El deseo (13 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

BOOK: El deseo
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—Es necesario que le hables.

Después, cuando me dirigí a mi cuarto con mi luz en la mano, di una vuelta para pasar por delante de su puerta, con la esperanza de encontrarlo en el corredor, pero todo estaba desierto y la puerta cerrada con llave. Sólo el ruido de sus pasos que sacudían la casa, resonaba en el interior.

En el cuarto de Marta reinaba un silencio de muerte. Apliqué el oído al agujero de la cerradura: nada se oía. Se habría podido creer que había muerto o bien que se había fugado.

Una inquietud me asaltó, me puse de rodillas delante del ojo de la llave, y rogué, supliqué, hasta amenacé con llamar a nuestros padres si ella persistía en no dar signos de vida.

Entonces se decidió a contestarme. Oí una voz: «¡Apiádate de mí, querida, apiádate de mí sólo por hoy!» Y esa voz estaba tan cambiada, que no la reconocía.

Me alejé, pero sentía crecer en mí el temor de que Roberto se fuera desengañado, con el rencor en el corazón, sin una palabra de explicación, sin haber sospechado siquiera todo el alcance del amor de Marta.

El fuego de la fiebre me subió a la cabeza y cada pulsación de mis arterias me gritaba: «¡Es necesario que le hables! ¡Es necesario que le hables!»

Me desvestí a medias y me recosté en el sofá. El reloj tocó las once; tocó las once y media. Todavía se oía resonar en la casa el ruido de sus pasos, pero mientras más tarde se hacía, menos posible me era poner en ejecución mi proyecto.

¡Si una criada me sorprendiera, si me viera penetrar en la habitación de un huésped! Al pensarlo, la sangre se paralizó en mis venas.

El reloj tocó las doce. Abrí la ventana y miré a lo lejos frente a mí. Todo parecía dormir; hasta en el cuarto de Roberto, lo mismo que en el de Marta, ninguna luz brillaba. Ambos sepultaban su dolor y su pena en el seno de la obscuridad.

El viento de la noche, que golpeaba las hojas de la ventana, me murmuraba: «¡Es necesario! ¡es necesario!» Al mismo tiempo una voz ligera, suave y acariciadora como una melodía, me decía: «Lo verás otra vez, sentirás su mano en la tuya, oirás el sonido de su voz, quizá oirás hasta su risa; ¿no es la felicidad lo que vas a llevarle, la felicidad de su vida?»

De repente tomé una resolución, cerré bruscamente la ventana, me puse precipitadamente una bata, y con mis zapatos en la mano me aventuré en el obscuro corredor.

¡Oh! ¡Cómo me latía el corazón, cómo me ardía la sangre en las sienes! Me tambaleaba, tuve que apoyarme en la pared.

Por fin llegué a su puerta. Los pasos continuaban haciendo temblar el piso, pero el ruido sordo había desaparecido. Seguramente se había quitado las botas.

—No hay que tocar —pensé de pronto—, Marta oiría.

Así el botón. Me estremecí.

¿Cómo abrí la puerta? No lo sé. Me pareció que otro lo había hecho por mí.

Oí alzarse delante de mí su alta y vigorosa silueta.

Un leve grito se escapó de sus labios; de un salto estuvo a mi lado. Luego sentí mis manos entrelazadas, y sobre mi frente el hálito de una respiración ardiente.

En el primer momento, la loca idea de que Marta se había acordado bruscamente de su antiguo amor, le pasó quizá por el cerebro; pero un minuto después, me había reconocido.

—¡Por amor de Dios, criatura! —exclamó—. ¿Qué ocurre? ¿Qué es lo que te trae? ¿Nadie te ha visto? Di, ¿nadie te ha visto?

Sacudí la cabeza. «Te considera todavía muy tonta,» pensé, volviendo a recobrar el aliento, pues sentía desaparecer de mi alma los terrores que me había causado mi peligrosa empresa.

Se apartó de mí para encender la luz. Yo busqué con la mano el sofá y me dejé caer en una de sus esquinas.

Las velas esparcieron un vivo fulgor que me deslumbró. Me volví hacia la pared y oculté mi cara.

Un sentimiento de debilidad, un ardiente deseo de estrecharme contra él, se había apoderado de mí. Me sentía tan feliz de estar a su lado que me olvidaba de todo lo demás.

—Olga, mi querida, mi buena Olguita —dijo—, habla, ¿qué quieres de mí?

Alcé los ojos hacia él. Vi su rostro tostado y serio, en el que los sufrimientos de ese día habían labrado arrugas profundas y me quedé sumida en una muda contemplación.

—¿Qué quieres? ¿Me traes noticias de Marta?

—¡Sí, eso es, Marta!

Me levanté vivamente. ¡Basta de debilidades! Había recuperado esa fuerza indomable que era mi orgullo.

—Escucha, Roberto —dije—, no te marcharás mañana por la mañana.

—¿Por qué? —dijo, apretando los dientes.

—¡No quiero!

—Tu voluntad es muy respetable, querida niña —respondió él con risa mordaz—, pero no cambiará en nada mi resolución.

—¿Entonces quieres perder a Marta para siempre?

En ese instante me sentí otra vez tan fuerte y tan feliz en mi papel de protectora que, para unirlos, habría aceptado la lucha con el mundo entero.

¡Qué loca y cuán poco perspicaz era!

—¿Acaso no está ya definitivamente perdida para mí? —replicó él, con la mirada fija hacia adelante.

—¿Qué te dijo hoy?

—¿Para qué repetirlo? Sus palabras eran sabias, sensatas; tan sabias, tan sensatas, que no podía ser sino el lenguaje de una persona que ya no ama.

—¿Y lo crees realmente? —pregunté.

—¿No estoy obligado a creerlo? Y luego, en fin, ¡qué importa! Aun suponiendo que ella me hubiera guardado un resto de cariño, ha hecho bien en aprovechar la ocasión para deshacerse de él completamente. Más vale así, para ella como para mí. Nada tengo que ofrecerle, ni felicidad, ni alegría, ni siquiera la sombra de un placer, nada más que trabajo, penas y miseria, de un extremo del año al otro. Y por sobre todo esto, una suegra que le es hostil y le haría sentir duramente que se había presentado con las manos vacías.

Sentí que una oleada de sangre me subía a la cara. Me ruborizaba, no por Marta ni por mí, pues yo era tan pobre como ella; me ruborizaba por él al oírle hablar así de su propia madre.

—Y ahora, confiésalo tú misma, niña —continuó—, ¿no te parece que hace bien, ante esta perspectiva, en quedarse a cubierto en el fondo de su nido calentito y en dejarme partir, puesto que no puedo traerle más que la desgracia?

Se pasaba la mano por los cabellos yendo de un lado para otro en el cuarto como un animal perseguido.

—Roberto —dije—, te engañas a ti mismo.

Él se detuvo, y me miró de frente soltando una carcajada:

—¿Qué quieres, por fin? ¿Debo exigir antes de marcharme que se me confirme esa negativa por escrito?

—Roberto —continué sin dejarme desconcertar—, con toda sinceridad, ¿amas a Marta?

—No seas niña —respondió él—. Si no la amara, ¿estaría aquí en este momento?

Estaba delante de mí y abría sus brazos de gigante. Me parecía que al cerrarse iban a aplastarme —sentí un deslumbramiento— me arrinconé más profundamente en el sofá.

Entonces me vinieron a la memoria los pensamientos que acariciaba desde hacía varios años: me representé cómo lo habría amado si yo hubiera sido Marta y cómo habría querido que él me correspondiera.

—Mira, Roberto —dije—, en resumidas cuentas, no soy más que una tontuela; pero sé muy bien lo que es el amor, y no son sólo los poetas los que me lo han enseñado. Hace tiempo que lo siento en el fondo de mi corazón.

—¿Amas a alguien? —me preguntó.

Yo me ruboricé y sacudí la cabeza.

—¿Cómo puedes entonces sentirlo en el fondo de tu corazón?

—Sin duda eso me ha caído del Cielo —respondí bajando los ojos hacia el suelo—. Pero, en todo caso, amaría de diferente manera que vosotros. No me sumiría en el desaliento, no huiría vergonzosamente como lo haces tú, diciendo: «¡Más vale así!» Pondría para vencerla, todo el ardor de mi alma, para conquistarla, toda la fuerza de mis brazos. La atraería hacia mi pecho y me la llevaría, ¡poco importa adónde! en la noche, al fondo del desierto, si el sol se negaba a alumbrarnos, si ninguna casa quería darnos el abrigo de techo. Preferiría morir de hambre con ella a la orilla del camino, a implorar al mundo que quiere separarme de ella. Eso es lo que haría, Roberto, si me hallara en tu lugar, y, si estuviera en el lugar de Marta, me echaría a tu cuello riéndome y te diría: «Ven, mendigaré para ti si no tienes pan, te daré mi seno para reposar tu cabeza si no tienes cama, y bañaré tus heridas con mis lágrimas, sufriré mil muertes por ti, dando gracias a Dios, al Señor, de poder hacerlo. ¿Ves, Roberto? ¡así es cómo me represento el amor y no como no sé qué sentimiento mezclado, en el que entra el temor de una suegra y el horror de los intereses atrasados!»

Había hablado con pasión. Sentía fuego en mis mejillas y de repente me avergoncé al pensar que había descubierto así delante de él el fondo de mi corazón. Me oculté la cara entre las manos, luchando contra las lágrimas.

Cuando me atreví a levantar la cabeza, él estaba delante de mí, mirándome fijamente, con ojos chispeantes.

—Criatura —dijo—, ¿de dónde te vienen esas ideas? —Me parecía oír el cántico de los cánticos.

Apreté los dientes y guardé silencio. ¿Sabía yo misma de dónde me venían?

Pero él se sentó junto a mí y me tomó las manos.

—Olga —continuó—, lo que acabas de decir no era precisamente muy práctico, pero era hermoso, era sincero, y me ha conmovido hasta el hondo del alma. Me parecía oír una voz de otro mundo y casi tengo vergüenza de haber sido débil y cobarde. Pero, aun cuando levantara la cabeza, aun cuando pensara como tú, ¿de qué me serviría puesto que ya ella no me ama?

—¡Ella, no amarte! —exclamé. ¡Si la abandonas, Roberto, se morirá!

—¡Olga!

Vi que la alegría iluminaba su rostro y yo tuve en ese momento como la sensación de una mano extraña que me oprimía el pecho; pero no me desconcerté, y recurriendo a todo mi orgullo, continué:

—Roberto, sé que me despreciarás cuando sepas lo que voy a decirte; pero es necesario que te lo diga, para que te convenzas de que no debes partir. No he sido franca contigo, Roberto; he burlado tu confianza.

Y con la respiración jadeante, arrancando penosamente las palabras de mi garganta, le conté lo que había hecho con sus cartas.

Estaba lejos de haber concluido, cuando de pronto me tomó en sus brazos y me atrajo hacia él.

—Olga, ¿es verdad? —exclamó fuera de sí en su gozo—. ¿Puedes jurarme que es la verdad?

Hice un signo afirmativo, pues el miedo, que hacía pasar por todo mi cuerpo un calofrío delicioso, me había quitado el uso de la palabra.

—¡Que Dios te lo pague, buena e inteligente niña! —exclamó estrechándome contra su pecho.

Y mi respiración se cortó en una deliciosa angustia. Dejé caer mi cabeza sobre su hombro y cerré los ojos. Entonces me estremecí al sentir que su boca se posaba en mis labios. Me pareció que una llama me había quemado. Y me besó otra vez, otra y otra: el gozo y el agradecimiento le habían hecho perder la razón.

Pero yo pensaba: «¡Ojalá nunca concluya este instante!» Y los calofríos me sacudían sin interrupción mientras mi cuerpo yacía inerte y sin fuerzas entre sus brazos. Una sola vez me pasó por la cabeza este pensamiento: «¿Puedo devolverle sus besos?» Pero no me atreví.

¿Cuánto tiempo me tuvo así? No lo sé: de repente sentí que mi cabeza chocaba rudamente con el borde del sofá. El dolor me hizo salir como de las profundidades de un sueño.

Me quedé allí sin movimiento, tratando de recobrar aliento.

Roberto lo notó y exclamó muy asustado:

—Estás muy pálida, niña, ¿te has hecho daño?

Dije que sí por señas, y agregué que aquello no era nada, que pronto pasaría. Pero bien sabía que no había de pasar, que esa impresión se grabaría en mis sentidos y en mi corazón con letras de fuego, que la llama de ese instante retemplaría mi corazón durante más de una larga y fría noche de invierno, esa llama que no era sin embargo sino el reflejo de su amor por otra. Sabía todo eso y me parecía que me iba a ahogar bajo el peso de ese pensamiento. Pero pronto me repuse, pues había aprendido a dominar mis nervios.

—Roberto —dije—, voy a darte un consejo, y después dejarás que me vaya, porque estoy algo cansada.

—¡Habla, habla —exclamó—, haré ciegamente lo que quieras!

Y cuando lo miré, no pude impedir exhalar un profundo suspiro de dolor y de júbilo, pues pensaba: «¡Te ha tenido en sus brazos!»

Habría querido dejarme caer nuevamente con los ojos cerrados en la esquina del sofá y fingir todavía un poco el desvanecimiento, pero me levanté vivamente y dije:

—Creo que Marta no cerrará los ojos esta noche; esperará el momento en que salgas de la casa. Querrá verte partir; como su habitación da al jardín, vendrá a la tuya o a la que está al lado. Cuando estés al pie de la escalera, espera un poco y luego haz como si hubieras olvidado algo, y entonces… entonces…

No pude decir más, pues oía resonar en mí con demasiada violencia, ya como un sollozo, ya como un grito de alegría, estas palabras: «¡Te ha tenido en sus brazos!»

Tuve miedo de no poder dominar mi emoción por más tiempo y quise huir precipitadamente, sin una palabra de despedida.

Cuando abrí la puerta, vi delante de mí a Marta.

Allí estaba ella, descalza, a medio vestir, pálida como una muerta y temblorosa. No pudo hacer un movimiento; sin duda le faltaron las fuerzas.

Y en el mismo instante oí detrás de mí un grito de gozo; vi que Roberto se lanzaba, pasaba a mi lado y recibía en sus brazos a la desdichada que se tambaleaba.

—¡A Dios gracias, ahora eres mía!

Estas fueron las últimas palabras que oí; huí a mi cuarto como si las furias me hubieran perseguido, me encerré y derramé lágrimas, lágrimas amargas.

Capítulo XI

Salvaré rápidamente los años que siguieron con sus desgracias fulminantes y su largo cortejo de sufrimientos. Ellos me dieron la madurez y me hicieron mujer.

Ocho meses después de aquella noche, trajeron a papá a la casa en un adral; se había caído del caballo y sufría de graves lesiones internas.

A los tres días murió. En medio de las calamidades que cayeron entonces sobre la casa, fui la única que conservó toda su sangre fría. Marta, aniquilada, se abismó en su dolor y mamá —¡la pobre y querida mamá!— había permanecido durante tantos años sentada cómodamente y en paz al lado de la estufa tejiendo medias y mascando frutas azucaradas, que no quería ni podía concebir que aquella existencia cambiara. No dijo una palabra, apenas derramó una lágrima, pero el mal que la roía interiormente, hizo rápidos progresos y, aun cuando hubiera salvado de la fiebre tifoidea que la acometió cuatro semanas más tarde, el pesar se la habría llevado seguramente.

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