El enigma de la Atlántida (16 page)

Read El enigma de la Atlántida Online

Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

BOOK: El enigma de la Atlántida
9.57Mb size Format: txt, pdf, ePub

Las balas le habían destrozado prácticamente la cara.

Volvió a soltar un juramento y soltó al hombre muerto. El cuerpo cayó sobre el sujeto que había en el asiento del copiloto. Éste lo apartó bruscamente y soltó una blasfemia.

—¡Deprisa! ¡Salid de ahí! —les ordenó.

El sonido de las sirenas de la policía se oía cada vez más cercano.

—¡Seguidme! —exclamó Gallardo mientras volvía sobre sus pasos entre la gente.

Todos los mirones se mantuvieron a distancia. Se alejaron incluso más cuando los tres hombres que seguían vivos salieron del coche con sus pistolas en la mano y corrieron detrás de Gallardo.

Gallardo volvió al coche, subió e hizo un gesto a los demás para que entraran.

—Sácanos de aquí —dijo mirando a DiBenedetto.

Cuando las puertas se cerraron de golpe, DiBenedetto volvió rápidamente hacia el callejón.

Furioso, Gallardo sacó su móvil. Todavía perplejo por la facilidad con la que aquella mujer se había puesto a su espalda y lo había detenido. Como si fuera un crío. Era vergonzoso e inolvidable. Se prometió que volvería a verla. Y cuando lo hiciera, la mataría. Lentamente.

Marcó el número de Murani.

Habitaciones del cardenal Stefano Murani

Status Civitatis Vaticanae

21 de agosto de 2009

Un golpe en la puerta despertó al cardenal Murani. El cansancio lo había aniquilado. Se sentía como si le hubieran drogado. Seguía en pijama, en la cama, con uno de los pesados tomos que había estado estudiando en el regazo.

—¡Cardenal Murani! —lo llamó la voz de un hombre joven.

—Sí, Vincent. Entra —contestó con voz ronca.

Vincent era su ayuda de cámara personal.

El joven abrió la puerta y entró en el dormitorio. Medía poco más de uno cincuenta y era flaco como un palillo. Se le marcaban los huesos de los codos y de los antebrazos, y la cabeza parecía demasiado grande para ese cuerpo. Vestía un traje negro que le quedaba muy mal y llevaba el pelo cuidadosamente peinado con raya en medio.

—No ha venido a desayunar, cardenal —dijo Vincent sin mirarle a los ojos. Vincent no miraba jamás a nadie a los ojos.

—No me encuentro muy bien esta mañana.

—Lo siento. ¿Quiere que le traigan el desayuno?

—Sí, encárgate de que lo hagan.

Vincent asintió y salió de la habitación.

Sabía que no le había creído, pero le daba igual. Vincent era la última de sus preocupaciones. Aquel joven era su vasallo y estaba bajo su control. Vincent lo había visto enfermo unas cuantas veces en las últimas semanas.

Se incorporó, cogió el teléfono y llamó a su secretario personal. Le dio órdenes para que cancelara todos sus compromisos y la comida que había organizado con uno de los sacristanes de amén del Papa.

Abandonarlo todo para poder estudiar los secretos de la campana y del címbalo le hacía sentirse bien. Encendió el televisor y puso la CNN. No decían nada de la excavación de Cádiz, pero sabía que lo harían enseguida. Aquella excavación se había impuesto sobre el resto de las noticias, tal como pasaba con la súbita muerte de alguna estrella aficionada a las drogas.

Se levantó con intención de ducharse antes del desayuno, pero sonó el móvil. Contestó e inmediatamente reconoció la voz de Gallardo.

—Las cosas no han salido bien —dijo Gallardo sin mayor preámbulo—. Hemos perdido el paquete.

—¿Qué ha sucedido?

—Seguimos al paquete hasta la universidad.

—¿Por qué fue a parar allí?

—Había otro paquete esperando y lo cogió.

El corazón de Murani se aceleró. «¿Otro paquete?», pensó.

—¿Qué había en el otro paquete?

—No lo sabemos.

—¿Y cómo sabía que el otro paquete estaba allí?

—Tampoco lo sabemos. Pero sí sabemos que nos seguían y que él tiene ahora el paquete. Lo que no sabemos es por qué.

Una terrible cólera se apoderó de él. En el televisor, la CNN volvía a contar la historia del padre Sebastian y de las excavaciones de Cádiz. Se dio cuenta de que el tiempo corría en su contra. Cada segundo era precioso.

—No te pago para que no sepas las cosas —le acusó fríamente.

—Lo sé, pero tampoco me pagas como para correr los riesgos que estoy corriendo.

Aquella frase fue como un disparo de advertencia, y el cardenal así lo entendió.

Con la búsqueda de los instrumentos tan avanzada no podía llamar a nadie en tan corto espacio de tiempo y mucho menos a alguien del calibre de Gallardo y sus conexiones. Se obligó a respirar y a mantener la calma.

—¿Puedes recuperar los paquetes?

Gallardo guardó silencio un momento.

—Por un precio adecuado sí podría intentarlo.

—Entonces, hazlo.

Moscú, Rusia

21 de agosto de 2009

Lourds seguía agarrado al asiento del copiloto mientras Natashya Safarov aceleraba en medio del tráfico. La mujer habló rápidamente por el móvil. A pesar de que sabía bastante ruso, lo hizo a tanta velocidad y de una forma tan críptica que no supo muy bien de qué trataba aquella conversación.

Leslie y Gary estaban callados en la parte de atrás. Habían tenido más que suficiente. Leslie quería saber qué estaba pasando y había pedido que la llevara al consulado británico. Natashya sólo se había dirigido en una ocasión a la joven y fue para decirle que si no mantenía la boca cerrada la llevaría a la primera comisaría de Policía que encontrase.

Leslie no había vuelto a decir nada.

Tras conducir casi una hora entre el tráfico, pasando por zonas históricas de Moscú que Lourds ya conocía, además de antiguas zonas residenciales que pocos turistas habían visto, Natashya paró en un aparcamiento cercano a un anodino edificio.

Apagó el motor y guardó las llaves. Abrió la puerta y salió. Se inclinó por la ventanilla, y mirando a los ojos a Lourds, ordenó:

—¡Fuera! ¡Todos!

Lourds salió algo preocupado. Le temblaban las piernas, eran calambres provocados por la forzada tensión del viaje y la excitación emocional por la huida y el tiroteo. Confiaba en que Natashya los necesitara vivos, porque estaba convencido de que era capaz de pegarles un tiro.

Observó el edificio que había frente a ellos. Tenía seis pisos y parecía que lo habían construido en la década de los cincuenta. Su sórdido e inhóspito aspecto consiguió que se le hiciera un nudo en las tripas.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Leslie.

La irritación crispó la cara de Natashya. Lourds se percató y supo que no iba a contestar.

Pero Natashya recuperó el control.

—Es un escondrijo —dijo con cara inexpresiva—. Aquí estaremos a salvo. Tenemos que hablar. Quiero saber si podemos arreglar esto antes de que tenga que morir alguien más. Estoy segura de que queréis lo mismo.

Cuando les hizo un gesto en dirección a la escalera de incendios que había en uno de los lados del edificio, asintió y tomó la delantera. Al parecer, la puerta principal no era una opción a tener en cuenta. Lourds puso un pie en el primer escalón y empezó a subir. Sabía que Leslie y Gary le seguirían.

Natashya les hizo detenerse en el cuarto piso. Había utilizado una llave para poder entrar en el edificio y después dirigió a Lourds hacia la tercera puerta a la izquierda. Otra llave les permitió entrar en un pequeño apartamento.

Éste consistía en un comedor-cuarto de estar, cocina, dos dormitorios y un cuarto de baño. Había ducha, pero no bañera. No era muy espacioso ni parecía muy cómodo para todos ellos, pero al menos se sentían a salvo.

Con todo, Lourds sabía que seguramente aquello sólo era una ilusión.

—Sentaos —les pidió Natashya.

—¿Estamos arrestados? —la desafió Leslie sin sentarse.

Lourds ocupó un sillón de orejas y renunció al suelo. Sospechó que Leslie ofrecería cierta resistencia y no quería crear más problemas, a menos que tuviera que hacerlo.

Elegir cuál de las dos partes tendría que apoyar iba a ser difícil. Sentía lealtad por Leslie, pero Natashya era la mejor oportunidad para descifrar el rompecabezas del címbalo y la campana. Además, Natashya sabía mantener la calma en los momentos de crisis.

Notó el borde afilado de la caja en el costado y se sorprendió de que Natashya no le hubiera pedido que se la diera.

—Si quieres que te arreste, puedo solucionarlo —contestó Natashya—. Te darán un mono usado y te meterán sin ningún miramiento en una celda.

La cara de Leslie mostró la furia de un bulldog.

—Soy ciudadana británica, no puedes desentenderte con tanta frivolidad de mis derechos.

—Y tú no puedes entrar en mi país, provocar una carnicería y llevarte algo que pertenecía a una funcionaria del Gobierno, mi hermana —replicó—. Estoy segura de que tu Gobierno no aprobaría semejante comportamiento. Y también dudo seriamente de que al estudio de televisión para el que trabajas le guste la mala imagen que les estás proporcionando.

Leslie cruzó los brazos sobre el pecho y levantó la barbilla sin dar ninguna muestra de sumisión.

—Quizá deberíamos acordarnos todos de que nadie quiere que nos encarcelen de momento —repuso Lourds con tanta suavidad como pudo, mientras lanzaba una mirada a Natashya para subrayar a qué se refería con eso de «nadie».

Natashya se encogió de hombros. Fue un gesto inconsciente. Lourds se había acostumbrado a estar atento a la comunicación no verbal; formaba parte del hecho de ser lingüista. A menudo, la parte más importante de la comunicación humana no es hablada. Esos pequeños gestos —y los metamensajes que transmiten— normalmente son los que primero atraviesan las barreras culturales, mucho antes que las palabras.

—Esto es un piso franco. Utilizamos este lugar y otros parecidos para mantener a salvo a prisioneros importantes. El brazo de la mafia rusa es alargado.

Leslie se ofendió al oír la palabra «prisioneros». Por suerte no expresó en voz alta su protesta.

—Los hombres que os persiguen no nos encontrarán aquí. Tendremos tiempo para meditar las cosas —continuó Natashya.

—Eso depende —intervino Gary—. Si tus colegas polis conocen este sitio y ven que has desaparecido pueden venir a comprobar si estás aquí. Y si creen que te han secuestrado, lo que explicaría por qué no has vuelto, pueden venir pegando tiros, ¿no? Tiene sentido, ¿no, tía?

Lourds tuvo que admitir que, a pesar de la forma en que lo había formulado, era una observación muy inteligente. Se notaba que tenía una mente muy fértil a la hora de imaginar situaciones. Seguramente por eso era tan buen cámara.

—No vendrían, y tampoco saben que existe este sitio —aseguró Natashya.

—¿Por qué no? —inquirió Leslie.

—Porque no les he hablado de este lugar. Soy una oficial de alto rango. Trabajo en los casos más peligrosos. Tengo cierta… libertad en mis investigaciones.

—¿No vendrá la Policía más tarde? ¿Cuando sea más conveniente? —sugirió Leslie.

—Hacer desaparecer a la gente en la calle no es nada conveniente. He matado a un hombre. No sé qué impresión tenéis de mi país, pero matar está tan mal visto como en el vuestro. De hecho, si tenemos en cuenta la benevolencia de vuestro sistema judicial en comparación con el nuestro, diría que en Estados Unidos los jueces son más benévolos que en Rusia —dijo con voz cada vez más grave.

—No soy norteamericana —la corrigió Leslie—. Soy británica. La mía es una sociedad civilizada, se compare con la rusa o la estadounidense.

—Bueno, si hemos acabado con las susceptibilidades, quizá podríamos empezar a pensar qué vamos a hacer —propuso Natashya.

—Si me permites —dijo Lourds en voz baja—, sugeriría que cooperáramos. De momento creo que todos estamos de acuerdo en que tenemos mucho que ganar si podemos saber más del lío en el que estamos metidos, y mucho que perder si nos atrapan.

Las dos mujeres se miraron. Leslie fue la primera en aceptarlo con un leve asentimiento de cabeza que finalmente Natashya imitó.

—Muy bien. —Lourds sacó el estuche de plástico de la chaqueta y lo abrió para estudiar el lápiz que había en su interior—. Entonces vamos a ver primero lo que nos dejó Yuliya.

Lourds se sentó cerca de la mesita del comedor donde colocó su portátil y conectó el lápiz que había dejado Yuliya a un puerto USB.

—Copia la información en el disco duro —le aconsejó Natashya, que estaba detrás de él.

Lourds notó el calor de su cuerpo en la espalda.

—¿Por qué? —preguntó Leslie, que se había sentado a la izquierda de Lourds para poder mirar.

—Por si acaso le sucede algo al lápiz.

A pesar de que sabía lo que tenía planeado Natashya, Lourds hizo lo que le había sugerido. En cuanto acabó, Natashya cogió el lápiz y se lo metió en el bolsillo.

—¡Menuda confianza! —comentó amargamente Leslie.

—La confianza tiene límites —replicó Natashya sin ninguna animosidad—. Tampoco está reñida con el sentido común. Os han robado, ¿no? Y os han seguido, ¿no? Tener dos copias es más inteligente. Y tenerlas separadas, aún más.

Lourds no quiso hacer ningún comentario. Estaba de acuerdo con Natashya, pero pensó que comentarlo no mejoraría la relación entre ambas mujeres. Pulsó el ratón y abrió el documento que había creado con el contenido del lápiz.

En una de las carpetas se leía: «abrir primero». Lourds lo hizo sabiendo que aquello evitaría más discusiones entre las mujeres. Las dos tenían demasiada curiosidad por saber qué había dejado Yuliya como para seguir discutiendo.

Gary tenía cosas más importantes en las que pensar que el contenido del lápiz. Tras percatarse de la presencia de una bien surtida despensa, pequeña, pero efectiva, se autoproclamó cocinero del grupo y puso manos a la obra. A juzgar por el olor que provenía de la cocina, el joven se daba buena maña en su aportación al grupo.

Una ventana de vídeo se abrió en la pantalla del ordenador. La imagen de Yuliya Hapaev se vio borrosa un momento y después ocupó el centro de la pantalla. Estaba sentada detrás de su escritorio, con la cámara delante. Llevaba la bata de laboratorio sobre una sudadera de color rosa.

Natashya inspiró con fuerza, pero no dijo nada.

Lourds lo sintió por aquella mujer, pero en ese momento era lo único que podía hacer para contener sus propias emociones. Yuliya había sido una mujer entusiasmada y una buena madre. Saber que se había ido le dolía profundamente. Se le nublaron los ojos y pestañeó para aclararlos.

—Hola, Thomas —dijo Yuliya sonriendo.

Other books

Secretariat by William Nack
Dying for Revenge by Eric Jerome Dickey
The Thieves of Faith by Richard Doetsch
Nadie lo ha oído by Mari Jungstedt
New Title 1 by Loren, Jennifer
Suitcase City by Watson, Sterling
Conan the Savage by Leonard Carpenter