El deseo (8 page)

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Authors: Hermann Sudermann

Tags: #Romántico

BOOK: El deseo
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Me rechazó suavemente, y también esta vez permanecí parada, abandonada a mí misma, con el corazón desbordante. Sin embargo, cuando ya me iba, me llamó y murmuró:

—Te quiero mucho, hermanita.

La noche de ese mismo día noté en cierto momento que parecía sonreírse interiormente. Papá también lo notó, porque aquello no era usual, y, tomándole la cabeza con las manos, le dijo:

—¿Qué te ha ocurrido, Martita? ¡Estás hoy fresca como una flor!

Marta se ruborizó hasta la raíz de los cabellos, pero yo le tomé la mano a hurtadillas por debajo de la mesa, diciéndome:

—¡Ya sabemos lo que nos hace tan felices!

Al día siguiente por la mañana, cuando tomábamos nuestro café, papá entró con una carta abierta en la mano.

—Una ave forastera viene a albergarse en nuestro nido —dijo riéndose—. ¡Adivinen cómo se llama!

Y dicho esto, miró a Marta de reojo con expresión un tanto cómica. Me pareció que ella se ponía más pálida que de costumbre y la taza que tenía en la mano tembló perceptiblemente.

—¿Esa ave ha venido ya alguna vez? —preguntó lentamente y en voz baja, sin alzar los ojos.

—¡Vaya si ha venido! —dijo papá sin dejar de reírse.

—Entonces, es… Roberto Hellinger —dijo.

Y exhaló un profundo suspiro como si le hubiera costado mucho decir aquello.

—¡Mil truenos! ¡Adivinas bien, chicuela! —dijo papá amenazándola con el dedo.

Ella nada contestó, y con su paso lento y cansado se dirigió hacia la puerta; en toda la tarde nadie la volvió a ver.

Por mi parte, la visita del primo me dejaba bastante indiferente. Su imagen de otros tiempos, tal cual se me presentaba confusamente, no era como para llenar de ensueños ardientes una romántica cabeza de quince años.

Pero la actitud de Marta me había llamado la atención.

Al día siguiente, desde muy temprano, la oí ir y venir a pasos precipitados, en el piso superior, por los cuartos de huéspedes.

Fui a buscarla, pues tenía curiosidad de ver lo que la ocupaba en esas habitaciones habitualmente cerradas.

Había abierto todas las ventanas, sacado las sobrecamas y las cortinas, y en chanclas, corría en medio del desorden, de un cuarto al otro. Se cogía el rostro con ambas manos y se reía sola con una risa tan extraña, que no se sabía si era llanto.

Cuando le pregunté: «¿Qué haces ahí, Marta?» se estremeció, me miró muy confusa y sólo entonces pareció darse cuenta del lugar en que se encontraba.

—Ya lo ves: preparo las camas —balbució al cabo de un instante.

—¿Para quién? —pregunté.

—¿Acaso no sabes que esperamos una visita?

—¿Y eso es lo que te regocija tan terriblemente? —repliqué, encogiéndome ligeramente de hombros.

—¿Y por qué no había de regocijarme? Es nuestro primo.

—¿Y nada más? —dije yo amenazándola con el dedo, como lo había visto hacer la víspera a papá.

Entonces, de improviso, ella se puso muy grave y me dirigió con sus grandes ojos tristes una mirada tan llena de reproche, que sentí que la sangre me afluía, ardiente, al rostro. Volví la cara a un lado, y como ya no podía seguir representando el papel de mujer superior, me dirigí a la puerta.

A partir de ese instante, el primo Roberto me dio mucho qué pensar. Me parecía evidente que él y Marta se amaban, y sobrecogida por la vibración misteriosa con que la idea del gran desconocido llena a los seminiños de mi edad, comencé a representarme la manera cómo había podido nacer ese amor.

Corría a través de los bosquecillos silvestres del parque y me decía:

—Aquí es donde se han paseado secretamente.

Me deslizaba en la sombra de los follajes y me decía:

—Aquí es donde se han dado cita.

Me dejaba caer en los bancos de césped húmedo y me decía:

—Aquí es donde han cambiado dulces palabras.

El jardín entero, la casa, el patio y todo lo que conocía desde que había venido al mundo, se iluminaba de repente con una nueva luz que se difundía por todas partes con un reflejo purpúreo. Una vida maravillosa parecía haber surgido allí. Me había sumergido de tal modo en esas imaginaciones, que concluía por creer que era yo quien había vivido ese amor. Cuando volví a ver a Marta, no osaba alzar los ojos a ella, como si yo hubiera llevado el secreto oculto en mi seno y ella fuera quien no debiera adivinarlo.

Pero, cuando, a la mañana siguiente, me di exacta cuenta de que Marta había realmente vivido todo lo que yo no hacía más que soñar, eso me turbó por completo, y desde un rincón obscuro, la examiné sin interrupción, con mirada temerosa y escrutadora, como a un ser que perteneciera a otro mundo.

Me fijé en que cada cinco minutos salía al terrado, desde donde se podía ver la puerta de entrada, pero entonces me guardé muy bien de dirigirle preguntas indiscretas. Me imaginaba ser ya una confidente, una cómplice.

Era un día claro de septiembre, de una hermosura maravillosa. Sobre el llano y en el bosque flotaban como velos rosados; hilos plateados temblaban silenciosos en el aire; el río llevaba un manto de vapor, una paz religiosa se cernía sobre todo el paisaje. Me fui al bosque, pues jamás podía encontrar suficiente soledad para soñar a mis anchas. En las ramas de los álamos se oía ya el roce de las hojas amarillentas, y los helechos dejaban caer sus tallos como criaturas heridas que apenas pueden tenerse en pie.

—Me entristecí: «La Naturaleza entera va a morir —dije—; ¡Ah! ¡Si se pudiera morir con ella!»

Entonces me acordé de todas las burlas que había leído u oído sobre las impresiones sentimentales del otoño.

—Qué odiosas son esas bromas —me dije—. Pero de mí nadie se burlará; sabré esconderme y sabré ocultar lo que siento. A nadie interesa lo que pasa dentro de mí; y bien se me puede considerar como una muchacha fría y sin corazón, con tal de que sepa yo que este corazón palpita lleno de ardor y de amor por la humanidad.

—Sí, aquel fue un día henchido de encanto, día admirable; y daría con gusto todo lo que me queda de vida, si pudiera volver a él.

Y la noche… la veo todavía como si fuera hoy. Las ventanas estaban abiertas, los tallos flexibles de la viña virgen se mecían con el viento, y, desde muy lejos, un trote de caballos, un chasquido de lanzas y de sables llegaban hasta mis oídos. Nada podía ver, pues la obscuridad lo cubría todo, pero yo sabía que era una tropa de cosacos que recorría la frontera.

Entonces cerré los ojos y soñé: un grupo de jinetes avanza; a su cabeza viene el hijo del Rey, rubio y magnífico, sobre su blanco palafrén. Yo soy la Princesa y estoy sentada en la torrecilla de la antigua mansión; el renombre de mi hermosura se ha extendido de tal modo en la comarca, que el hijo del Rey se ha decidido a venir, escoltado por lo más selecto de sus cortesanos, para verme y pedir mi mano al viejo caballero, mi padre.

Y en eso me acuerdo de Marta, y me pregunto si a ella, en su calidad de primogénita, no le corresponde la primacía. Pero, para consolarme, me digo que, como ella ama a su Roberto, no necesita de ningún Príncipe.

Y me figuro entonces lo que daré a todos los míos cuando haya subido al trono: a Marta, un espléndido aderezo; a papá, un cofre de hierro lleno de oro; a mamá, una gran caja de piñas azucaradas.

El chasquido de lanzas desaparece a lo lejos, y con él mi sueño.

Roberto llegó al día siguiente.

En el momento en que el carruaje que lo conducía, rodó bajo el portón, Marta estaba al lado del fogón. Corrí a buscarla y le susurré en el oído:

—Marta, creo que ahí está.

Pero ella me demostró en seguida que yo no era su confidente: me miró un instante fijamente y me preguntó, como si su espíritu estuviera lejos:

—¿De quién quieres hablar?

—¿De quién? Pues del primo, naturalmente.

—¿Y por qué me dices eso tan misteriosamente?

Y como al oír eso me encogí de hombros, ella tomó la espumadera que había dejado caer y volvió a su tarea.

—¿Y esa es toda la alegría que sientes? —continué, encogiendo el labio con expresión despreciativa.

Pero ella me apartó con la mano izquierda, con una brusquedad inacostumbrada.

—¡Vete, chiquilla, te lo ruego!

Y he ahí cómo yo recibí al primo Roberto en su lugar.

En el instante en que salí al terrado, él bajaba del carruaje.

«No es mucho mejor que papá,» fue mi primer pensamiento. Era alto, de estatura gigantesca, el pecho y las espaldas anchas, el rostro moreno, con dos ojillos azules, y encuadrado por una barba rubia, erizada, una de aquellas barbas que llevaban los antiguos lasquenetes.

—«No falta más que la yugular,» —pensé para mis adentros.

De un salto salvó varios escalones y riéndose vino a mí:

—¡Hola! ¡Buenos días, Marta! —gritó.

Luego, de improviso, se estremeció, me miró de los pies a la cabeza y se quedó como petrificado en medio de la escalera.

—¡Yo no me llamo Marta, sino Olga! —dije un poco humillada.

—¡Ya me lo decía yo!… —exclamó sacudiéndose, y, adelantándose hacia mí, me alargó una mano roja y tosca de trabajador, toda encallecida y agrietada.

—«¡Qué palurdo!» —me dije mentalmente.

Cuando ya estuvimos dentro de la casa, me examinó nuevamente.

—Todavía eras una pequeñuela, cuando salí de aquí, y me parece verdaderamente extraordinario que te asemejes tanto a Marta.

—«¿Yo, parecerme a Marta? —pensé— ¿Cuándo me habré parecido a Marta?»

—Pero no —continuó—, ella no era tan alta, sus cabellos eran más claros, no tenía esa expresión tan altiva, y… no miraba con ojos tan severos.

—¡Ah, Dios del Cielo! —me dije—. ¿Acaso nunca has visto los ojos de Marta?

En ese instante se abrió muy suavemente la puerta de la cocina, y por la abertura, no más ancha que la mano, ella se escurrió en la habitación. No se había quitado el delantal; su rostro estaba tan blanco como él, y los labios le temblaban.

—Bienvenido seas, Roberto —le dijo tímidamente por detrás, pues él se había vuelto hacia mí.

Al primer sonido de esa voz, Roberto se dio media vuelta bruscamente, y entonces se quedaron un rato frente a frente sin hacer un movimiento, sin articular una sílaba.

Yo temblaba; hacía dos días que acechaba ese momento, y he ahí que el resultado burlaba lastimosamente mi espera.

Al fin se acercaron lentamente el uno al otro y se besaron. Pero ese mismo beso no me gustó; a mí no me habría besado de otra manera.

—Sí, pero ni siquiera lo ha hecho —agregué para mis adentros.

Después permanecieron nuevamente inmóviles y silenciosos. Mi corazón latía con tanta violencia, que tuve que apretarme el pecho con las dos manos.

Al fin, Marta le dijo:

—¿No quieres sentarte, Roberto?

Él hizo un ademán de asentimiento y se dejó caer en un rincón del sofá que crujió bajo su peso. Continuaba mirándola incesantemente; al cabo de un largo rato, dijo:

—¡Mucho has cambiado, Marta!

Al oír esto me pareció que me daban una bofetada.

Una sonrisa de una tristeza indecible rozó los labios de Marta:

—Sí —dijo—. ¡Mucho debo haber cambiado!

Nuevo silencio. Se habría dicho que Roberto necesitaba mucho tiempo para encontrar palabras capaces de expresar su pensamiento.

—¿Cómo es que jamás he sabido que estabas enferma? —concluyó por decir.

—No lo sé —replicó ella con una dulzura en que se descubría un poco de amargura.

—¿No podías escribírmelo?

—Pero, ¿acaso nos escribimos?

Roberto empujó con irritación el pie de la mesa.

—Pero cuando uno no está bien… entonces… entonces…

No supo decir más.

Yo apreté los puños: ¡habría sabido concluir tan bien la frase por él!

—Tú sabes —dijo Marta—, que el enfermo es siempre el último en saber que no está bien.

—Yo creía que él debía saberlo mejor que nadie.

—¿Y si uno juzga que no vale la pena hacerle caso?

Esta vez Marta habló sin amargura, en el tono tranquilo y moderado que le era habitual, y, sin embargo, cada palabra me partía el corazón.

—¡Oh, Marta! —gritaba una voz dentro de mí—. ¿Por qué me has rechazado?

En eso ella soltó una risa breve y preguntó a Roberto cómo estaban en su casa, y lo que hacían mi tío y mi tía.

—Pero primero, quisiera saber lo que hacen mi tío y mi tía —dijo mirando en su derredor hasta en los rincones.

Yo estaba tan contenta de ver disiparse el embarazo que los oprimía, que al verlos buscar por el cuarto tan cómicamente, prorrumpí en una risa estrepitosa.

Ambos se volvieron hacia mí, sorprendidos, como si sólo entonces notaran mi presencia.

—¿Y qué dices de nuestra Olguita? —preguntó Marta, tomándome por la mano con ademán maternal—. ¿Te gusta?

—Ahora un poco más —dijo examinándome—. Antes me pareció demasiado enseñorada.

—Sin embargo, no podía saltarte al cuello en seguida —repliqué.

—¿Y por qué no? —repuso con una sonrisa—. ¿Crees que no habría habido bastante lugar para ti?

—No —dije, para que supiera de una vez cómo había que tratarme—. Ese no es mi lugar.

Entonces me miró muy azorado, y dijo meneando la cabeza:

—¡Cáspita! La chiquilla es mordaz.

Yo iba a replicar, pero papá entró.

En la mesa no los perdí de vista, pero nada sospechoso hubo que observar; apenas si cambiaron algunas miradas.

—Más tarde, cuando nuestros padres duerman —me dije—, tratarán de escaparse—. Pero me equivoqué. Se quedaron tranquilamente en la sala y ni una sola vez trataron de alejarme. Él fumaba, sentado en un rincón del canapé; ella estaba sentada cinco pasos más allá, junto a la ventana, con su bordado.

—Quizá son demasiado tímidos —me dije—, y esperan que la ocasión se presente sola—. Hice dos o tres observaciones, para ver si cambiaban de lugar, y salí de la habitación. Luego, con el corazón palpitante, esperé media hora, encerrada en mi cuarto y contando los minutos antes de atreverme a volver.

—Ahora —me dije—, él se le acercará, le tomará la mano y la mirará por largo rato en los ojos. ¿Me amas siempre? —le preguntará—, y ella, ruborizándose, con una mirada húmeda, se dejará caer sobre su pecho.

Cerré los ojos y suspiré. Las sienes me palpitaban, me sentía cada vez más embriagada por las imágenes que me representaba y me figuraba su continuación; lo veía caer de rodillas delante de ella, y, con miradas ardientes, balbucir juramentos apasionados de amor y de fidelidad.

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