionero que se escapa. Mis emociones se habían apagado, pero mi mente seguía trabajando, produciendo imágenes, como en una película. Me fijaba bien en las imágenes, al pasar, pues podía reconocerlas como fantasías compartidas actualmente por un determinado tipo de personas, salidas de un depósito común, común para millones de seres humanos. Vi a un soldado argelino estirado sobre una tabla de tortura, y yo era también él, preguntándome por cuánto tiempo lo podría resistir. Vi a un comunista en una cárcel comunista, y la cárcel estaba indudablemente en Moscú, pero esta vez la tortura era intelectual; esta vez la resistencia era una lucha dentro de los términos de la dialéctica marxista. El punto final de la escena fue cuando el prisionero comunista admitió, aunque después de días de discusión, que defendía la conciencia individual; fue el instante en que un ser humano dice:

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