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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

El deseo (14 page)

BOOK: El deseo
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Ambos reposaban entonces en el cementerio, Marta y yo, huérfanas, abandonadas, nos quedamos en la granja desierta, esperando el momento en que se nos expulsaría. Por mi parte sabía el camino que tenía que seguir, sabía que el porvenir no me ofrecía otra perspectiva que la de ganar duramente mi pan al servicio de otros. No vacilaba y no discutía con mi destino: tenía suficiente energía, suficiente orgullo para vivir sola aun en el extranjero. Pero temblaba por Marta, que, menos que nunca, podía vivir sin consuelo ni afecto.

El día de su casamiento parecía todavía muy lejano. Roberto no podía hacerla esperar mucho más sin exponerse a verla extinguirse un día agotada por la pena, como una lámpara que ya no tiene aceite.

No me equivocaba en mis cálculos. Él no había podido asistir a los entierros, sin embargo, cada vez había mandado una palabra de consuelo a Marta para ayudarla a pasar las horas más penosas. De vez en cuando caían de sus cartas algunas migajas para mí, de las cuales me apoderaba con avidez, como quien se siente morir de hambre.

Un día, él mismo se presentó.

—¡Esta vez vengo a buscarte! —le gritó a Marta.

Ella se dejó caer sobre el pecho de Roberto y lloró. ¡Cuán feliz era! Pero yo me retiré al emparrado más sombreado del jardín y, abandonándome a mis reflexiones, me pregunté si mi corazón no tendría también algún día un hogar en que pudiera refugiarse tanto en las horas felices como en las horas de angustia. Bien sentía que esos eran vanos sueños, pues el único lugar en el mundo… en fin, sentí nacer en mí un orgullo y una amargura tales, que todo mi ser se llenó de hiel, y me desprendí con sombría aspereza de los brazos de los míos para encerrarme sola en mi dolor.

Querían llevarme con ellos, hacerme compartir lo poco de felicidad que les quedaba todavía: me crearía un interior en la casa de mi cuñado; pero rechacé su ofrecimiento con fiera obstinación.

Ambos trataron en vano de resolver el enigma de mi conducta, y Marta, que se desesperaba al pensar que no me tocaría la menor partícula de su dicha, venía a menudo por la noche junto a mi cama y lloraba sobre mi hombro. Entonces me ruborizaba de mi obstinación, le dirigía mil palabras afectuosas como a una criatura, y no la dejaba irse sino cuando había visto brillar por entre sus lágrimas una sonrisa de esperanza.

Durante ocho días, Roberto trabajó sin descanso en poner orden en nuestros negocios y en buscar un comprador. No nos quedó sino muy poca cosa; pero tampoco necesitábamos nada.

En seguida, se realizó sin ruido la ceremonia del casamiento. El viejo mayordomo principal y yo fuimos los testigos, y a guisa de comida de bodas hicimos una visita al cementerio, para despedirnos de las tumbas recientemente cerradas, cuya arena amarilla comenzaba a desaparecer bajo débiles tallos de yedra.

Durante las últimas semanas, había buscado en secreto una situación que me conviniera. Se me habían hecho diversos ofrecimientos; no tenía más que elegir. Cuando Roberto vino a buscarme y, con una arruga de inquietud en la frente, me hizo esta pregunta: «¿Qué vas a hacer ahora, Olguita?» le expuse con una sonrisa tranquila mis proyectos para el porvenir. Sobrecogido de admiración juntó las manos y exclamó:

—¡Verdaderamente, te envidio! ¡Harás camino, tú!

Y la misma Marta me envidiaba, bien lo veía en los ojos tristes que fijaba en él y en mí; habría deseado, para sacrificarlas a Roberto, toda la fuerza, toda la energía que me daba la juventud. La besé, traté de alentarla, y en la mirada suplicante que dirigió a su marido, leí este pensamiento: «Te doy todo lo que soy; perdona que sea tan poca cosa.»

Al día siguiente por la mañana nos separamos; la joven pareja se dirigió a su nuevo domicilio y yo partí para el extranjero.

Capítulo XII

No hablaré de los tres años que pasé en tierras extrañas. Todas las vejaciones, todas las humillaciones que sufrí durante ese tiempo, se han grabado en mi alma con caracteres indelebles; han endurecido completamente mi corazón y me han inspirado la indiferencia y la desconfianza para con todas las criaturas humanas. He aprendido a despreciar su odio y más aun su amor; he aprendido a sonreír, cuando el dolor me desgarraba el corazón con sus garras de acero; he aprendido a llevar la frente alta, cuando habría querido, de vergüenza, ocultarla en el polvo.

Los largos días vacíos, lejos de todo afecto, que pesan como plomo sobre los hombros, la carga aplastadora de las tinieblas durante las noches sin sueño, las adulaciones dictadas por la codicia, que suenan a falso y dan náuseas, los celos de rivales cuyo mutismo obstinado irrita: todo eso he conocido.

En verdad, era duro el pan que comí en el extranjero, ¡y cuántas veces lo mojé con mis lágrimas!

El único consuelo, la única alegría que me quedaban, eran las cartas de Marta. Me escribía con frecuencia, en ciertas épocas hasta todos los días, y las más de las veces encontraba en ellas un post-scríptum de la letra desigual y atormentada de Roberto. ¡Oh, cómo me echaba sobre ellos, cómo devoraba su menor palabra!

Gracias a esas cartas, vivía con ellos, por decirlo así.

Su vida no era alegre —Dios sabe que no— pero en fin ¡era la vida! A menudo la desgracia caía sobre ellos; entonces ambos, Roberto con toda su fuerza, Marta en su debilidad, parecían dos niños sin apoyo, abandonados, y yo tenía que intervenir para ayudarlos con mis consejos y darles valor.

Al fin estuve a tal punto familiarizada con su círculo, que habría podido reconocer por su aspecto y por su voz a cada uno de sus criados, de sus amigos, de sus conocidos. Sentía por la tía Hellinger el odio más vehemente, por el viejo médico el afecto más profundo; en cuanto a la multitud indiferente de los burgueses, de miradas indiscretas y pérfidas, que computaban tan exactamente y calculaban con sus dedos la ruina de Roberto, les reservaba mi desprecio más glacial.

—¡Oh! ¡Si yo estuviera en su lugar —me decía con frecuencia rechinando los dientes, cuando Marta se lamentaba y me pintaba todo lo que tenía que sufrir en sus relaciones—, cómo les mostraría la puerta a esos
lonjistas
fríos y altaneros; cómo los haría arrastrarse a mis pies, en el polvo, domados con el látigo de mis sarcasmos y de mi desdén!

Pero también tomaba parte en sus pequeños goces. La veía reinar como ama en la granja, veía en su derredor a la pequeña tropa de servidores a quienes animaba la mejor voluntad, y habría querido mostrarme más bondadosa, más caritativa aun que ella lo era, ella que ocultaba una alma de ángel bajo una apariencia humana.

La veía sentada al sol en el balcón, inclinada sobre su costura; la veía gozar del descanso de mediodía bajo los frondosos tilos del jardín; la veía, mientras la voz de su marido retumbaba en el patio y junto a ella la cafetera cantaba su dulce canción; la veía, esperando que él entrase, seguir con mirada soñadora los copos de nieve que revoloteaban en el aire.

Vivía así con ellos, mientras mis días se sucedían vacíos y sin gozo, como los anillos de una cadena sin fin.

En el curso del tercer año, Marta me confió que el deseo más ardiente de Roberto iba a realizarse, que la plegaria que tan a menudo ella había rezado en el silencio de la noche, había sido oída: se sentía madre. Pero al mismo tiempo crecía en ella el temor de que su frágil y débil cuerpo no pudiera soportar la grave prueba que la esperaba. Yo compartía su esperanza y sus temores; quizá estaba aún más inquieta que ella, pues la soledad y la distancia abultaban y desfiguraban las escenas que creaba mi imaginación.

Más de una vez por la noche me desperté con la cara bañada en lágrimas, pues la había visto ya muerta en sueños. Un recuerdo de los primeros años de mi juventud me volvía a la memoria: la había encontrado un día tendida en el sofá, rígida, pálida, semejante a un cadáver, y no podía apartar esa imagen de mi pensamiento. Mientras más se acercaba el momento crítico, más me consumía la inquietud. Mi salud comenzaba a resentirse de las extravagancias de mi cerebro, y las personas extrañas entre las cuales vivía —no pronunciaré su nombre, no merece figurar en estas páginas— no existieron ya para mí sino como fantasmas.

Las últimas cartas de Marta revelaban orgullo, respiraban júbilo y esperanza. Sus temores parecían haberse disipado, nadaba ya en las delicias que le prometía la maternidad.

Después siguieron tres días en que estuve sin noticias, tres días de tortura y de fiebre; al fin llegó el telegrama de mi cuñado:

«Marta dio luz varón con felicidad. Te reclama, ven pronto.»

Con el telegrama en la mano corrí en busca de mi patrona y le pedí permiso para ausentarme por el tiempo necesario. Ella me lo negó. Inmediatamente, encolerizada, le arrojé mi dimisión a la cabeza y exigí en el acto mi libertad. Buscaron excusas: mi presencia era indispensable en ese momento, debía por lo menos rendir cuentas y entregar, según las reglas, la dirección de la casa a la persona que me reemplazaría; en resumen, me retuvieron dos días enteros bajo los pretextos más fútiles; se habría dicho que querían hacer sentir una vez más a la sirvienta que se había mostrado tan altiva, toda la ignominia de su humilde situación.

En seguida vino una noche en ferrocarril, una noche de pesado embotamiento, en el ruido ensordecedor del vagón; una mañana pasada tiritando entre baúles y cajas de sombreros, en una sala de espera desierta, cuyo olor a cerveza me daba náuseas. Después seis horas más, oprimida entre un comerciante viajero y un judío polaco, en los calientes cojines de una diligencia, y al fin surgieron ante mis ojos, en los fuegos de una tarde de otoño, las torres de la pequeña población en que los seres que me eran más caros, los únicos a quienes quería en este mundo, habían edificado su nido.

Capítulo XIII

Poco faltaba para la puesta de sol cuando bajé de la diligencia; entre las ruedas, las hojas muertas revoloteaban en pequeñas trombas.

Mi corazón latía con violencia. Miré en torno mío. Creía ver adelantarse a mi encuentro la gigantesca silueta de Roberto, pero no había allí más que algunos papanatas que me miraron con los ojos muy abiertos, extrañados de esa aparición desconocida. Pregunté el camino al conductor y, contando para lo demás con las descripciones de Marta, me puse sola en marcha.

En las puertas bajas de las tiendas había grupos de personas que conversaban. Por delante de mí, algunos paseantes avanzaban tranquilamente, a pasos lentos. Al acercarme se detuvieron, me miraron de pies a cabeza como a un animal curioso y, tan pronto como les di la espalda, oí detrás de mí cuchicheos y risas ahogadas. Me invadió un calofrío al observar esa curiosidad malevolente de aldea.

Me sentí aliviada cuando vi alzarse frente a mí las torres de la puerta. Conocía muy bien esa puerta: Marta en sus cartas la llamaba la
puerta del infierno
, porque tenía que pasar por ella cuando iba a la ciudad, llamada por su suegra.

Al penetrar bajo la obscura bóveda, vi de improviso el «castillo,» en medio del arco de la puerta que le formaba como una especie de marco negro.

Estaba apenas a una distancia de mil pasos. Las blancas paredes de la casa, que los rayos del sol poniente bañaban con un matiz purpúreo, surgían de entre un grupo de árboles de onduloso follaje. Los techos cubiertos de zinc relumbraban; se habría dicho que de ellos caía una cascada de agua hirviente. Las ventanas parecían lanzar llamaradas, y por encima de la techumbre se amontonaba una espesa nube, semejante a un palio formado por un torbellino de humo negro.

Me oprimí el corazón con las manos; creí que sus latidos iban a romperme el pecho, tan violenta era la impresión que experimentaba ante ese espectáculo. Durante un segundo tuve el sentimiento extraño de que debía retroceder, huir a toda prisa, sin tregua ni reposo hasta que me sintiera protegida por la distancia.

Toda mi inquietud acerca de Marta desaparecía ante esa angustia misteriosa que me oprimía la garganta hasta ahogarme. Me traté de cobarde y de insensata, y, reuniendo todas mis fuerzas, entré en el camino, donde el paso de los coches había dejado pequeños charcos, ya medio secos, que lucían como espejos. El viento que pasaba por las cimas de los álamos, hacía oír un sordo murmurio que me acompañó hasta la puerta de la granja. En el mismo instante en que la pasaba, el último rayo de sol desapareció detrás de las paredes de la casa y la sombra de los grandes tilos, que del parque se inclinaban sobre el camino, me envolvió tan bruscamente, que creí que había llegado la noche.

Viejas paredes en ruinas, cubiertas de celedonia medio marchita, salían a derecha e izquierda de una confusión de escaramujos y de espinos: eran los restos del antiguo castillo, sobre cuyos escombros se había instalado la granja. De todo aquello se exhalaba como un soplo de muerte y de putrefacción.

Dirigí una mirada medrosa al vasto patio que el crepúsculo comenzaba a envolver con un velo azulado. Al menor ruido me estremecía, me figuraba oír que la voz poderosa de Roberto me deseaba la bienvenida. El patio estaba desierto, era la hora del descanso y en él reinaba un silencio profundo. Sólo oía, por el lado de las caballerizas, el crujido particular que se hace al aguzar una guadaña. Un olor de heno recién cortado llenaba el aire con ese perfume a la vez dulce y acre que le es peculiar.

Tímida y miedosa, como una intrusa, me deslicé lentamente a lo largo de la empalizada del jardín hasta la casa, que con sus montantes de granito, sus torrecillas y sus piñones que el tiempo había cubierto de un matiz gris, parecía lanzar sobre mí una mirada sombría y amenazadora. De trecho en trecho la capa de yeso había caído y dejaba aparecer las piedras negruzcas de las paredes. Se habría creído que el tiempo, como una larga enfermedad, había cubierto de llagas ese cuerpo respetable.

La puerta de entrada estaba abierta.

Penetré en un gran vestíbulo obscuro, del que se desprendía un olor de cal y de moho. Por unas lumbreras de vidrios multicolores y cubiertas de telarañas, que, abiertas muy junto al cielo raso, parecían nidos luminosos, entraba a la sala un débil resplandor, apenas suficiente para permitir que se distinguieran en la obscuridad los grandes armarios que se alineaban a lo largo de las paredes. Una raya de luz más clara caía sobre una ancha escalera cuyas gradas gastadas descansaban en pilastras de piedra. Altas puertas de roble, arqueadas, conducían a diferentes habitaciones, pero no me atreví a acercarme a ninguna de ellas: se me figuraban las puertas de una prisión. Allí estaba todavía, con el corazón oprimido, buscando un camino, cuando la puerta de entrada se abrió bruscamente y dos grandes molosos, manchados de amarillo, se precipitaron hacia mí.

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