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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (62 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Día de sol. Los escribientes le esperaban ya, porque en esos días de lluvia le había dominado de nuevo la fiebre de escribir. El palacio de Tlascala se había convertido en una cancillería. El con las manos cogidas detrás iba y venía inquieto, como errante, entre las figuras grotescas de los ídolos. Su lugar preferido era delante de un ocelote de pórfido; miraba a los ojos de la bestia. Contemplaba largamente aquella extraña cabeza; su sed de sangre había convertido a la fiera en un dios. Cerró los ojos y de sus labios salieron las siguientes frases:

"Real e imperial majestad…, a continuación sigue el segundo informe que envío a vuestra majestad. Sólo gracias al Todopoderoso hemos sobrevivido a nuestros innumerables padecimientos. Pero es mi firme intención y único anhelo de mi vida que vuestra majestad pueda tomar el título de emperador del Nuevo Mundo junto con los que ya ostenta. Y tal vez esta corona no desmerezca al lado de las otras que ya ciñen la cabeza de vuestra majestad y que vuestra majestad ha merecido por sus grandiosas acciones…"

La luz del sol penetraba en la habitación. Xaramillo entró de puntillas. Cortés se levantó; sus ojos estaban bañados en la visión de ciudades y pueblos, canales, diques, templos y víctimas. El paje esperó apoyado en la figura de un demonio tallada en la puerta, mientras la pluma seguía resbalando sobre el extraño papel que los indios hacen con hojas de palma. De vez en cuando, apenas pronunciada una palabra, se oía: "Tacha eso, sería servil; no somos esclavos ni aun cuando nos dirijamos al emperador…"

Xaramillo vio que se tranquilizaba y entonces se aproximó y le anunció que había llegado un emisario de la provincia de Chalco, como sucedía a menudo en días mejores. Quiso añadir que había llegado Flor Negra, el príncipe que atendía ahora al nombre de don Fernando de Ixtioxicritl, desde que el agua del bautismo había humedecido su frente. También quería indicar el muchacho cuales eran las noticias que habían llegado de Tezcuco durante la noche…, pero todo se le quedó en la garganta y en un gesto de la mano apenas iniciado, pues Cortés hojeaba febrilmente el libro encuadernado de blanca piel lleno de antigua escritura. Era el libro que escribiera Julio César antes de una campaña, ese mismo libro que tanto había hojeado Cortés en vísperas de una batalla, antes de dirigir la palabra a los soldados. Hojeaba, buscaba algo que por fin encontró:

"…his rebus gestis omni Gallia pacata tanta huius belle ad barbaros opinio perlata est, uti ad jis nationibus, quae trans Rhenum incolerent, mitterentur legati ad Caesarem, qui se obsides daturas, imperata facturas pollicerentur… "

Cortés iba leyendo con fuerte acento español las frases latinas. El paje corrió a un lado las cortinas de la puerta.

—El capitán general de Nueva España ruega que pasen los embajadores de los señores y príncipes de Huexocingo y Huaquehula. Su mirada recorrió el palacio, ante cuyos muros se veían algunos centenares de ociosos soldados españoles, mientras algunos caballos, cojeando y flacos, comían la hierba. Sobre las plataformas del templo de ladrillos cocidos al sol había aún sangre. Vio caras de color aceitunado que se inclinaban con superstición. Debían venir los enviados del nuevo emperador de Méjico, cuya astuta cara ya conocía de otro tiempo, pues antes había sido el señor de Iztapalapan y le había mostrado sus jardines, sus mujeres y su palacio… Debía venir
Aguila-que-se-abate
con el porvenir en la mano. Guatemoc, el ídolo de guerreros y jefes, el esposo de aquella princesa bella como una perla… Después se imaginaba junto al Rin, envuelto en una toga, con los legionarios que gritaban
Ave,
Caesar!
Cuando quisiera, podía marchar hacia Roma, pasar ríos a la cabeza de millares de guerreros romanos que esperaban con sus lanzas bajas y sus espadas cortas y rectas, formados en falange, el asalto de los bárbaros rubios montados a caballo.

En las manos de los bárbaros brillaban los objetos de regalo; algunas piedras de calkiulli, pedazos de jade, figuras de ídolos, mantas de algodón, plumas, pulque en vasos abigarrados… El notario real leía las fórmulas.

"Yo…, en nombre de Chalco o Hueroxinco… ", o sabe Dios qué otro nombre difícil de pronunciar de alguna comarca o provincia.

—¿Qué extensión tiene? —preguntó.

Alguien contestó; se le mostró un mapa dibujado en una hoja de
nequem
con mano maestra; contempló los dibujos que representaban montes, corrientes de agua, países…

—Di, Marina: Yo, marqués de la provincia de Huaquehula… ¿Qué miras? ¿No sabes cómo decir en vuestra lengua marqués o príncipe? Dilo como quieras, Carlos lo entenderá de todas maneras, mientras prestemos juramento… Ahora llévale la mano, pues debe hacer un dibujo o un signo al pie de esta hoja.

Se oyó el ruido de la cera fundida y la piedra del sello se tragó otra provincia mas de Anahuac en hombre de Don Carlos de Austria.

En Tlascala la gente vivía como habían vivido los antepasados de Cortés. Su padre se lo había contado en su niñez… En el reino de Granada estaban todavía los moros; por la noche sonaban los cuernos; regiones enteras eran pasto de las llamas, y si un golpe de los moros tenía buen éxito, algunas semanas después, en los mercados de Creta, se ofrecía a la venta para esclavos una buena porción de mujeres y de niños. "Nosotros, en Extremadura —le decía el padre—, nos preparábamos semanas enteras; cuando no había luna, nos deslizábamos hacia la frontera, donde sólo se conocía que habían vivido hombres por alguna que otra columna romana. Nos deslizábamos hacia Andalucía… Las largas y rectas espadas se cruzaban con los alfanjes; sobre nuestras sillas temblaban las esclavas de Asia Menor. Cuando atravesaban el bosque y habían sido ya salvadas, se las arrojaba al suelo." "¿La mujer era una propiedad?”, preguntaba entonces el muchacho con picardía y le subía el rubor a las mejillas, porque estaba, como vulgarmente se dice, en la edad del pavo… "Ahora nadie nos oye y por eso te lo digo; arrojábamos a la mujer sobre la hierba. El bosque estaba húmedo y oscuro…, el frío se me metía hasta los huesos, por eso me duelen ahora cuando el tiempo va a cambiar…"

Pensaba en el viejo capitán de infantería Martín Cortés, que cuando joven había marchado como corneta con los soldados españoles por intransitables caminos. La sangre del padre bullía ahora en las venas del hijo. Su mano resbalaba sobre el mapa, miraba las palabras tan poco claras de la toponimia india, buscaba los caminos que conducían a las ciudades, estudiaba los pasos, senderos y cañadas en que nada podía ser atacado con piedras arrojadas desde arriba y que habían de evitarse. Hoy enviaba algunos de sus veinte jinetes con cien infantes y dos o tres mil soldados tlascaltecas hacia el sur; al día siguiente los enviaba hacia el este.

La orden corrió de prisa. Si algo iba mal, él acudiría con el grueso del ejército. Todos dirigían expediciones: Sandoval, Alvarado, Ordaz y Olid, todos menos uno, uno cuyo nombre, sin embargo estaba siempre en sus labios: Velázquez de León… Pensaba entonces en aquella noche negra en que el cuerpo de aquel valiente había caído acuchillado en las aguas del lago… "Id y, vengaos.” Recordaba bien dónde habían caído dos o tres españoles, cómo la horda gritando y aullando se había precipitado sobre ellos, cómo los había arrastrado tras las murallas del templo, cómo habían robado el oro… Por cada español muerto…

La primera casa quedó convertida en carbones; las llamas corríeron por su techo vegetal y por las copas de los árboles. Los que habían huido a las montañas vieron horrorizados las lenguas rojas de las llamas. Los sacerdotes echaban maldiciones y los ídolos parecían inertes, como esperando un milagro. La gente era amontonada y en la nalga se les hacía una marca con un hierro candente que silbaba al quemar las carnes; eran ahora esclavos, no prisioneros, protegidos por las leyes del reino. Estos esclavos eran como bestias de labor y en ese concepto se les conservaba la vida; ellos por su parte, indiferentes al parecer, entonaban sus cantos funerarios, mientras los tlascaltecas alrededor buscaban ávidamente botín, como un enjambre de abejas voraces.

Los soldados arrasaban las provincias del norte. Cuando volvían cargados de esclavos, oro y documentos en los que los notarios reales habían extendido el testimonio de nuevas sumisiones y homenajes Cortés movía ligeramente la cabeza:

—Bien —decía. Y se quedaba con la mira fija en la lejanía.

Cuando todo iba bien, permanecía callado, como antes hiciera el loco de Ordaz, cuando miraba fijamente y con codicia los fatales pantanos donde parecía haber dejado su alma, que hasta ahora no había regresado.

Cuando estaba solo, la pluma corría ligera en su mano. Iba todos los días al taller de los carpinteros, dónde se amontonaban las maderas de los árboles talados. Los serradores se colocaban a ambos lados del tronco; con un trozo de carbón señalaban los tablones; brillaba el hacha siguiendo exactamente la marca trazada y en pocas horas se amontonaban nuevas vigas. En ocasiones, algún indio pedía el hacha, la sopesaba y se disponía a manejarla. Los primeros golpes eran sin destreza alguna. Temerosos, retrocedían al principio ante aquella fuerza destructora e indisciplinada; pero poco a poco fueron acostumbrándose y aquel instrumento de trabajo extraño tomó en sus manos un simbolismo y significación singular. Al manejarla, los indios hacían adornos en la madera, y entre los centenares de tablones, Martín López conocía al instante cuál había sido cortado por manos indias. Terminaba el otoño y a nadie le causaba pena que aquel año de 1520 estuviese ya próximo a ser enterrado en el pasado.

Mesa, el artillero, hablaba con Sandoval.

—Yáñez y López construyeron el armazón de los buques; seguramente esperan un milagro. Estamos en Tlascala y el camino más corto que desde aquí conduce al lago pasa por Tezcuco. ¿Cómo queréis que sean arrastrados los buques hasta allí en un viaje terrestre de tantos días?

—Posiblemente, nuestro capitán general tiene algún plan. ¿Por qué me lo preguntas a mí, Mesa?

—Soy genovés, como el gran almirante. Mi padre estaba en Constantinopla cuando entró allí Mohamed. Defendió las murallas bajo la torre Galata. Y de labios de mi padre oí contar cómo el sultán hizo transportar sus ochenta galeras desde el Bósforo al Cuerno de Oro.

—¿Era un largo trecho?

—Unas dos millas, tal vez; pero la carretera era cuesta arriba, pues se elevaba hacia la montaña y luego, en rápido declive, llegaba hasta el mar. Navarchium se llama el puerto aquél, y en griego Kryssókéras, El Cuerno de Oro. Así me lo contó mi difunto padre. El traslado se efectuó en una noche. El sultán hizo limpiar y despejar los caminos, y los dejaron como si los genízaros hubieran pasado por allí con navajas de afeitar. Casas, animales, árboles, todo desapareció; luego vinieron los constructores del camino, que fue pavimentado con la blanca madera de álamos recién cortados. A millares fueron alineados rodillos de madera en sentido longitudinal. Luego lo engrasaron todo con aceite y sebo y así podían resbalar fácilmente los gigantescos patines que Mohamed hizo colocar bajo los buques. Así fueron arrastradas las galeras; tiraban de ellas centenares de bueyes y búfalos por medio de cadenas y cuerdas. En una noche, en una sola noche, fueron transportadas a la dársena interior de Bizancio y al amanecer, desde aquellas costas seguras y protegidas, salió el grito de
Allah-il-allah.
Así es cómo Mahomed transportó sus buques por tierra.

—¿Querrías aconsejar en ese asunto al señor Cortés?

—Nuestro general lee libros en los cuales se describen las batallas que libraron y ganaron héroes antiguos, de tiempos tan remotos que aún no sabían el Padrenuestro. ¿Por qué no se ha de estudiar y aprender también las cosas que hicieron los que aún viven? ¿Por qué no aprender de los infieles que ya tenían cañones con los que derribaban una torre de un solo disparo? La boca uno de tales cañones tenía una anchura de más de un pie y se le oía disparar siete veces todos los días.

—¿Piensas, al decir eso, en la muralla de Méjico?

—El general debe emplazar cañones en los bergantines y así, desde las aguas y a gran distancia, puede derruir fácilmente las murallas de Tenochtitlán.

—Haré saber a nuestro augusto señor todo lo que me has dicho, Mesa. Tenemos bastantes hombres y no nos faltan árboles; pero ¿de dónde sacaríamos el sebo o la grasa? No existen aquí piaras de cerdos que nos puedan proporcionar manteca suficiente.

—No obstante, tenemos aceite; por todas partes se ven bayas maduras. Cuando el hombre se ve acuciado por la necesidad, busca, y encuentra…

Flor Negra dijo:

—Déjame que vaya a Tezcuco. Mí hermano, que tú has tenido en el trono de los príncipes, ha establecido una alianza con el nuevo monarca. Detrás de ellos está, con sus alas extendidas,
Aguila-que-se-abate.
Conozco la dirección de los vientos y me son familiares los bosques y los senderos. Cuando te pongas en camino, es preciso que todo Tezcuco se postre ante ti.

—¿Qué deseas de mí, Flor Negra?

—Por la noche me levantaré y miraré las estrellas. Por la noche la luna guía nuestro camino. El día se oscureció en Anahuac y en la noche eres tú el único punto luminoso, Malinche. Sé conocer los signos en los campos, en los bosques, en el plumaje de los pájaros, en los árboles. No creo en vuestro Dios. No creo que ese hombre clavado en la cruz, cuyas manos atravesadas se tienden hacia vosotros, se ocupe para nada de nosotros ni de Méjico. Pero en ti sí que creo, Malinche, y veo cómo tienes las armas en la mano y el corazón me dice que conquistarás todas esas tierras. Vuestro número irá aumentando. Hoy llegan veinte hombres blancos sobre las aguas; mañana llegará un centenar. Hoy recibís cuatro caballos, mañana recibiréis cuarenta. Hoy llegan máquinas que nosotros no habíamos visto jamás; mañana lanzaréis vuestros buques al mar. Tú eres más fuerte, y por eso te acato y presto homenaje. Sé seguro que tú mandarás sobre todos nosotros y no aquel excelso señor que desde lejos dices que os envió aquí. Confío en ti y espero que me llevarás al palacio de mis antepasados y allí de tus manos, recibiré la corona de plumas que mis hermanos y enemigos quitaron al Terrible Señor.

—El príncipe pronuncia muchas palabras, Marina, y tú sólo me repites cortas frases… ¿Por qué no me lo repites palabra por palabra?

—El príncipe está contristado porque en el palacio de Tezcuco no le saludan las flores. La tristeza tiene más lenguas que la alegría. Las palabras de Flor Negra son favorables para ti; pero su mirada hace extraña impresión, como si se hubiera transformado en un jaguar o en un ocelote.

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