El día que Nietzsche lloró (45 page)

BOOK: El día que Nietzsche lloró
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—Yo, a veces, querría encontrar la sombra.

La voz de Nietzsche era triste y meditabunda. Sus profundos suspiros recordaron a Breuer que eran dos pacientes los involucrados en un pacto terapéutico y que sólo uno había recibido ayuda. "Tal vez no sea demasiado tarde", pensó Breuer.

—Aunque yo ya esté curado, Friedrich, no quiero dejar de verle.

Nietzsche sacudió la cabeza con un ademán lento y decidido.

—No. El tratamiento ha seguido su curso hasta el final. Ha llegado la hora.

—Sería egoísta terminar aquí —dijo Breuer—. He recibido mucho y le he dado muy poco a cambio. Aunque apenas he tenido oportunidad de ayudarle. No ha cooperado usted ni siquiera con una migraña.

—El mejor regalo sería que me ayudara a entender su recuperación.

—Creo —respondió Breuer— que el factor más poderoso ha sido la identificación del enemigo apropiado. Sólo cuando he comprendido que tenía que luchar contra el verdadero enemigo (o sea, el tiempo, el envejecimiento, la muerte), he llegado a entender que Mathilde no es ni una adversaria ni una salvadora, sino sólo una compañera de viaje que recorre el ciclo de la vida. De alguna manera, este paso sencillo ha hecho que aflorara todo el amor aprisionado que sentía por ella. Hoy, Friedrich, me gusta la idea de repetir mi vida eternamente. Por último, siento que puedo decir: "Sí, he elegido mi vida. Y he elegido bien".

—Sí, sí —dijo Nietzsche, animando a Breuer a que continuara—. Veo que ha cambiado. Pero quiero conocer el mecanismo, cómo ha ocurrido.

—Sólo puedo decir que durante estos dos últimos años me ha dado mucho miedo envejecer. Me daba mucho miedo el "apetito del tiempo", como usted lo llama. Me defendía, pero a ciegas. Atacaba a mi mujer, en lugar de atacar al verdadero enemigo y, por último, desesperado, busqué refugio en los brazos de alguien que no podía ayudarme.

Breuer hizo una pausa y se rascó la cabeza antes de proseguir.

—No sé qué más puedo decir, excepto que, gracias a usted, sé que el secreto para vivir bien consiste, en primer lugar, en desear lo que es necesario y, después, en amar lo que se desea.

Las palabras de Breuer afectaron a Nietzsche.

—Amor fati: ama tu destino. ¡Es extraño, Josef, pero pensamos lo mismo! Yo planeaba recurrir al amor fati en mi última sesión con usted. Le iba a enseñar a sobreponerse a la desesperación transformando el "ha sido así" en "así lo he querido". Pero usted se me ha adelantado. Se ha fortalecido, tal vez haya madurado, pero... —hizo una pausa y mostró una súbita agitación— esta Bertha que invadió y poseyó su mente, que no le daba paz.. No me ha dicho cómo ha conseguido erradicarla.

—No es importante, Friedrich. Más importante para mí es dejar de lamentar el pasado y...

—Usted ha dicho que quería darme algo, ¿no es así? —exclamó, en un tono desesperado que alarmó a Breuer—. Pues, entonces, deme algo concreto. ¡Dígame cómo la ha desterrado de su mente! ¡Quiero saberlo todo, hasta el último detalle!

Breuer recordó que tan sólo dos semanas antes era él quien pedía a Nietzsche que le explicara qué pasos debían seguir y que Nietzsche le había respondido que no existía un camino único, que cada persona tenía que encontrar su propia verdad. El sufrimiento de Nietzsche debía de ser terrible para que negara su propia enseñanza y esperara encontrar en la recuperación de Breuer el camino preciso para su propia curación. "Un ruego que no tengo que satisfacer", pensó Breuer.

—Es mi deseo, de veras, Friedrich —dijo—, darle algo, pero lo que quiero es darle algo consistente. Detecto urgencia en su voz, pero oculta usted sus auténticos deseos. ¡Confíe en mí, por una vez! Dígame exactamente qué es lo que quiere. Si está en mi poder dárselo, se lo daré.

Nietzsche se puso en pie de un brinco y estuvo caminando de un lado a otro de la estancia durante unos minutos. Luego se dirigió a la ventana y se quedó mirando a través del cristal, dándole la espalda a Breuer.

—Un hombre profundo necesita amigos —empezó diciendo, como si hablara consigo mismo y no con Breuer—. Si todo lo demás falla, aún tiene sus dioses. Pero yo no tengo nada: ni amigos ni dioses. Igual que usted, yo también tengo anhelos, y el mayor de todos es el de encontrar la amistad perfecta, una amistad inter pares. Palabras que embriagan: inter pares. Palabras que contienen tanto consuelo y esperanza para alguien como yo, que siempre ha estado solo, que siempre ha buscado, sin resultado, a una persona que le perteneciera. A veces me he desahogado en cartas que he escrito a mi hermana, a mis amigos. Pero cuando me encuentro con alguien cara a cara, me siento avergonzado y huyo.

—¿Como está haciendo ahora conmigo?

—Sí.

—¿Quiere desahogar algo, Friedrich?

Nietzsche, que seguía mirando por la ventana, negó con la cabeza.

—En las raras ocasiones en que he aliviado mi soledad y he tenido estallidos públicos de dolor, he acabado odiándome una hora después y me he vuelto un extraño para mí mismo, como si me hubiera apartado de mi verdadero ser. Tampoco he permitido que otras personas se desahogaran conmigo. Me negaba a caer en una deuda recíproca. Evitaba todo esto, hasta el día —se volvió para mirar de frente a Breuer— que le estreché la mano y acepté nuestro extraño pacto. Usted es la primera persona con quien he llegado a desviarme de mi curso. Incluso con usted, al principio pensaba en la traición.

—¿Y luego?

—Al principio me sentía avergonzado por usted. Nunca había escuchado revelaciones tan cándidas. Después me impacienté y adopté una actitud crítica. Por último, volví a cambiar: terminé admirando su valor y su sinceridad. Me emocionaba la confianza que usted depositaba en mí. Y hoy, ahora, siento una gran tristeza al pensar que vamos a separarnos. Anoche soñé con usted. Fue un sueño triste.

—¿Qué soñó, Friedrich?

Nietzsche se apartó de la ventana, se sentó y miró a Breuer de frente.

—En el sueño, me despierto aquí, en la clínica. Está oscuro y hace frío. Todos se han ido. Quiero encontrarle. Enciendo una lámpara y busco en todas las habitaciones, pero todas están vacías. Luego bajo a la sala, donde veo algo extraño: no hay fuego en la chimenea, sino troncos que arden en el centro de la estancia; alrededor del fuego hay ocho piedras altas, como si se estuvieran calentando. De repente, siento una tristeza tremenda y me echo a llorar. Entonces, me despierto.

—Un sueño extraño —dijo Breuer—. ¿Se le ocurre alguna idea?

—Sólo tengo una gran tristeza, un anhelo profundo. Nunca había llorado en un sueño. ¿Puede ayudarme?

Breuer repitió en silencio la pregunta de Nietzsche:

"¿Puede ayudarme?". Era la pregunta que desde hacia tanto tiempo deseaba oír. Tres semanas antes, ¿habría podido imaginar que Nietzsche le pediría algo semejante? Ahora no podía desperdiciar aquella oportunidad.

—Ocho piedras calentándose alrededor del fuego —replicó—. Una imagen curiosa. Permítame decirle lo que se me ocurre. Recordará, por supuesto, aquella terrible migraña que sufrió en el Gasthaus de Herr Schlegel.

Nietzsche asintió.

—Recuerdo la mayor parte de lo que ocurrió. El resto del tiempo no estuve presente.

—Hay algo que nunca le he dicho. Cuando usted estaba en coma, pronunció unas frases tristes. Una de ellas fue algo así como: "No hay abertura".

Nietzsche permaneció inexpresivo.

—"¿No hay abertura?" ¿Qué querría decir con eso?

—Yo creo que quería decir que no había lugar para usted en ninguna amistad ni en ninguna sociedad. Creo, Friedrich, que usted quiere echar raíces pero tiene miedo de desearlo. Éste debe de ser un momento del año muy solitario para usted. Por estas fechas, muchos pacientes de este lugar vuelven a su casa para pasar la Navidad en familia. Quizá por eso las habitaciones están vacías en su sueño. Buscándome a mí, encuentra un fuego que calienta ocho piedras. Creo que sé lo que eso significa: alrededor de mi chimenea hay siete personas: mis cinco hijos, mi mujer y yo. ¿No podría ser usted la octava persona? Puede que el sueño sea un deseo de conquistar mi amistad y mi casa. Si es así, lo recibo con los brazos abiertos. —Breuer se inclinó para apretar el brazo de Nietzsche—. Venga conmigo a casa, Friedrich. Aunque mi desesperación se haya aliviado, no es necesario que nos separemos. Sea mi huésped durante la Navidad. Mejor aún, quédese todo el invierno. Será un placer.

Por un instante, Nietzsche puso la mano en la de Breuer. Sólo por un instante. Luego se levantó y se dirigió otra vez a la ventana. La lluvia, barrida por el viento del noreste, azotaba el cristal con violencia. Dio media vuelta.

—Gracias, amigo mío, por invitarme. Sin embargo, no puedo aceptar.

—¿Pero por qué? Estoy convencido de que le beneficiaría, Friedrich, y a mí también. Tengo una habitación vacía tan grande como ésta. Y una biblioteca en la que podía escribir.

Nietzsche negó con la cabeza con suavidad pero también con energía.

—Hace unos minutos, cuando usted ha dicho que había llegado a los limites de su capacidad, se refería al hecho de enfrentarse a la soledad. Yo también me enfrento a mis límites, los límites de mi capacidad de relacionarme. Aquí, con usted, incluso ahora, mientras hablamos frente a frente, alma con alma, choco con estos límites.

—Los límites pueden ampliarse, Friedrich. Probémoslo.

Nietzsche se paseó por la habitación.

—En cuanto digo "ya no puedo soportar la soledad", mi autoestima cae en picado, pues he traicionado lo mejor que hay en mí. El camino que me he trazado me exige resistir a los peligros que pueden apartarme de él.

—Pero, Friedrich, estar en compañía de otra persona no es lo mismo que traicionarse a sí mismo. En una ocasión, me dijo usted que tenía mucho que aprender sobre las relaciones con los demás. ¡Pues permítame que le enseñe! Hay momentos en que es preciso estar atento y sospechar, pero hay otros en que uno tiene que bajar la guardia y permitir el contacto de otra persona. —Breuer extendió el brazo hacia él—. Venga, Friedrich, siéntese.

Obediente, Nietzsche regresó a su asiento y, cerrando los ojos, respiró con fuerza varias veces. Luego los abrió y reanudó la conversación.

—El problema, Josef, no es que usted pueda traicionarme, sino que yo le he estado traicionando, que no he sido honrado con usted. Y ahora que usted me invita a su casa y crece nuestra intimidad, mi engaño me corroe. ¡Ha llegado la hora de acabar con esto! ¡Se han acabado los engaños entre nosotros! Deje que me desahogue. Escuche mi confesión, amigo mío. —Volviendo la cabeza, Nietzsche fijó la mirada en un pequeño motivo floral de la alfombra persa y empezó a hablar con voz temblorosa—. Hace varios meses inicié una relación profunda con una joven rusa llamada Lou Salomé. Hasta entonces, nunca me había permitido amar a una mujer. Tal vez porque toda la vida me habían abrumado las mujeres. Desde la muerte de mi padre, había vivido rodeado de mujeres frías y distantes: mí madre, mi hermana, mi abuela y mis tías. Ello debió de establecer en mí actitudes profundamente nocivas, pues desde entonces me ha horrorizado la mera posibilidad de relacionarme con una mujer. La sensualidad (la carne femenina) me parece el colmo de la distracción, una barrera que se interpone entre la misión de mi vida y yo. Pero Lou Salomé era diferente, o eso creía yo. Aunque era hermosa, parecía ser un alma gemela, el doble de mi mente. Me entendía, me señalaba nuevas direcciones, me impulsaba hacia alturas vertiginosas que nunca había tenido el valor de explorar. Creía que ella sería mi discípula, mi protegida. Pero luego, la catástrofe. Afloró mi lujuria. Ella la utilizó para indisponerme con Paul Rée, mi íntimo amigo, que nos había presentado. Ella me hizo creer que yo era el hombre a quien ella estaba destinada, pero cuando me ofrecí, me despreció. Todos me traicionaron: ella, Rée y mi hermana, que trató de destruir nuestra relación. Ahora todo se ha convertido en cenizas y vivo apartado de todos aquellos a quienes amaba.

—Cuando usted y yo hablamos por primera vez —interpuso Breuer—, usted aludió a tres traiciones.

—La primera fue la de Richard Wagner, que me traicionó hace mucho tiempo. Ese aguijón ya ha perdido su fuerza. Las otras dos fueron la de Lou Salomé y la de Paul Rée. Sí, aludí a ellas. Pero fingía haber resuelto la crisis. Ése fue mi engaño. La verdad es que todavía no la he resuelto. Esta mujer, Lou Salomé, invadió mi alma y se instaló en ella. Todavía no puedo erradicarla. No pasa un día, ni siquiera una hora, en que no piense en ella. La mayor parte del tiempo la odio. Pienso en castigarla, en humillarla en público. Quiero verla arrastrándose, suplicándome que la acepte. Otras veces sucede lo contrario: la deseo, imagino que nos cogemos de la mano, que navegamos por el lago Orta, que juntos saludamos el amanecer a orillas del Adriático...

—¡Ella es su Bertha!

—¡Sí, ella es mi Bertha! Cada vez que usted describía su obsesión, cada vez que trataba de arrancársela de la mente, cada vez que intentaba entender su significado, usted hablaba también por mí. Estaba haciendo un trabajo doble: el mío y el suyo. Yo me ocultaba (como una mujer) y, cuando usted ya se había ido, salía de mi escondrijo, hacia coincidir mis pasos con las huellas de usted y trataba de recorrer el mismo sendero que usted. Como cobarde que soy, me agazapaba detrás de usted y permitía que usted solo hiciera frente a los peligros y humillaciones del camino. Por las mejillas de Nietzsche corrían lágrimas que secaba con el pañuelo. En aquel momento levantó la cabeza y miró a Breuer de frente—. Esta es mi confesión y mi vergüenza. Ahora comprenderá usted mi enorme interés por su liberación. Su liberación puede ser la mía. Ahora sabrá por qué es importante para mi saber exactamente cómo desterró a Bertha de su mente. ¿Me lo dirá, ahora?

Pero Breuer sacudió la cabeza.

—La experiencia que tuve durante mi trance se ha vuelto confusa. Pero aun cuando pudiera recordar los detalles precisos, ¿qué valor tendrían para usted, Friedrich? Usted mismo me ha dicho que no existe un camino único, que la única gran verdad es la verdad que descubrimos solos.

Nietzsche bajó la cabeza.

—Sí, sí, tiene razón —dijo.

Breuer se aclaró la garganta.

—No puedo decirle lo que quiere oír, pero... —Hizo una pausa. El corazón le latía con fuerza y rapidez. Ahora le tocaba a él sincerarse—. Hay algo que tengo que decirle. Yo tampoco he sido honrado con usted y ha llegado la hora de que yo también confiese.

Breuer tuvo la repentina y horrenda premonición de que, pese a lo que pudiera decir o hacer, Nietzsche interpretaría su actitud como la cuarta traición que sufría en la vida. Sin embargo, era demasiado tarde para volverse atrás.

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