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Authors: László Passuth

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El dios de la lluvia llora sobre Méjico (59 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Pernoctaron en este lugar, al pie del templo. Los espíritus se habían calmado. Los centinelas contemplaban las lejanas señales de hogueras que parecían hablarse desde los picachos. Mañana haría ocho días desde su salida de Méjico, y si todo iba bien, dentro de unas horas estarían en Otumba; pero desde allí… Desde la cumbre de la pirámide podían verse los montes de Tlascala recortados en la bruma azulada. Era una hermosa tierra de pastos. Los caballos trotaban alegres, con nuevas fuerzas. Cortés hizo poner a los heridos en colchonetas para que fueran llevados a hombros de los indios. Se había restablecido el orden y la disciplina militar. Los tlascaltecas tomaron, cuando fue posible, las armas de los españoles.

Los jinetes que iban a la descubierta retrocedieron.

—Señor. El demonio está sobre nuestras espaldas. Desde el declive de aquella colina hemos visto un gigantesco ejército indio. No hay ni un escondite por ninguna parte; por doquier se ven solamente campos abiertos, despejados. Estamos rodeados por tropas indias. Vimos sus distintivos, sus armas. Nos están esperando. Cortés montó a caballo y en compañía de los capitanes salió para observar. Cambiaron miradas. “Desde Tlascala, nunca habíamos estado frente a un ejército como éste. ¿No hay escapatoria?" La pequeña columna de españoles se formó en el orden acostumbrado. Se distribuyeron los jinetes. Los infantes formaron un cuadro armados de lanzas. Cortés detúvose ante ellos. Con voz apagada les dijo:

—¿Quién de vosotros estaría dispuesto a elegir la muerte vergonzosa de ser sacrificado sobre la piedra y sentir que le arrancaran el corazón? ¿Quién podría pensar en rendirse? ¿Quién podría ignorar que la única salvación posible ha de ser lograda por nuestras armas? Oíd: Llamamos a Dios en nuestra ayuda, porque nadie más que El puede ayudarnos. El enemigo es fuerte; lo acabo de comprobar con mis propios ojos; se trata de verdaderos guerreros y no de grupos armados. Pero sabéis qué entre los indios cada ejército sigue solamente a su propio jefe y que no existe un jefe supremo, un general que mande al conjunto. Si un jefe muere, sus soldados huyen, por eso cada jefe que muere significa una ventaja de cien hombres; he distribuido los jinetes; estarán en el punto donde haga más falta. No tenemos cañones y así es que habremos de ganar la victoria a fuerza de puños. Atronó el grito de
¡
Santiago!
Los ojos brillaron como espadas desnudas y el griterío rompió el silencio anterior. Olmedo alzó en alto un crucifijo. Se dieron armas a las mujeres.

Avanzaron de esta forma unos centenares de metros hacia el enemigo. Llovieron flechas y piedras que en su mayoría rebotaban contra los escudos y corazas. Estaban ahora los españoles frente al más fuerte ejército de los indios. Los cronistas posteriores exageraron evidentemente su número, pues lo hicieron llegar hasta cien mil; otros se contentaron con cincuenta mil; pero aun así, la apreciación más modesta que se ha hecho de este número es de treinta mil.

Al ocurrir el choque, se abrió una estrecha y relativamente larga brecha en las filas enemigas. La formación de hierro penetró a golpes sordos entre la multitud pintarrajeada de los indios; el hierro agujereaba los pechos desnudos; cayeron a centenares. Los caballos se emborrachaban con la sangre y sus cascos golpeaban mortalmente la blanda y desnuda carne. Sólo eran veinte jinetes forrados de hierro de pies a cabeza lo mismo que sus caballos. Como centauros se arrojaban con la lanza baja entre las filas de oscuros indios que volvían a cerrarse casi instantáneamente. El estrépito era enorme. De las gargantas de diez mil mejicanos salía el retador grito de guerra y coros de aullidos aumentaban el espanto. Los veteranos callaban, se limpiaban la sangre de sus manos y mejillas y miraban hacia el cielo donde brillaba implacable el sol tropical que enviaba sus rayos perpendiculares sobre sus cabezas. Los veteranos miraban al cielo; la sangre les refrescaba con su humedad. No hablan bebido ni un solo sorbo de agua y por unos momentos sus brazos extenuados se abatían… Pero las hordas atacaban de nuevo, volaban los lazos por el aire y si lograban enroscarse a sus cuellos…

La brecha se fue profundizando; los jinetes penetraban más entre las filas enemigas. Pero la situación se hacía más peligrosa, más desesperada. Los jinetes se batían magníficamente. En grupos, limpiaban el terreno, ya aisladamente, y en forma compacta, cargando hacia adelante o hacia los lados. Se oía a Cortés que gritaba: "Los jefes…, arrojaos contra los caciques…"

Las ballestas estaban con los nervios tensos y volaban las saetas silbando, deshaciendo las ligeras corazas de cuero y plumas. De vez, en cuando se veía desplomarse una figura de soberbia diadema de plumas y capa bordada. No había armas de fuego; los mosquetes estaban callados, o sólo eran usados como si fueran mazas. Llegó el mediodía; hambrientos y sedientos, sangrando por mil heridas, resistían aquel combate sangriento y costoso, sin esperanzas, rodeados de aquella multitud de indios siempre en aumento, inagotable.

Llegó un momento en que sintieron ya en sus mejillas el aliento de la muerte. "Todo ha terminado", pensaron, pero continuaron juntos y su formación no se deshacía al embate de nuevos asaltos.

Pero apenas podían ya levantar la espada ni sostener el hacha; dejaron caer la lanza. Los caballos resoplaban y, sobre su pecho, brillaban espumarajos sanguinolentos. "Esto es el fin", se decían los unos a los otros. Solamente quedaba ya rezar un Avemaría; pero no podían ni moverse. Cuando a uno le acertaba una flecha en el rostro, se le arrastraba detrás, en medio del cuadro donde las mujeres trataban de detener la hemorragia… "Se acabó…" En algunos puntos se desmoronaba el cuadro y se abrían brechas. Los que por ellas penetraron fueron matados a golpes; pero todo era en vano; la multitud inagotable que los rodeaba y los estrangulaba crecía más y más y nuevas columnas enemigas, de refresco, se lanzaban al asalto.

—¡Sandoval…, Sandoval…! —llamaba Cortés.

Logró reunir cuatro jinetes. Eso fue todo. Los otros se habían arrojado ya desesperadamente, sin freno, entre la masa de indios, y de vez en cuando se los veía saltar en aquel torbellino. El coro fúnebre sonaba a su alrededor… "Esto ha terminado", pensó Cortés; pero saltó valientemente hacia la brecha.

Al pie de la pequeña colina estaba el cacique. Las varas doradas de su litera formaban un marco suntuoso a su poderosa y fuerte figura. Delante de él estaban los jóvenes nobles con magníficas capas. Los criados sostenían en alto la litera para que desde allí pudiera dar sus órdenes.
Aguila-que-se-abate
era un jefe poderoso de Tenochtitlán. Había ordenado que los
teules
fueran sacrificados sobre la piedra de los dioses. El cacique estaba sentado con su gran diadema de plumas y una red de oro le caía sobre las espaldas en signo de su autoridad.

Los cinco jinetes se volvieron sobre sus monturas; Alvarado se les había unido; su cabellera roja volaba al viento; los caballos galopaban alocados… Era sobrecogedor cómo Malinche, con su coraza de plata con adornos de oro, se precipitaba hacia adelante con la lanza tendida, teniendo en frente el rostro de la Muerte… La escena que siguió fue inolvidable: un hombre, con los brazos abiertos, cayó bajo los cascos del caballo; una mano arrojó una piedra, que pasó por encima de la cabeza de Cortés; una flecha quedó clavada en la silla de montar; se oyeron gritos y aullidos. Pero Cortés no veía nada, no tenía otra meta ni otro pensamiento, que aquella litera dorada rodeada por las brillantes lanzas de los jóvenes nobles… Todo se desvaneció en la litera del cacique; todo se convirtió en vértigo y torbellino… Todos los obstáculos quedaron hechos polvo; todo duró una fracción de segundo; la mano de Cortés blandía la lanza… Cuando se levantó, estaba frente al cacique, a su misma altura. En el rostro del cacique había una máscara de miedo, una expresión tal que Cortés se vio perseguido por esta visión en sus noches de insomnio, cuando volvió a España.

Era la última carta que jugaba Cortés, soldado inspirado por Dios, como creía él mismo. El pesado cuerpo del indio se tambaleó y cayó de bruces sobre la litera; un jinete saltó de la silla y con su daga de tres filos atravesó al caído, cortó las alas de la red de oro y la levantó en alto para que todo el mundo, mejor dicho, para que ambos mundos pudieran ver que en aquel momento, por mágica suerte, por voluntad divina o por sabiduría del capitán general, se había salvado Nueva España para Don Carlos. Tlaloc reía delante de la puerta… La sombra de un dios pasó por entre las filas de guerreros; aquello era superstición y al mismo tiempo realidad viva y tangible. Rompióse la unión, aflojóse el lazo que unía a los ejércitos indios; la multitud se llenó de remolinos que se separaban unos de otros; se extendió el pánico. Alguien comenzó a gritar; millares de gargantas con sus chillidos y lamentos multiplicaron la sensación de peligro. Los centauros brincaban aquí y allí; sonaban las trompetas españolas. Alguien gritó: "Demonios… Los espíritus están detrás de nosotros." El pánico se fue formando de detalles sueltos, de intangibles detalles. Los indios corrían en todas direcciones arrojando las armas. Las diademas de plumas fueron hechas jirones; los escudos y las flechas quedaron dispersos por el suelo; detrás, con renovadas fuerzas, cargaban los jinetes, chapoteando en la sangre, sembrando la muerte como cien demonios. Los tlascaltecas supervivientes tomaron las armas, lanzas españolas, venablos, mazas y golpearon hasta llenarse de sangre…, sangre…, sangre. El sol se puso, sopló el viento sobre la colina. Un soldado se quitó el yelmo. La sangre le manaba formando hilos por entre su barba enmarañada. Las rodillas le flaqueaban y cayó sobre el polvo. Con su mano forrada de hierro dibujó una cruz en el suelo.

—¿Lo has visto? —se preguntaban los unos a los otros—. ¿No has visto a San Jorge en su caballo marchando a la cabeza…? Iba detrás de Cortés. Lo reconocí; era igual que la imagen que en el pecho lleva. San Jorge, el vencedor del dragón, llevaba un arnés de plata pura. Luego se puso a la cabeza ante Cortés; seguía después Alvarado y, detrás de él, Sandoval. ¿Le has visto tú también? El manto azul de la leyenda extendióse sobre el campo de batalla. Los más crédulos lo adornaban con mil detalles; describían al Santo, informaban acerca de los pliegues de su capa y hasta pretendían haber oído su voz. Los que escondían la duda en su pecho movían la cabeza, y Díaz, que iba y venía por entre los capitanes, escribió así en sus anotaciones:

"Algunos afirman que le han visto… Yo no merecí ver el milagro con mis propios ojos. Yo sólo vi a Hernán Cortés cuando atravesaba al cacique con su lanza."

El oro que yacía en el fango de los canales volvió a brillar ante sus ojos; brillaba en las vestiduras de los muertos, en sus capas ensangrentadas, en los adornos de la litera, en los tejidos de las diademas de plumas. Cuando llegó la tarde, todo se vendaban sus heridas, curaban sus contusiones y buscaban una yacija para descansar sus miembros rendidos, deshechos.

Al salir el sol levantáronse con trabajo. No se veían enemigos por ninguna parte; solamente en el horizonte, entre las colinas lejanas, se distinguían pequeños grupos que se encaminaban a su retiro; pero los españoles los dejaron marchar sin molestarlos. Los jinetes ilesos y los heridos avanzaban penosamente apoyándose la mayor parte de ellos en sus lanzas. "Allí…, aquello de allí es Tlascala." Unos a otros se mostraban los montes. Los capitanes estaban agrupados. "En Tlascala estaremos esta misma noche. Cenaremos… o seremos cenados…"

El jinete volvió: "El aire está puro, señor."

Siguieron avanzando y a las primeras horas de la mañana los tlascaltecas entonaron un coro medio canto medio llanto. Un ídolo de piedra se alzaba en medio del camino; la mano de la figura, negra y con muchos dedos, estaba extendida.

—¡La frontera entre Méjico y Tlascala!

Los tlascaltecas se arrojaron a tierra, con su mano levantaron una porción de fango, caliente por el sol, lo llevaron hasta sus labios, lo besaron y entonaron el himno de gracias con un ritmo lento y triste. Cortés ordenó entonces un descanso. La frontera estaba marcada por un río.

—Lavaos —ordenó Cortés—. Acicalaos. No quiero entrar en Tlascala como jefe de una banda derrotada y desmoralizada.

Por el camino vinieron algunos labradores que habían oído los cantos. Detrás seguían las mujeres con grandes cestos sobre las espaldas llenos de huevos, miel y frutas. Cortés se adelantó a recibirlas y ellas, al ver a aquel extranjero de aspecto tan maravilloso, se postraron. Malinche las hizo levantar, las abrazó y arrojó en su cesta la primera piedra preciosa que su mano halló en el bolsillo.

25

—Ambos descendemos de la estirpe de los ocelotes. Nuestro antepasado fue el gran ocelote en que encarnó el dios Tlaloc y que en los tiempos brumosos por la distancia, misteriosamente se unió a nuestra primera madre.

La señora de Tula arrojó copal en el pebetero y lo balanceó para echar el humo hacia las otras dos mujeres.

—Para ti, el Señor del Ayuno fue solamente antepasado. Le pudiste ver cuando niño, en la corte de tu padre, poniendo sobre la cabeza del gran señor la diadema de plumas.

—Era yo, como bien dices, un niño y oía los comentarios de los criados. Inclino mi cabeza y espero que se disipe el oscuro nublado.

—Yo fui su esposa… Yo ya vivía cuando su padre, el Lobo del Desierto, fue arrojado y perseguido; entonces el Señor del Ayuno era todavía un muchacho, un niño casi. Cuando partió hacia Tlacopán para buscar esposa, vino en primer lugar a mí. Yo quedé en Tula, porque Tula era la tierra de mis padres y yo no tenía hermanos. Nunca pasé a residir al palacio de Tezcuco. El Señor del Ayuno era mi hermano
y
mi amante y yo vi crecer a sus hijos. De ellos, el primogénito (tú ya lo conociste, pues era mayor que Cacama) vino a mi casa y levantó sus ojos hacia mí. Los dioses me castigaron dando a mi rostro el color del lino; el agua borra en él el paso de los años y los besos no dejan huella. Setenta y siete veces ha pasado ya el verano por encima de mi vida y en mis mejillas no hay todavía ninguna arruga ni tampoco se ven las hebras de plata entre mis cabellos.. Desde ese encuentro de que te hablaba, el tiempo ha dado veintidós vueltas: casi la mitad de un gran ciclo. Todo eso sucedió en el año de los tres erizos.

—¿Cómo habéis llamado a ese que vino…, al hijo del Señor del Ayuno?

—Aquel a quien no se puede nombrar. No le llamo de otro modo. Le había conocido cuando muchacho, cuando tendía el arco para dejarlo caer seguidamente con los ojos llenos de lágrimas. "No quiero matar", decía. Y dejaba que la liebre huyera. Me acuerdo de eso. Entonces era un muchacho y no un hombre. Se sentaba a ver cómo yo descifraba los signos de los dioses. Los seguía con su dedito. Tomaba la blanca piel y mostraba los signos.

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