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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

El deseo (12 page)

BOOK: El deseo
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»Por otra parte, los bienes de mi hijo Roberto están también cargados de deudas; efectivamente, ha tenido que pagar fuertes sumas para desinteresar a sus hermanos y hermanas, y además nosotros hemos conservado sobre la propiedad una hipoteca cuyos intereses nos hacen vivir, lo mismo que a mis otros hijos. En estas condiciones un casamiento con una joven pobre lo llevaría infaliblemente a la ruina.

»No hablo de la salud de vuestra hija Marta, que, a juzgar por vuestras cartas, debe ser una persona débil y enfermiza, incapaz por consiguiente de llevar con vigor el peso de una labor tan grande y de hacer la felicidad de Roberto; tan sólo el pensamiento de verla entrar en casa de mi hijo con las manos vacías basta para convencerme de que sería desgraciada y no podría menos que hacerlo desgraciado a él mismo.

»Si vuestra hija Marta ama realmente a mi hijo, no le será difícil, en el interés mismo de la felicidad de su primo, renunciar a él, esto en el caso de que Roberto tuviera el valor de pedir su mano, no obstante la prohibición de sus padres; pero no preveo, ni siquiera puedo concebir, en un hijo, semejante desobediencia a la voluntad paternal.

»Conozco demasiado, mis queridos amigos, el afecto que profesáis a vuestra hermana, para no estar persuadida de que negaréis como yo, desde hoy, y para siempre, vuestro consentimiento a esa unión funesta e irracional.

»Vuestra hermana que os querrá siempre,

»Juana Hellinger.

»P. S. —¿La cosecha es buena por allá? Aquí el centeno de invierno ha dado, pero las patatas sufren mucho de la enfermedad.»

Al leer esa prosa vulgar e hipócrita, me acometió un furor tal, que solté una violenta carcajada, y tirando la carta al suelo me puse a pisotearla.

Un ligero suspiro de Marta, a quien, sin duda, mi risa había hecho mal, me volvió a la razón.

Allí yacía ella, desesperada, como quebrantada por el golpe que habría debido, por el contrario, retemplar su valor y darle nuevas fuerzas para la resistencia. Y, mientras yo la miraba, torturada por el pensamiento de estar condenada al papel de espectadora impotente, mi corazón dejó escapar una vez más, con un suspiro, ese lamento de otras veces: «¡Que no esté yo en su lugar!» ¡Pero cuántas cosas nuevas encerraba hoy! Lo que antes no había sido más que una locura, una niñada, había hecho lugar a sentimientos serios: el valor del sacrificio y la confianza en mi fuerza.

Entonces resolví obrar, si acaso era todavía tiempo. Quise primero ir a buscar a mis padres, decirles lo que había hecho, que estaba desde hacía mucho tiempo al corriente de la situación, y finalmente exigir de ellos que me diesen en el consejo de familia el lugar al cual tenía derecho, a pesar de mi juventud.

Pero deseché en seguida esta idea. Tan pronto como hubiera tomado parte en las deliberaciones de familia, mi deber sería no proceder en contra de sus designios. Y no podía contribuir a la salvación de mi pobre hermana, como lo entendía y siguiendo el plan que había concebido, sino a condición de fingir una ignorancia absoluta.

Muy pronto vi en qué estado estaban las cosas. Cada uno había guardado de la carta lo que respondía mejor a su temperamento.

Papá, herido en su orgullo de hombre pobre, habría en lo sucesivo considerado como una vergüenza el dejar entrar a su hija en una familia en que se la miraría con malos ojos. Mamá, por su parte, se había dejado enternecer por los testimonios de afecto de que la carta estaba sembrada, y estimaba que no se debía burlar la confianza de su cuñada.

¿Y Marta?

Aquella noche, mientras yo velaba junto a su cama, sentí que su mano ardiente se posaba sobre la mía y su débil brazo me atraía suavemente hacia ella.

—Tengo que hablarte, Olga —murmuró, con la mirada siempre tristemente fija en el cielo raso.

—¿Si esperáramos hasta mañana? —respondí.

—No —dijo ella—, en el intervalo podrían suceder cosas que no deben producirse. A partir de hoy, todo ha concluido entre él y yo.

—Entonces conoces muy mal a Roberto —dije.

—Pero yo me conozco bien —dijo ella—. Yo soy quien rompe.

—¡Marta! —grité espantada.

—Bien sé que esto me matará —dijo ella—. ¿Pero qué importa? Mi vida poco vale. Eso es mejor que hacerlo desgraciado.

—La fiebre es la que te hace hablar así, Marta —exclamé—, pues no te creo tan tonta como para dejarte hechizar por los melindres de esa vieja bruja.

—Siento demasiado que dice la verdad —dijo ella.

Un helado calofrío recorrió todo mi cuerpo al oírla proferir, con el tono tranquilo de un colegial que recita una lección, esas palabras de una tristeza desesperante.

—No protestes —continuó—, no es sólo de hoy que lo sé; siempre tuve ese presentimiento, y verdaderamente no necesitaba asustarme tanto hoy. Pero, qué quieres, causa siempre impresión el ver de repente escrita con todas sus letras la sentencia que hasta entonces uno no se atrevía a confesar a su propia conciencia.

Traté de consolarla con toda la elocuencia de que era capaz, hundí a la tía en el abismo más negro del infierno, y demostré a Marta menudamente que ella había nacido para desempeñar en la casa de Roberto el papel de ángel bienhechor. Pero todo fue inútil, no conseguí hacer revivir su fe en sí misma; el golpe la había herido demasiado profundamente. Por último me pidió que no escribiera una sola carta más a Roberto y que rompiera para siempre toda relación con él.

Me sentí espantada hasta el fondo del alma por mí misma quizá tanto como por ella; me negué con toda la energía que pude encontrar en mí; pero ella insistió, y, ante la amenaza que me hizo de revelar a la familia mi correspondencia con Roberto, tuve que consentir de grado o por fuerza.

Entonces vinieron días tristes; Marta vagaba, semejante a un fantasma. Papá, siempre a caballo, recorría como un montaraz los campos y los bosques, no asistía regularmente a las comidas y para ninguna de nosotras tenía una buena palabra. Mamá, nuestra bonachona mamá, tejía sentada en su rincón y de cuando en cuando enjugaba sus lágrimas, echando en su derredor miradas inquietas para ver si nadie lo había notado. ¡Ah, sí, aquella fue una época bien triste!

Yo había recibido de Roberto dos cartas apremiantes. Me decía que la inquietud lo devoraba y me suplicaba que le enviara noticias a vuelta de correo. No se lo dije a Marta, pero cumplí mi promesa.

Ocho días pasaron; entonces noté que mis padres deliberaban acerca de la respuesta que debían enviar a la tía. Papá era de opinión, para que no se pudiera siquiera sospecharlo de querer obtener ese casamiento por medios desleales, de comprometerse definitivamente por una promesa, y mamá decía: «sí,» como decía «sí» a todo lo que no tenía relación con las jaleas o las confituras.

Ese día Marta declaró que le era imposible levantarse de la cama; no sentía vivos dolores —decía—, pero sus piernas se negaban a llevarla.

Así veía yo adelantar el desastre, cada vez más amenazador. No podía esperar más: «Ven a cumplir tu compromiso mientras todavía es tiempo» —escribí a Roberto. Y, para mayor seguridad, bajé yo misma a la ciudad y entregué la carta al postillón que justamente se preparaba a partir para Prusia.

En el momento en que el sobre se escapó de mis manos, sentí como una puñalada en el corazón; se habría dicho que con esa carta entregaba mi alma a potencias desconocidas.

Tres veces quise volver sobre mis pasos para recoger la carta, pero cuando ya estuve decidida a hacerlo, el postillón estaba lejos.

A mi vez, cuando ascendí la colina que conduce a la casa, me oculté entre las malezas y lloré amargamente.

A partir de ese momento, fui presa de una agitación como nunca la he sentido en mi vida. Me parecía que una fiebre abrasadora me consumía; durante la noche, iba y venía en mi cuarto sin poder encontrar descanso; de día, estaba continuamente en acecho y cada vez que oía el ruido de un carruaje, toda mi sangre se retiraba de mi corazón.

A mis padres les contestaba disparatadamente y las criadas, en la cocina, comenzaban a sacudir la cabeza con expresión inquieta.

Una joven que espera a su prometido no habría estado más loca.

Esa fiebre duró cuatro días, y fue una felicidad que los míos estuvieran absortos en sus propios pensamientos, sin lo cual mis modales no habrían dejado de despertar sospechas.

Capítulo X

Tenía la cara encendida, temblaba de pies a cabeza y nubes rojas bailaban por delante de mis ojos.

Oí que, abajo, las puertas se abrían y se cerraban, oí pasos que subían y bajaban precipitadamente la escalera, oí las voces de las criadas que gritaban mi nombre; no me moví.

Y cuando todo volvió a quedar en silencio, bajé sin hacer ruido por las escaleras de atrás, que eran bastante obscuras, y fui a sentarme en el lugar más desierto del parque. Mi alma era presa de un extraño sentimiento de amargura y de vergüenza. Me parecía que debía levantarme y huir para no volver a encontrar la mirada de esos ojos que había esperado, sin embargo, con tan loca impaciencia.

Luego me representé lo que podía ocurrir en ese momento en la casa.

Papá se había encontrado sin duda algo desconcertado al ver a Roberto, pues, seguramente, tenía todavía sobre sí el peso de la pérfida carta de la tía; había hecho un ademán de negativa al oírle formular su petición; pero, en el mismo instante, Marta se había presentado. ¡Cuán pronto había vuelto a encontrar sus fuerzas, la pobre enferma, que, pocos minutos antes, yacía agotada en el sofá; cuán pronto había olvidado las penas, los dolores que sufrió durante años! Y ahora, están en brazos uno de otro y no tienen siquiera un pensamiento para mí.

Entonces, de improviso, se despertó en mí un orgullo fiero. «¿Por qué te escondes? —gritaba una voz en el fondo de mí misma—. ¿No has hecho tu deber? ¿Todo esto no es obra tuya?»

Con un movimiento brusco me paré, eché hacia atrás mis cabellos en desorden y, con paso firme, apretando los dientes, me dirigí a la casa.

Al acercarme no oí ningún grito de alegría. Todo estaba silencioso, todo estaba como muerto…

En el comedor encontré a mamá sola. Tenía las manos juntas y exhalaba profundos suspiros, mientras gruesas lágrimas rodaban hasta su blanca papada.

—Es el efecto de la emoción —pensé al sentarme frente a ella.

—¿Dónde estabas, Olga? —dijo, enjugándose esta vez tranquilamente los ojos—. Es necesario que hagas matar algunos pollos para la comida y que pongas a refrescar el moselle. El primo Roberto ha llegado.

—¡Ah! —dije con mucha calma—. ¿Dónde está?

—En el gabinete de tu padre conversando con él.

—¿Y dónde está Marta? —pregunté con una sonrisa.

Ella me dirigió una mirada de censura como para reprocharme mi demasiada sagacidad; después dijo:

—Está con ellos.

—Entonces puedo ir a felicitarlos ahora mismo —dije.

—Tontuela —dijo ella.

Pero antes de que pudiera poner mi proyecto en ejecución, vi que la puerta del cuarto contiguo se abría, y por ella salir lentamente, como si saliera de un ataúd, a Roberto, al primo Roberto, con el rostro terroso, la frente cubierta por gruesas gotas de sudor. Yo también sentí al verlo que la sangre se retiraba de mi cara. Un siniestro presentimiento me asaltó.

—¿Dónde está Marta? —exclamé adelantándome hacia él.

—No lo sé.

Se hubiera dicho que cada una de las palabras que pronunciaba iban a ahogarlo. Ni siquiera me dio la mano.

Papá salió detrás de él. Mamá se había levantado y los tres se quedaron allí parados, estrechándose las manos como en un entierro.

—¿Dónde está Marta? —grité otra vez.

—Ve a ver lo que hace —dijo papá—; sin duda te ha de necesitar.

Salí de un brinco y a saltos subí la escalera que conducía a su habitación. Esta estaba cerrada.

—¡Marta, abre! Soy yo.

Nadie se movió. Rogué, supliqué, prometí repararlo todo, le prodigué mil nombres cariñosos: todo fue inútil. Nada se oía, a no ser de vez en cuando un hálito, parecido a la respiración silbante que se escapa de una garganta medio sofocada. Entonces me encolericé al verme rechazada de todas partes.

—Sin duda seré bastante buena para preparar esta fúnebre comida —dije soltando una carcajada.

Y fui en busca de las criadas, hice matar seis tiernos pollos y me quedé mirando tranquilamente a esas pobres aves, mientras la sangre brotaba de sus pescuezos abiertos.

Daba lástima ver cómo uno de ellos, un gallito, batía las alas mientras la angustia de la muerte le arrancaba gritos y trataba de herir con sus espolones los dedos de la criada.

Hasta este pobre animalito, débil como es, se defiende cuando quieren degollarlo —pensé—, mientras mi señorita hermana besa humildemente la mano que la amenaza con el cuchillo.

La muerte de esos inocentes animales fue casi un alegre espectáculo comparado con la comida en que fueron servidos. La última comida de un condenado no habría sido más lúgubre. Cada cinco minutos alguien tomaba bruscamente la palabra y hablaba como quien cumple una faena obligatoria. Los demás asentían con la cabeza misteriosamente, pero bien veía yo que los que escuchaban no sabían lo que oían, lo mismo que el que hablaba no sabía lo que decía.

Marta no se había presentado.

En el momento de separarnos para retirarnos cada uno a nuestro cuarto, Roberto me tomó las dos manos y me llevó a un rincón.

—Te agradezco, Olga —dijo, y sus labios temblaban—, te agradezco tu exactitud y tu cariño. Ahora se acabó nuestra correspondencia…

—¡Por amor de Dios, Roberto! —balbucí—. ¿Qué ha pasado?

Él se encogió de hombros.

—Quizá la he hecho esperar demasiado. Ha concluido por cansarse de mí.

—¡Eso no es verdad! ¡eso no es verdad!

Pero papá estaba detrás de nosotros e informaba a Roberto que, según su deseo, el carruaje estaría listo al día siguiente al amanecer.

—Entonces no te volveré a ver —exclamé espantada.

Él sacudió la cabeza.

—Despidámonos desde ahora —dijo estrechándome la mano.

Una voz me gritaba que no podía, marcharse así, que yo debía hablarle a toda costa. Pero ahogué valerosamente las palabras que me oprimían la garganta.

Entonces nos dimos un último apretón de manos y nos separamos.

Todavía tenía yo que hacer en la casa, y, mientras sacaba el café de la despensa y pesaba la harina y el tocino para la sopa de la mañana, oía siempre la misma voz que me gritaba en el oído:

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