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Authors: Deborah Harkness

Tags: #Fantástico

El descubrimiento de las brujas (12 page)

BOOK: El descubrimiento de las brujas
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—No es mi vampiro. —Me ruboricé.

—¿Estás segura? —preguntó, mirando los cromados de la máquina de café expreso como si fuera un espejo mágico.

—Sí —respondí con vehemencia.

—Un libro pequeño puede esconder un gran secreto…, uno que podría cambiar el mundo. Tú eres una bruja. Tú sabes que las palabras tienen poder. Y si tu vampiro conociera el secreto, no te necesitaría a ti. —La mirada de Agatha se suavizó, adquiriendo calidez.

—Matthew Clairmont puede pedir el manuscrito él mismo, si tanto lo desea. —La idea de que podría estar haciéndolo en ese momento era tremendamente escalofriante.

—Cuando vuelva a tu poder —dijo con un tono de urgencia en la voz, cogiéndome del brazo—, prométeme que recordarás que vosotras no sois las únicas que necesitáis conocer vuestros secretos. Los daimones formamos parte de esa historia también. Prométemelo.

Sentí una chispa de pánico cuando me tocó, y percibí repentinamente el calor del local y de la gente allí apiñada. De manera instintiva busqué la salida más cercana mientras me concentraba en mi respiración, tratando de controlar el inicio de una reacción de lucha o huida.

—Lo prometo —murmuré vacilante, sin estar segura de qué era lo que estaba prometiendo.

—Bien —dijo ella distraídamente, soltándome el brazo. Su mirada se perdió en el vacío—. Gracias por haber accedido a hablar conmigo. —Agatha miró otra vez la alfombra—. Nos volveremos a ver. Recuerda, algunas promesas son más importantes que otras.

Puse mi tetera y la taza en el recipiente de plástico gris encima del cubo de basura y tiré allí el envoltorio de mi sándwich. Cuando miré por encima del hombro, Agatha estaba leyendo la sección de deportes del periódico de Londres que había dejado el historiador.

Al salir de Blackwell’s, no vi a Miriam, pero pude sentir sus ojos.

El ala Selden se había llenado de humanos normales mientras yo había ido a comer; todos estaban concentrados en su propio trabajo y totalmente ajenos a la cantidad de criaturas no humanas que se movían a su alrededor. Envidiando aquella ignorancia, cogí un manuscrito, decidida a concentrarme, pero mi mente se ocupó de repasar la conversación mantenida en Blackwell’s y los acontecimientos de los últimos días. Hasta cierto punto, las ilustraciones del Ashmole 782 no parecían relacionadas con lo que Agatha Wilson había dicho con respecto al contenido del libro. Y si Matthew Clairmont y la daimón estaban tan interesados en el manuscrito, ¿por qué no lo pedían ellos mismos?

Cerré los ojos, recordando los detalles de mi encuentro con el manuscrito. Traté de encontrar algún orden en los hechos de los últimos días vaciando mi mente e imaginando el problema como un rompecabezas disperso sobre una mesa blanca, para luego organizar las piezas de diferentes colores y formas. Pero, pusiera donde pusiera las piezas, no aparecía ninguna imagen clara. Frustrada, aparté la silla alejándola de mi mesa y me dirigí hacia la salida.

—¿Algún pedido? —preguntó Sean cuando cogió los manuscritos de mis brazos. Le entregué un manojo de formularios de préstamo recién cubiertos. Sonrió ante el grosor del montón, pero no dijo ni una palabra.

Antes de retirarme, tenía que hacer dos cosas. La primera era un asunto de simple cortesía. No sabía cómo lo habían hecho, pero los vampiros habían impedido que la interminable oleada de criaturas no humanas del ala Selden me distrajera. Brujas y vampiros no tenían a menudo motivos para darse las gracias unos a otros, pero Clairmont me había protegido dos veces en dos días. Y yo estaba decidida a no ser desagradecida, ni intolerante como Sarah y sus amigas en el aquelarre de Madison.

—Profesor Clairmont.

El vampiro levantó la vista.

—Gracias —dije simplemente, mirándolo a los ojos y sosteniendo la mirada hasta que él apartó la suya.

—No hay de qué —murmuró, con un tono de sorpresa en la voz.

La segunda cosa que debía hacer era más calculada. Si Matthew Clairmont me necesitaba, yo también lo necesitaba a él. Quería que me dijera por qué el Ashmole 782 despertaba tanto interés.

—Tal vez deberíamos tutearnos. Llámame Diana —dije rápidamente, antes de perder el coraje.

Matthew Clairmont sonrió.

Mi corazón dejó de latir por una fracción de segundo. Ésa no era la sonrisita educada con la que ya estaba familiarizada. Sus labios se curvaron hacia arriba, haciendo que todo su rostro resplandeciera. Santo cielo, sí que era guapo, pensé otra vez, ligeramente deslumbrada.

—Muy bien —replicó en voz baja—, pero entonces tienes que llamarme Matthew.

Asentí con la cabeza, mientras mi corazón todavía latía de forma irregular. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo, soltando hasta el último rastro de preocupación que quedaba después del inesperado encuentro con Agatha Wilson.

Matthew movió la nariz con suavidad. Su sonrisa se hizo más amplia. Fuese lo que fuese que mi cuerpo estaba haciendo, él lo había percibido. Es más, parecía haberlo identificado.

Me ruboricé.

—Que termines bien el día, Diana. —Su voz se detuvo en mi nombre, haciéndolo parecer exótico y extraño.

—Buenas noches, Matthew —respondí, emprendiendo una rápida retirada.

Aquella tarde, remando en el río tranquilo mientras la puesta de sol se convertía en anochecer, vislumbré de vez en cuando una mancha de humo en el camino de sirga, siempre un poco por delante de mí, como una estrella oscura que me guiaba hacia mi hogar.

Capítulo
7

A
las dos y cuarto fui arrancada del sueño por una terrible sensación de estar ahogándome. Moviéndome para salir de debajo de las mantas, transformadas en pesadas y húmedas algas marinas por el poder del sueño, subía hacia las aguas más ligeras por encima de mí. Cuando comencé a moverme, algo me agarró por el tobillo y me arrastró hacia las profundidades.

Como siempre sucede con las pesadillas, me desperté con un sobresalto antes de descubrir quién me retenía desde abajo. Durante varios minutos permanecí allí, desorientada, con mi cuerpo empapado en sudor y mi corazón marcando un ritmo
staccato
que resonaba en el tórax, en medio de las costillas. Cautelosamente, me incorporé. Una cara blanca me miraba desde la ventana con ojos oscuros, huecos.

Demasiado tarde, me di cuenta de que era sólo mi reflejo en el cristal. Apenas pude llegar al baño antes de vomitar. Luego pasé los siguientes treinta minutos acurrucada hecha un ovillo sobre el frío suelo de baldosas culpando a Matthew Clairmont y a las demás criaturas reunidas para molestarme. Finalmente me arrastré hacia la cama y dormí durante unas horas. Al amanecer, con gran esfuerzo, me puse la ropa para remar.

Cuando llegué a la portería, el guardia me dirigió una mirada de asombro.

—No pensará salir a esta hora con la niebla, ¿verdad, doctora Bishop? Tiene aspecto de estar exahusta, si me permite el comentario. ¿No sería mejor que se quedara en la cama un poco más? El río estará ahí mañana.

Después de considerar el consejo de Fred, sacudí la cabeza.

—No, me sentiré mejor si salgo. —En su rostro apareció una expresión de duda—. Además los estudiantes vuelven este fin de semana.

El pavimento estaba resbaladizo por la humedad, de modo que corrí más despacio que de costumbre para compensar el clima y también mi fatiga. Mi camino habitual me llevó a pasar junto al Oriel College y hacia los altos y negros portones de hierro entre Merton y Corpus Christi. Estaban cerrados con llave desde el anochecer hasta el amanecer para evitar que la gente se acercara a los campos junto al río, pero lo primero que uno aprendía cuando remaba en Oxford era a pasar por encima de ellos. Trepé con facilidad.

El conocido ritual de poner el bote en el agua produjo el efecto esperado. Cuando me alejé del embarcadero para perderme en la niebla, ya me sentía casi normal.

Remar en medio de la bruma hace que uno sienta todavía más la sensación de estar volando. La niebla amortigua los sonidos normales de las aves y los coches y amplifica el suave ruido de los remos en el agua y el zumbido de los asientos del bote. Sin la costa ni marcas conocidas para orientarse, sólo se puede navegar siguiendo el instinto.

Al cabo de un rato, estaba remando con una cadencia tranquila, con los oídos y los ojos atentos al más leve cambio en el ruido de mis remos, que podía indicar que me estaba acercando demasiado a la orilla, o a alguna sombra que pudiera señalarme la cercanía de otro bote. La niebla era tan densa que consideré la posibilidad de regresar, pero la perspectiva de un trecho largo y recto en el río era demasiado tentadora.

A escasa distancia de la taberna, con cuidado, di la vuelta en el bote. Dos remeros bajaban por el río, discutiendo acaloradamente acerca de las diversas estrategias ganadoras mientras avanzaban con el peculiar estilo de carreras de botes en Oxford y Cambridge, en las que se corre en fila tratando de tocar al de delante sin ser tocado por el que viene atrás.

—¿Queréis ir delante de mí? —grité.

—¡Sí! —fue la rápida respuesta. Y pasaron a gran velocidad, sin alterar su ritmo.

El sonido de sus remos perdió intensidad. Decidí volver al cobertizo y dar por terminada la sesión de remo. Fue un ejercicio breve, pero la tensión producida por mi tercera noche consecutiva de mal sueño había disminuido.

Cuando hube devuelto el bote con su equipamiento, cerré con llave el cobertizo y caminé lentamente por el sendero que conducía a la ciudad. Estaba todo tan silencioso en la neblina a primera hora de la mañana que el tiempo y el espacio se desvanecieron. Cerré los ojos, imaginando que no estaba en ningún sitio concreto…, ni en Oxford ni en ningún lugar que tuviera nombre.

Cuando los abrí, una oscura silueta se alzaba delante de mí. Sofoqué un grito, asustada. La silueta se lanzó sobre mí, y alcé mis manos instintivamente para protegerme del peligro.

—Diana, lo siento mucho. Creía que me habías visto. —Era Matthew Clairmont y tenía la cara contraída en un gesto de preocupación.

—Estaba caminando con los ojos cerrados. —Me llevé la mano al cuello de mi jersey de lana, y él retrocedió un poco. Me apoyé contra un árbol hasta recuperar el aliento.

—¿Puedes decirme una cosa? —preguntó Clairmont una vez que mi corazón se tranquilizó.

—No, si piensas preguntarme por qué estoy en el río en medio de la niebla cuando hay vampiros, daimones y brujas persiguiéndome. —No tenía ninguna gana de escuchar un sermón. Y menos esa mañana.

—No —su voz tenía una cierta acidez—, aunque ésa es una excelente pregunta. Iba a preguntar por qué caminas con los ojos cerrados.

Me eché a reír.

—¿Por qué? ¿Tú no lo haces?

Matthew sacudió la cabeza.

—Los vampiros tenemos solamente cinco sentidos. Nos da mejor resultado usarlos todos —explicó sardónicamente.

—No hay nada mágico en eso, Matthew. Es un juego que practico desde que era niña. Volvía loca a mi tía. Siempre llegaba a casa con las piernas llenas de cardenales y arañazos porque me chocaba con arbustos y árboles.

El vampiro se quedó pensativo. Metió las manos en los bolsillos de su pantalón gris pizarra, con la mirada perdida en la niebla. Ese día se había puesto un jersey azul grisáceo que hacía que su pelo pareciera más oscuro, pero no llevaba ninguna otra prenda de abrigo. Resultaba sorprendente, si se tenía en cuenta el mal tiempo que hacía. Repentinamente me sentí descuidada y deseé que mi malla de remo no tuviera un agujero detrás del muslo izquierdo, a causa de un enganche con el aparejo del bote.

—¿Qué tal el remo esta mañana? —preguntó por fin Clairmont, como si no lo supiera. Seguramente no había salido para dar un paseo matutino.

—Bien —respondí secamente.

—No hay mucha gente por aquí tan temprano.

—No, pero me gusta cuando el río no está lleno de gente.

—¿Remar con este tiempo no es peligroso, cuando hay tan poca gente? —Su tono era suave, y si él no hubiera sido un vampiro que observaba cada uno de mis movimientos, podría haber considerado su pregunta como un torpe intento de iniciar una conversación.

—¿Peligroso por qué?

—Si algo llegara a ocurrir, seguramente nadie lo vería.

Yo nunca había sentido miedo en el río, pero debía admitir que no le faltaba razón. Sin embargo, me encogí de hombros.

—Los estudiantes estarán de regreso el lunes. Estoy disfrutando de la paz mientras dura.

—¿El periodo escolar empieza realmente la próxima semana? Clairmont parecía de verdad sorprendido.

—Formas parte del profesorado, ¿no? —Me eché a reír.

—Técnicamente sí, pero en realidad no veo a los estudiantes. Estoy aquí más como investigador. —Su boca se puso tensa. No le gustaba que se rieran de él.

—Debe de ser agradable. —Pensé en mi clase inaugural en un aula con capacidad para trescientas personas sentadas y en todos aquellos ansiosos estudiantes de primer curso.

—Es tranquilo. Mi equipo del laboratorio no hace preguntas por la cantidad de horas de trabajo. Además, tengo a la doctora Shephard y a otro ayudante, el doctor Whitmore, así que no estoy completamente solo.

Se notaba la humedad en el aire y hacía frío. Y había algo raro en eso de estar intercambiando cortesías con un vampiro en medio de la espesa y oscura niebla.

—Debo marcharme ya.

—¿Quieres que te lleve?

Cuatro días atrás no habría aceptado que un vampiro me llevara a casa, pero esa mañana me parecía una idea excelente. Por otro lado, me brindaba una oportunidad para preguntarle por qué un bioquímico estaba interesado en un manuscrito de alquimia del siglo XVII.

—Por supuesto —acepté.

La expresión tímida y complacida de Clairmont resultó completamente tranquilizadora.

—Mi coche está aparcado cerca —informó, haciendo un gesto en dirección al Christ Church College. Caminamos en silencio durante varios minutos, envueltos en la niebla gris y la extrañeza de que una bruja y un vampiro estuviesen solos. Caminó deliberadamente más lento para ajustarse a mi paso. Parecía más relajado al aire libre de lo que había estado en la biblioteca.

—¿Éste es tu
college?
—quise saber.

—No, nunca he sido miembro de éste. —La forma en que lo dijo me hizo preguntarme de cuántos
colleges
de la universidad había sido miembro. Luego empecé a considerar qué edad tendría. A veces parecía tan viejo como la propia Oxford.

—Diana… —Clairmont se había detenido.

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