El día que Nietzsche lloró (40 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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Breuer no se inmutó.

—Pero ¿cómo puedo creer sin una prueba? No puedo invocar la fe. ¿Es que he renunciado a una religión sólo para abrazar otra?

—La prueba es en extremo compleja. Todavía está sin terminar y requerirá años de trabajo. Y ahora, como resultado de nuestra charla, no estoy seguro de que deba molestarme siquiera en invertir mi tiempo trabajando para obtener la prueba cosmológica. Puede que otros la usen como distracción. Quizá ellos, como usted, escarben en lo intrincado de la prueba y hagan caso omiso de lo esencial: las consecuencias psicológicas del eterno retorno. —Breuer no dijo nada. Miró por la ventanilla del coche y sacudió levemente la cabeza—. Permítame expresarlo de otra manera —prosiguió Nietzsche—. ¿No puede admitir que el eterno retorno es probable? No, espere, ni siquiera necesito eso. Digamos simplemente que es posible o que es simplemente posible. Eso me basta. ¡En realidad, es más posible y más probable que el cuento de hadas de la condenación eterna! ¿Qué puede perder por considerarlo una posibilidad? ¿No puede verlo como "la apuesta de Nietzsche"? —Breuer asintió—. ¡Le pido entonces que considere las implicaciones del eterno retorno para su vida, no de forma abstracta, sino ahora, hoy, en el sentido más concreto posible!

—¿Sugiere usted —dijo Breuer— que experimentaré hasta el infinito cada uno de mis actos, cada uno de mis dolores?

—Sí, el eterno retorno significa que cada vez que usted opta por algo, lo hace para toda la eternidad. Y lo mismo sucede con cada acto no realizado, con cada pensamiento abortado, cada elección no tomada. Y toda la vida no vivida permanece dentro de usted, no vivida por toda la eternidad. Y la voz desoída de su conciencia le hablará siempre.

Breuer se sentía mareado: era difícil escuchar. Trató de concentrarse en el inmenso bigote de Nietzsche, que se movía con cada palabra. Como su boca y sus labios quedaban en la oscuridad, no había señales que advirtieran de las próximas palabras. De vez en cuando, su mirada captaba la de Nietzsche, pero era tan penetrante que la desviaba hacia su nariz carnosa pero poderosa, o hacia sus salientes cejas, que semejaban bigotes oculares.

Por fin, Breuer se atrevió a hacer una pregunta.

—Entonces, si lo he entendido bien ,¿el eterno retorno promete una forma de inmortalidad?

—¡No! —exclamó Nietzsche con vehemencia—. Yo enseño que no debe vivirse ni desperdiciarse la vida con la promesa de otra vida futura. Lo inmortal es esta vida, este momento. No hay otra vida, no hay un norte para esta vida, no hay un tribunal apocalíptico donde se nos juzgue. Este momento existe para siempre y usted, sólo usted, es su único público. —Breuer se estremeció. A medida que las implicaciones espeluznantes de la propuesta de Nietzsche se aclaraban, dejó de resistirse y se sumió en un estado de extraña concentración—. Insisto, Josef, en que permita que este pensamiento se apodere de usted. Tengo una pregunta que hacerle: ¿qué le parece la idea? ¿Le resulta abominable? ¿O le gusta?

—¡Me parece abominable! —exclamó Breuer, casi gritando—. Vivir para siempre con la sensación de que no he vivido, de que no he conocido la libertad, es una idea que me llena de espanto.

—Entonces —lo exhortó Nietzsche—, viva de manera que le permita aceptar la idea con placer.

—Lo que acepto con placer en este momento, Friedrich, es pensar que he cumplido con mi deber hacia los demás.

—¿Su deber? ¿Acaso el deber puede ser superior a su amor por usted mismo y a su búsqueda de la libertad incondicional? Si no ha llegado a ser usted mismo, el deber del que habla no es más que un eufemismo: el uso que ha hecho de los demás para su propio beneficio.

Breuer se armó de energía para otra refutación.

—Existe el deber hacia los demás y yo he sido fiel a ese deber. En esto, al menos, tengo el coraje de mis convicciones.

—Mejor, mucho mejor, Josef, sería tener el coraje de cambiar sus convicciones. El deber y la fidelidad son falsedades, cortinajes tras los que ocultarse. La autoliberación implica un no sagrado, incluso ante el deber. —Breuer, asustado, clavó la mirada en los ojos de Nietzsche—. Usted quiere llegar a ser usted mismo — siguió diciendo Nietzsche—. ¿Cuántas veces se lo he oído decir? ¿Cuántas veces se ha lamentado de no haber conocido la libertad? Su bondad, su deber, su fidelidad, son los barrotes de su prisión. Estas pequeñas virtudes ocasionarán su muerte. Debe aprender a conocer su propia maldad. No puede ser parcialmente libre: sus instintos también ansían la libertad. Esos perros salvajes ocultos en el sótano, ellos también ladran reclamando ser libres. Escuche ,¿no los oye?

—Pero no puedo ser libre —dijo Breuer, implorante—. He hecho promesas matrimoniales sagradas. Tengo obligaciones con respecto a mis hijos, mis discípulos, mis pacientes.

—Para formar hijos primero debe formarse a si mismo. De lo contrario, recurrirá a ellos cuando tenga una necesidad animal, o se sienta solo, o necesite tapar los agujeros de sus remiendos. Su tarea como padre no es presentar otro yo, otro Josef, sino algo superior. Su deber es producir un creador. —Tras un instante de silencio, Nietzsche siguió hablando, inexorable—. ¿Y su esposa? ¿Acaso no está encarcelada por este matrimonio? El matrimonio no debería ser una prisión, sino un jardín en el que se cultive algo superior. Puede que la única manera de salvar su matrimonio sea renunciar a él.

—He hecho promesas sagradas.

—El matrimonio es algo grande. Es algo grande ser siempre dos personas, permanecer siempre enamorados. Sí, el matrimonio es sagrado. Y sin embargo... —La voz de Nietzsche se desvaneció.

—¿Y sin embargo? —preguntó Breuer.

—El matrimonio es sagrado. Sin embargo —dijo Nietzsche con aspereza—, ¡es mejor romper con el matrimonio que ser roto por él!

Breuer cerró los ojos y se hundió en sus pensamientos. Ninguno de los dos habló durante el resto del viaje.

NOTAS DE FRIEDRICH NIETZSCHE SOBRE EL DOCTOR BREUER, 16 DE DICIEMBRE DE 1882

Un paseo que ha empezado bajo la luz del sol y ha terminado en la sombra. Quizá nos hemos adentrado demasiado en el cementerio. ¿No deberíamos haber regresado antes? ¿Le he proporcionado algo demasiado fuerte en que pensar? El eterno retorno es un martillo poderoso. Romperá a quienes no estén preparados para aceptarlo.

¡No! Un psicólogo, un escrutador de almas, necesita la dureza más que nadie. De lo contrario, se llenará de piedad Y sus discípulos se ahogarán en un charco.

Sin embargo, al final de nuestro paseo, Josef parecía agobiado y apenas podía hablar. Hay personas que no nacen endurecidas. Un psicólogo verdadero, como un artista, debe amar su paleta. Quizá se necesitaba más benevolencia, más paciencia. ¿Desnudo a la gente antes de enseñarle a tejer la nueva indumentaria?¿Le habré enseñado a ser libre "de" sin enseñarle a ser libre "para"?

No, un guía tiene que ser una barandilla junto al torrente, pero no tiene que convertirse en una muleta. El guía debe enseñar el sendero que se abre ante su discípulo. Pero no debe escoger el sendero.

"Sea mi maestro", me pide. “Ayúdeme a conquistar la desesperación.” ¿Tengo que esconder mi sabiduría? ¿Y la responsabilidad del estudiante? Tiene que endurecerse ante el frío, tiene que aferrarse a la barandilla con sus propios dedos, tiene que perderse varias veces por senderos equivocados antes de hallar el correcto.

Solo, en la montaña, voy por el camino más corto: de cumbre en cumbre. Pero mis discípulos se pierden cuando me adelanto demasiado. Tengo que aprender a disminuir el paso. Hoy quizá hemos andado demasiado deprisa. He desentrañado un sueño, he separado a una Bertha de otra, he vuelto a enterrar a los muertos y he enseñado cómo morir en el momento oportuno. Y todo esto no ha sido sino la obertura para el gran tema del eterno retorno.

¿Lo habré impulsado en exceso hacia el dolor? Muchas veces parecía demasiado trastornado para oírme. ¿Pero qué he desafiado? ¿Qué he destruido? Sólo valores vacíos y creencias tambaleantes. ¡Hay que ejercer presión contra lo que se tambalea!

Hoy he aprendido que el mejor maestro es el que aprende de su alumno. Tal vez tenga razón. ¡Qué distinta sería mi vida de no haber perdido a mi padre! ¿Será verdad que martilleo con tanta fuerza porque lo odio por haber muerto? ¿Y será verdad que hago tanto ruido al martillar porque ansío que me escuchen?

Me preocupa su silencio al final del paseo. Tenía los ojos abiertos, pero no parecía ver. Apenas respiraba. Sin embargo, sé que el rocío cae con más fuerza cuando la noche es casi silenciosa.

Veintiuno

Liberar las palomas fue casi tan difícil como despedirse de su familia. Breuer lloró al llevar las jaulas a la ventana y al abrir las puertas de tela metálica. Al principio, las palomas parecían no entender. Levantaban los ojos del plato de comida y lo miraban sin comprender. Breuer gesticuló con los brazos, alentándolas a volar en busca de libertad.

Cuando sacudió y golpeó las jaulas, las palomas cruzaron la puerta abierta de la jaula y, sin girarse para mirar por última vez al carcelero, volaron hacia el cielo temprano de la mañana, veteado de sangre. Breuer contempló con dolor su vuelo: cada movimiento de sus alas de color azul plateado significaba el fin de su investigación científica.

Mucho después de que las palomas hubieran desaparecido, seguía contemplando el cielo a través de la ventana. Había sido el día más doloroso de su vida y todavía no se había recuperado de la disputa que había tenido con Mathilde aquella mañana. Una y otra vez, la escena se repetía en su mente y pensaba si habría podido comunicarle su decisión de marcharse de una forma más grata y menos dolorosa.

—Mathilde —había dicho aquella mañana—, no hay manera de decir esto, excepto sin rodeos, tal como es: quiero libertad. Me siento atrapado, no por tí, sino por mi destino. Por un destino que no he elegido. —Atónita y atemorizada, Mathilde se había limitado a mirarlo fijamente. Breuer prosiguió—. De repente me siento viejo. Me siento como un anciano, enterrado en vida por una profesión, una familia, una cultura. Todo me ha sido asignado. Yo no he elegido nada. ¡Tengo que concederme una oportunidad! Tengo que concederme la oportunidad de encontrarme a mí mismo.

—¿Una oportunidad? —replicó Mathilde—. ¿Para encontrarte a tí mismo? Josef, ¿qué estás diciendo? No te entiendo. ¿Qué es lo que estás pidiendo?

—¡No te pido nada a ti! Me pido algo a mí mismo. Tengo que cambiar mi vida. De lo contrario, me enfrentaré a la muerte sin la sensación de haber vivido.

—¡Josef, esto es una locura! —exclamó Mathilde. El miedo le dilató los ojos—. ¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo existen tu vida y mi vida? Compartimos la misma vida. Hicimos un pacto para compartir nuestras vidas.

—Pero ¿cómo pude dar nada antes de que fuera mío?

—Ya no te entiendo. "Libertad", "encontrarme a mí mismo", "no haber vivido"... Esas palabras carecen de sentido para mí. ¿Qué te está pasando, Josef? ¿Qué nos está pasando? —Mathilde no pudo seguir hablando. Se metió los puños en la boca, dio media vuelta y empezó a sollozar.

Josef había visto cómo se convulsionaba. Se acercó a ella. Mathilde se esforzaba por respirar, la cabeza apoyada sobre el brazo del sillón. Las lágrimas le caían en la falda, los sollozos agitaban sus pechos. Deseando consolarla, le puso la mano sobre el hombro, pero notó que ella se apartaba. Fue entonces, en ese momento, cuando se dio cuenta de que el curso de su vida había llegado a una encrucijada. Se había apartado de la multitud. Ya había consumado la ruptura. El hombro de su mujer, su espalda, sus pechos, ya no le pertenecían: había perdido el derecho a tocarla y ahora tendría que enfrentarse al mundo sin el refugio de su carne.

—Es mejor que me marche enseguida, Mathilde. No puedo decirte adónde voy. Es mejor que ni yo mismo lo sepa. Le daré instrucciones a Max para que se ocupe de todos los asuntos económicos. Te lo dejo todo; no me llevaré nada, salvo la ropa que llevo puesta, una maleta pequeña y dinero suficiente para comer. —Mathilde siguió llorando. Parecía incapaz de responder. ¿Habría oído sus palabras?— Cuando tenga una dirección, me pondré en contacto contigo. —No recibió respuesta—. Tengo que irme. Tengo que hacer un cambio y asumir el control de mi vida. Creo que ambos estaremos mejor cuando sea capaz de elegir mi destino. Tal vez escoja esta misma vida, pero tiene que ser una elección, mi propia elección.

Ni siquiera después de tales palabras había recibido una respuesta de Mathilde, que seguía sollozando. Aturdido, Breuer había salido de la habitación.

Toda la conversación había sido un error cruel, pensó mientras cerraba las jaulas de las palomas y las volvía a poner en los estantes del laboratorio. En una jaula quedaban cuatro palomas que no podían volar porque los experimentos quirúrgicos habían alterado su equilibrio. Breuer sabia que tenía que sacrificarlas antes de irse, pero, deseoso de no sentir responsabilidad por nada ni por nadie, se limitó a llenar sus platos de agua y comida y a abandonarlas a su suerte.

"No, no tendría que haberle hablado de libertad, de elección, de sentirme atrapado, de destino, de encontrarme a mí mismo. ¡No era posible que me entendiera! Apenas me entiendo yo. Cuando Friedrich me habló por primera vez en ese lenguaje, yo no pude comprenderlo. Habría sido mejor decírselo con otras palabras: quizá "unas breves vacaciones", "el agotamiento profesional", o "una estancia prolongada en un balneario del Norte de África". Palabras que ella hubiera podido entender. Y con las que hubiera podido dar una explicación a su familia y los demás.

"¡Dios mío!, ¿qué dirá a la gente? ¿En qué situación va a quedar ella? ¡No, basta! ¡Eso es responsabilidad suya, no mía! Asumir las responsabilidades de los otros: ésta es la trampa en que estamos atrapados, yo y los demás."

Un rumor de pasos interrumpió las meditaciones de Breuer. Mathilde abrió la puerta con tal ímpetu que la lanzó contra la pared. Estaba muy pálida y tenía el pelo despeinado y los ojos hinchados.

—He dejado de llorar, Josef. Y ahora te contestaré. Hay un error, algo maligno, en lo que acabas de decirme. Y además absurdo. ¡Libertad! ¡Libertad! Hablas de libertad. ¡Una broma cruel para mí! Ojalá yo hubiera podido tener tu libertad: la libertad de un hombre de estudiar, de elegir una profesión. Nunca hasta ahora he deseado con tantas ganas tener una educación. ¡Ojalá tuviera el vocabulario apropiado, la lógica necesaria, para demostrarte lo ridículas que suenan tus palabras! —Mathilde se detuvo y retiró una silla del escritorio. Rechazando la ayuda de Breuer, se sentó y guardó silencio un momento para recobrar el aliento—. ¿Quieres irte? ¿Quieres elegir una vida nueva? ¿Has olvidado la elección que ya has tomado? Elegiste casarte conmigo. ¿Y de veras no entiendes que elegiste un compromiso contigo mismo, conmigo, con nosotros? ¿Qué es una elección, si te niegas a respetarla? No sé qué es. Quizá un capricho, o un impulso, pero no una elección.

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