Read El día que Nietzsche lloró Online
Authors: Irvin D. Yalom
Pero Josef no dejó de mirarla. Como si fuera la primera vez, se puso a examinar su rostro. Le resultaba doloroso ver que ella también era una combatiente en la batalla contra el tiempo. Sus mejillas no tenían surcos (ella no lo había consentido), pero no podía defender todos los frentes y finísimas arrugas se abrían desde las comisuras de los ojos y de la boca. En su pelo brillante, que llevaba peinado hacia atrás y recogido en un moño, se habían infiltrado vetas de cabello gris. ¿Cuándo había sucedido eso? ¿Había ocurrido, en parte, por su culpa? Unidos, él y ella podrían haber sufrido menos.
—¿Por qué tengo que dejar de hacerlo? —Josef pasó el brazo alrededor de su cintura cuando ella se acercó para retirarle el plato. Luego la siguió hasta la cocina . ¿Por qué no puedo mirarte? ¡Pero, Mathilde, estás llorando!
—Por una buena razón, Josef. Pero triste también, cuando pienso cuánto ha pasado. Hoy es un día extraño. ¿De qué habéis hablado Sigi y tú? ¿Sabes lo que me ha dicho durante la comida? ¡Que a su primera hija le pondrá mi nombre. ¡Dice que quiere tener dos Mathildes en su vida!
—Siempre hemos sospechado que Sig era inteligente y ahora estamos seguros de ello. Es un día extraño. Pero importante. He decidido casarme contigo.
Mathilde dejó la bandeja con las tazas de café, le cogió la cabeza con las manos, lo atrajo hacia sí y le besó en la frente—. ¿Has bebido ginebra, Josef? Estás diciendo tonterías. —Volvió a levantar la bandeja—. Pero me gusta. —Antes de abrir la puerta para pasar al comedor, se volvió hacia él—. Creía que habías decidido casarte conmigo hace catorce años.
—Lo importante es que decido hacerlo hoy, Mathilde. Y todos los días.
Después del café y la Linzertorte de Mathilde, Freud se fue a toda prisa al hospital. Breuer y Max se dirigieron con una copa de slivovitz a la biblioteca y se dispusieron a iniciar su partida de ajedrez. Tras un juego breve (Max en seguida demolió una defensa francesa con un ataque lateral de la reina), Breuer detuvo a Max cuando éste empezaba a colocar las piezas para la segunda partida.
—Necesito hablar —le dijo a su cuñado. Max se repuso de su desencanto, guardó las piezas, encendió otro cigarro, lanzó una larga bocanada de humo y aguardó a que su cuñado hablara.
Desde aquella conversación, quince días atrás, en que Breuer le había hablado de Nietzsche por primera vez, los dos hombres se sentían más amigos. Max, que ahora escuchaba con más paciencia y comprensión, había seguido con interés los relatos referidos a las reuniones de Breuer con Eckart Müller. Cuando Breuer procedió a describirle con todo detalle la conversación del día anterior en el cementerio y la extraordinaria sesión hipnótica de aquella mañana con Freud, se quedó atónito.
—¿Así que, cuando estabas en trance, has pensado al principio que yo obstaculizaría tu salida para impedir que te marcharas? Es probable que lo hubiera hecho. ¿A quién más podría vencer al ajedrez? Pero en serio, Josef, se te ve diferente.
—¿Estás seguro de que te has sacado Bertha de la mente?
—Es sorprendente, Max. Ahora pienso en ella como en cualquier otra persona. Es como si mediante un procedimiento quirúrgico me hubieran separado la imagen de Bertha de la emoción que sentía antes. Y estoy convencido de que esta operación ha ocurrido en el momento en que la he observado en el jardín con su nuevo médico.
—No lo entiendo. —Max meneó la cabeza— O es mejor no entenderlo?
—Debemos intentarlo. Tal vez sea un error decir que mi enamoramiento ha terminado en el instante en que la he observado con el doctor Durkin. Me refiero a mi fantasía con ella y el doctor Durkin, que ha sido tan vívida que la considero un hecho real. Estoy seguro de que Müller ya había debilitado mi enamoramiento, sobre todo cuando me hizo entender que yo le había concedido un poder enorme. La fantasía hipnótica de Bertha y el doctor Durkin se ha producido en el momento oportuno y ha acabado separándola del todo. Todo su poder ha desaparecido cuando la he visto repitiendo esas escenas intimas con él, de forma rutinaria. De pronto, me he dado cuenta de que ella no tenía ningún poder. Ni siquiera puede controlar sus propios actos; de hecho, es tan impotente como yo. Cada uno de nosotros no era más que un actor en el drama obsesivo del otro, Max. —Breuer sonrió—. Pero, ¿sabes?, me está sucediendo algo todavía más importante: mis sentimientos hacia Mathilde han cambiado. Lo he notado un poco durante el trance, pero ahora es mucho más fuerte. Durante toda la comida no he hecho otra cosa que mirarla con gran ternura.
—Sí —dijo Max, sonriente—, lo he notado. Ha sido divertido ver lo nerviosa que se ponía. Como en los viejos tiempos. Tal vez se trate de algo muy simple: la aprecias ahora porque has tenido la experiencia de lo que sería perderla.
—Si, así es, en parte, pero hay algo más. Como ya sabes, durante años he tenido la sensación de que Mathilde me había puesto un bocado, como a los caballos. Me sentía prisionero y anhelaba mi libertad para tener experiencias con otras mujeres, para vivir una vida diferente. Pero al hacer lo que me pidió Müller que hiciera, al coger mi libertad, me he asustado. Al entrar en trance he tratado de perder la libertad. Primero con Bertha, luego con Eva. He abierto la boca y he dicho: "Por favor, por favor, ponedme las riendas. Ponedme el bozal en la boca. No quiero ser libre". La verdad es que me he sentido aterrado por la libertad. —Max asintió con gravedad y Breuer siguió hablando—. ¿Recuerdas lo que te he contado sobre mi visita a Venecia mientras estaba en trance, mi experiencia en la barbería, cuando he descubierto mi rostro avejentado? ¿La calle de las tiendas, donde era el más viejo de todos? En este momento me acuerdo de algo que me dijo Müller: Elija al enemigo indicado. ¡Creo que la clave está en ésto! Todos estos años he estado luchando contra el enemigo que no correspondía. Mi verdadero enemigo no era Mathilde, sino el destino. Mi verdadero enemigo era el envejecimiento, la muerte y mi terror a la libertad. ¡Culpaba a Mathilde por no permitirme enfrentarme a lo que yo mismo no quería enfrentarme! Me pregunto cuántos otros hombres le harán lo mismo a sus mujeres.
—Supongo que yo soy uno de ellos —dijo Max—. ¿Sabes?, muchas veces sueño con nuestra infancia juntos, con nuestros días en la universidad. "¡Ah, qué desperdicio!", me digo, "¿cómo dejé que pasara esa época?". Y entonces, en secreto, le echo la culpa a Rachel, como si fuera culpa suya que la infancia termine y que yo envejezca.
—Sí. Müller dijo que el verdadero enemigo son "los colmillos devoradores del tiempo". Pero ahora, en cierto modo, no me siento tan desvalido frente a ellos. Hoy, quizá por primera vez, siento que tengo poder sobre mi vida. Acepto la vida que he elegido. En este momento, Max, no deseo haber hecho nada distinto.
—Por más inteligente que sea tu profesor, Josef, me parece que al idear este trance hipnótico tú lo has superado. Has hallado el camino para experimentar una decisión irreversible sin hacerla irreversible. Pero hay algo que todavía no entiendo. ¿Dónde estaba la parte de tu ser que ideó el experimento durante el trance? Mientras tú estabas en trance, una parte de tí debe de haber sido consciente de lo que estaba ocurriendo en realidad.
—Tienes razón, Max. ¿Dónde estaba el testigo, el "yo" que estaba engañando al resto de "mi yo"? Me siento mareado al pensarlo. Algún día, alguien más inteligente que yo aparecerá para adivinar este acertijo. Pero, no, no creo haber superado a Müller. De hecho, siento algo muy distinto: siento que le he decepcionado. Me he negado a seguir sus recomendaciones. O quizá, simplemente he reconocido mis limitaciones. Él dice a menudo: "Cada persona tiene que decidir cuánta verdad puede soportar". Supongo que yo lo he decidido. Y, Max, también le he decepcionado como médico. No le he dado nada. De hecho, ya ni siquiera pienso en ayudarle.
—No te tortures, Josef. Siempre eres muy duro contigo mismo. Tú eres diferente, no eres como él .¿Recuerdas ese curso sobre los pensadores religiosos que los dos hicimos con el profesor Jodl? El los llamaba "visionarios". Eso es tu Müller: ¡un visionario! Ya hace tiempo que no sé quién de vosotros dos es el médico y quién el paciente, pero, si tú fueras su médico, y aun en el caso de que pudieras cambiarle (cosa que no es posible), ¿querrías hacerlo? ¿Has oído hablar de un visionario casado, o domesticado? No, eso acabaría con él. Creo que su destino es ser un visionario solitario. ¿Sabes qué pienso? —Max abrió la caja de las piezas de ajedrez—. Pienso que el tratamiento ha sido largo. Tal vez haya terminado. ¡Quizá prolongarlo un poco más acabaría con el paciente y con el médico!
Max tenía razón. Había llegado la hora de dar por finalizado el tratamiento. Aun así, Josef se sorprendió a sí mismo cuando aquel lunes por la mañana entró en la habitación número 13 y declaró que estaba curado.
Nietzsche, que, sentado en la cama, estaba arreglándose el bigote, pareció sorprenderse todavía más.
—¿Curado? —exclamó, dejando caer el peine sobre la cama—.¿Lo dice en serio? ¿Cómo es posible? Parecía muy afligido cuando nos separamos el sábado. Me dejó preocupado. Pensé que quizá me había mostrado demasiado duro con usted, demasiado desafiante. Llegué a pensar que a lo mejor interrumpía nuestro plan de tratamiento. Pensé muchas cosas, ¡pero jamás pensé que me diría que ya estaba curado!
—Sí, Friedrich, yo también estoy sorprendido. Ha sucedido de repente, y ha sido el resultado directo de nuestra sesión de ayer.
—¿Ayer? Pero si ayer fue domingo. No tuvimos sesión.
—Tuvimos sesión, Friedrich. Sólo que usted no estuvo allí. Es una larga historia.
—Cuénteme esa historia, Josef. ¡Cada detalle de esa historia! Quiero saberlo todo sobre su curación. —Y de pronto, Nietzsche se puso en pie.
—Bien, sentémonos donde lo hacemos siempre para conversar —dijo Breuer, ocupando su sitio acostumbrado—. Hay tanto que contar...
—Empiece a partir del sábado por la tarde —dijo Nietzsche—, después de nuestro paseo por Simmeringer Haide.
—¡Sí, aquel salvaje paseo al viento! Fue maravilloso. ¡Y terrible! Usted tenía razón. Cuando regresamos al coche, yo estaba desesperado. Me sentía como un yunque: sus palabras eran como martillazos. Mucho después seguían martillando en mi mente, sobre todo una frase.
—¿Cuál?
—Que la única manera de salvar mi matrimonio era renunciar a él. Una de sus afirmaciones más confusas: ¡cuanto más pensaba en ello, peor me sentía!
—En ese caso, yo tendría que haber sido más claro, Josef. Lo que quería decir es que una relación matrimonial ideal sólo existe cuando no es necesaria para la supervivencia de los cónyuges.
Al no ver ningún signo de comprensión en el rostro de Breuer, Nietzsche añadió:
—Quería decir que, para poder tener una relación con otra persona, uno debe tener una relación consigo mismo. Si no somos capaces de abrazar nuestra propia soledad, utilizaremos al otro como escudo contra nuestra soledad. Sólo cuando es posible vivir como el águila, sin público, se puede amar a otra persona; sólo entonces puede importarle a uno que la otra persona crezca. Por consiguiente, si uno no puede renunciar a un matrimonio, ese matrimonio está perdido.
—¿Quiere decir, entonces, que el único modo de salvar un matrimonio es poder renunciar a él? Ahora está más claro. —Breuer pensó un momento—. Este axioma puede enseñar mucho a un soltero, pero es un dilema para el casado. ¿De qué puede servirme a mí? Es como reconstruir un barco en medio del mar. El sábado me sentí atormentado por la paradoja de tener que renunciar a mi matrimonio para poder salvarlo. Luego, de repente, tuve una inspiración.
Nietzsche, cuya curiosidad se había avivado, se quitó las gafas y adelantó cuanto pudo su cuerpo. "Un par de pulgadas más y se caerá de la silla", pensó Breuer.
—¿Sabe algo del magnetismo animal?
—¿El mesmerismo? Muy poco —respondió Nietzsche—. Sé que Mesmer era un sinvergüenza, pero hace poco leí que varios médicos franceses de prestigio están utilizando el magnetismo para tratar distintos males. Y usted lo empleó en su tratamiento con Bertha. Sólo sé que es de un estado hipnótico en que el sujeto se vuelve muy sugestionable.
—Es más que eso, Friedrich. Es un estado en el que uno es capaz de experimentar fenómenos alucinatorios de intensa viveza. Mi inspiración fue que en un trance hipnótico yo pudiera aproximarme a la experiencia de renunciar a mi matrimonio, conservándolo en la vida real. —Breuer procedió a contarle a Nietzsche todo lo que le había ocurrido. Casi todo. Empezó describiendo la escena en la que había observado a Bertha y al doctor Durkin en el jardín de Bellevue, aunque de pronto decidió mantener esa parte en secreto. En cambio, le contó el viaje a la clínica Bellevue y su repentina marcha. Nietzsche escuchaba, asintiendo con la cabeza cada vez más deprisa, la mirada atenta y concentrada. Cuando Breuer terminó su relato, permaneció en silencio, como si estuviera decepcionado—. Friedrich, ¿le faltan las palabras? Es la primera vez. Yo también estoy confundido, aunque hoy me siento bien. Me siento vivo. ¡Mejor de lo que me he sentido durante años! Me siento presente, aquí, con usted, en lugar de fingir que estoy aquí y, en realidad, estar pensando en Bertha. —Nietzsche seguía escuchando en silencio, sin decir nada. Breuer continuó hablando—. Friedrich, yo también me siento triste. No me gusta pensar que nuestras charlas hayan terminado. Usted sabe de mí más que nadie en el mundo y valoro la relación que nos une. Y también siento vergüenza. A pesar de mi mejoría, me siento avergonzado. Siento que, al utilizar la hipnosis, le he engañado. ¡He corrido un riesgo libre de todo riesgo! Le debo de haber decepcionado.
Nietzsche negó con un vigoroso movimiento de cabeza.
—No. De ninguna manera.
—Conozco sus valores —protestó Breuer—. Sin duda piensa que no he ido bastante lejos. Más de una vez le he oído preguntar: "¿Cuánta verdad puede resistir?". Sé que es así como usted mide a una persona. Temo que mi respuesta sea: "No mucha". Ni siquiera mientras estuve en trance llegué lejos. Imaginé que le seguía hasta Italia, que llegaba tan lejos como usted, tan lejos como usted quería que yo llegara, pero me faltó valor.
Sin dejar de sacudir la cabeza, Nietzsche se inclinó hacía delante, apoyó una mano en el brazo del sillón de Breuer y dijo:
—No, Josef, ha llegado lejos, más lejos que la mayoría.
—Quizá hasta los límites de mi limitada capacidad —respondió Breuer—. Usted siempre ha dicho que yo tenía que encontrar mi propio camino, y no buscar el camino ni su camino. Quizá el trabajo, la sociedad y la familia son mí camino hacia una vida plena. Aun así, creo que no he llegado todo lo lejos que debería, que he optado por la comodidad, que no puedo mirar de frente al sol de la verdad igual que usted.