Read El enigma de la Atlántida Online

Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (12 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Crees que eres muy listo. —Leslie frunció el ceño.

Lourds apartó la plancha.

—Lo intento.

Vuelo BA0880 de British Airways

Desde Heathrow

21 de agosto de 2009

Horas más tarde, de vuelta en Europa, Lourds estaba sentado en la silenciosa oscuridad que se respiraba en el avión. Habían hecho una escala de varias horas en Heathrow antes de cambiar de aparato. Había aprovechado el tiempo para leer la información que se había descargado de Internet. Tenía una conexión vía satélite para su ordenador, un ejemplar de la gama más alta; le habían convencido para que invirtiera en él. Le había resultado útil en varias ocasiones.

—Deberías descansar —le aconsejó Leslie, que se sentó en el asiento contiguo.

—Pensaba que estabas dormida —dijo Lourds al tiempo que se abrochaba el cinturón.

—Lo estaba. ¿Has tenido suerte con la búsqueda?

—No —contestó Lourds antes de tomar un trago de agua—. He mirado en un montón de sitios esperando encontrar más información sobre la campana y el címbalo, pero no parece haberla.

—¿Eso es normal?

—Se trata de objetos que tienen miles de años. En ese tiempo han desaparecido muchas cosas.

—Pero no las importantes.

—¿Qué te parece la lengua egipcia? Desapareció durante mil años. Conseguimos recuperarla de chiripa. —Lourds sonrió, le encantaba su ingenuidad—. ¿Te parece importante una bomba nuclear?

—No te entiendo.

—Los Estados Unidos han perdido al menos siete desde la Segunda Guerra Mundial. Eso contando solamente las confirmadas. Puede haber muchas más. Por no hablar de todas las armas nucleares que «desaparecieron» tras la caída de la Unión Soviética.

—Eso son cosas secretas. Se suponía que nadie debería saber nada de ellas.

—Quizá la campana y el címbalo también lo eran.

Leslie lo miró con mayor detenimiento.

—¿Eso es lo que crees?

—Me he puesto en contacto con varios amigos que trabajan en museos o que tienen colecciones particulares, además de compañías de seguros. Cuando desapareció la campana imaginó que nuestros inoportunos adversarios podían haber robado otros objetos parecidos. El que no haya encontrado nada, excepto el címbalo, indica que se fabricaron muy pocas cosas como ésas.

—¿Quieres decir que la campana y el címbalo son únicos?

—Todavía no puedo hacer esa suposición, pero creo que sí.

—Y que otras personas también los buscan.

—Exactamente.

—Ya sabes, la campana y el címbalo estaban tan alejados y eran tan desconocidos… Ninguno de los dos estaba al cuidado de un coleccionista o una institución. Pero cuando aparecieron, alguien muy cruel los estaba buscando. Apuesto mi reputación a que encontrarás algo.

—Evidentemente algo hay, si no, nada de todo esto habría ocurrido. Nadie habría matado por esas piezas.

Aeropuerto internacional de Domodedovo

Moscú, Rusia

21 de agosto de 2009

Después de recoger el equipaje de mano, que era lo único que habían llevado desde Alejandría, Lourds y Leslie recorrieron un túnel hasta los controles de seguridad del aeropuerto.

Lourds miró el reloj y vio que eran apenas las cinco pasadas, hora local. Estaba cansado porque no había conseguido relajarse en el vuelo. Normalmente dormía como un niño en los aviones, pero en aquella ocasión su cabeza estaba demasiado ocupada. Leslie no había tenido ese problema y había descansado bien.

Mientras hacían fila con el resto de los viajeros, Lourds observó un grupo de guardias de seguridad uniformados de la East Line Group.

Un guardia, de unos cincuenta años, clavó en Lourds sus apagados ojos grises. Miró una fotografía que llevaba en la mano.

—¿El señor Lourds? —preguntó con marcado acento.

—Catedrático Lourds —lo corrigió sin intentar negar quién era. Si los guardias de seguridad tenían su foto, seguro que sabían que estaba en la lista de pasajeros.

—Acompáñeme, por favor.

—¿De qué se trata?

—No haga preguntas, limítese a acompañarme.

Como no se movió con la diligencia que esperaba, aquel hombre lo agarró con fuerza por el brazo y lo sacó de la fila.

—¿Qué pasa? —preguntó Leslie intentando seguirlos.

Un guardia joven le cortó el paso y no dejó que avanzara.

—No —dijo el guardia.

—No pueden hacer esto —protestó Leslie.

—Ya está hecho —replicó el joven—. Permanezca en la fila, por favor. Si no, tendré que detenerla o deportarla.

Leslie miró a Lourds.

—Quizá deberías ponerte en contacto con el Departamento de Estado —le aconsejó Lourds intentando mantener la voz calmada, como si esas cosas le ocurrieran todos los días. Pero no era así: estaba muy asustado. Una cosa era ser un invitado en un país extranjero y otra que te trataran como a un enemigo del Estado.

7
Capítulo

Aeropuerto internacional de Domodedovo

Centro de detención, Moscú, Rusia

21 de agosto de 2009

L
ourds intentó mantener la calma en el centro de detención. A pesar de que los guardias no le habían dado ese nombre, aquel espacio parecía una prisión.

Sus anodinas paredes parecían cernirse sobre él. La pintura 97 gris era un deprimente añadido, Lourds pensó que absorbía el color, la vida y todo lo que había en la habitación, incluido a él mismo.

Una gastada mesa de madera y tres sillas ocupaban el centro. La de Lourds estaba en uno de los extremos, sola. Si aparecía alguien para ocupar las otras dos, contaban de antemano con el factor intimidación para suavizarlo, al igual que habrían hecho con cualquiera al que hubieran obligado a estar allí sentado durante mucho tiempo.

Se habían llevado el ordenador, la bolsa y el móvil.

Sabía que lo estaban observando. Como aquellas paredes grises no tenían espejos o cristales espía, imaginó que lo vigilaban mediante cámaras ocultas en la pared o en el techo. Cada vez que se había levantado para estirar las piernas, uno de los guardias había entrado para decirle que se sentara.

Era guapa. Una abundante cabellera de color rojo le caía hasta los hombros. Lo miró con sus cálidos ojos marrones. Llevaba un traje sastre de color gris, que complementaba su pelo y su complexión.

Sin pensarlo, Lourds se levantó. Sus padres lo habían educado bien.

Pero la mujer lo detuvo inmediatamente y se llevó la mano a la cadera.

—Siéntese —le ordenó.

Lourds obedeció. Incluso si no hubiese entendido lo que le había dicho, su gesto lo había dejado muy claro. Llevaba un arma.

—No pretendía ofenderla. Me enseñaron a ponerme de pie cuando una mujer hermosa entra en una habitación, por respeto. Supongo que tendré que agradecerle a mi madre el que casi me haya disparado.

La mujer permaneció de pie. Tenía una mirada apagada y endurecida.

—Mire, no sé lo que cree que he hecho, pero…

—¡Silencio! —le ordenó la mujer—. ¿Es el catedrático Thomas Lourds?

—Sí —respondió.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Soy ciudadano de Estados Unidos y tengo un visado para viajar por este país.

—Una sola palabra mía, una sola… —lo interrumpió— y se cancelará su visado y saldrá en el próximo avión. ¿Lo entiende?

Supo que no estaba tirándose un farol.

—Sí.

—En este momento está aquí porque yo se lo permito. ¿Por qué ha venido?

—He venido a ver a un amigo. Ivan Hapaev.

—¿Cómo conoció a Ivan Hapaev?

—A través de su mujer.

—¿Yuliya Hapaev?

Lourds asintió.

—Yuliya y yo nos hacíamos consultas a menudo. Enseño…

—Lenguas. Sí, ya lo sé —lo interrumpió—. Pero Yuliya Hapaev está muerta.

—Lo sé, he venido a dar el pésame.

—¿Se conocen mucho usted e Ivan Hapaev?

Decidió decir la verdad.

—No.

—¿Ha hecho este viaje para ver a un hombre al que sólo conoce superficialmente en un momento en el que llora la pérdida de su mujer?

—Tengo otros asuntos que solucionar en Moscú. Quería estar el tiempo suficiente para ver a Ivan.

—¿Qué otros asuntos?

—Proyectos de investigación. Es en lo que estoy trabajando ahora.

—¿Es buen amigo de Ivan?

—La verdad es que conocía mejor a su mujer. Como le he dicho, la doctora Hapaev y yo éramos…

—Colegas.

—Sí.

—Si eran tan amigos, yo le habría conocido.

—Estoy seguro de que no conoce a todas las personas relacionadas con la doctora Hapaev.

—Conocía a muchas. —La mujer buscó en su chaqueta y sacó una identificación—. Me llamo Natashya Safarov, la doctora Hapaev era mi hermana.

«¡Su hermana! —Lourds la observó con mayor detenimiento y distinguió su parecido. Lo había tenido todo el tiempo—. Bueno, esto sí que era algo inesperado».

—Estoy investigando el asesinato de mi hermana, señor Lourds —le explicó guardando la identificación. Estudió su cara. Era un hombre atractivo y parecía estar realmente preocupado por lo que le había sucedido a Yuliya.

—¿Por qué me han detenido? —preguntó mirándola.

—La noche que asesinaron a mi hermana usted la llamó al móvil.

—Para prevenirla. Ese címbalo que estaba estudiando tenía una inscripción muy parecida a la que había en una campana que robaron hace pocos días a un equipo de televisión en Alejandría. Casi nos matan.

—Hábleme de eso.

Lourds le contó lo sucedido, con todo detalle. Cuando terminó el relato añadió:

—Siento mucho lo de su hermana, inspectora Safarov. Era una mujer excelente y la quería mucho. Me habló mucho de usted. Me dijo que su madre había muerto y que estaban muy unidas. Sé que haberla perdido debe haber sido muy duro.

Natashya, que no supo qué decir, permaneció en silencio.

—No sé quién mató a Yuliya —continuó Lourds—. Si lo supiera se lo habría dicho.

—¿Sabe por qué la mataron?

—Tal como le he dicho, lo único que se me ocurre es que tenga relación con el címbalo.

—¿Sabe qué es o quién puede quererlo?

Lourds negó con la cabeza.

—Me temo que no. Si lo averiguo, también se lo diré. Y estoy dispuesto a buscarlos por la campana que se llevaron.

Buscó en su chaqueta, sacó el visado y el pasaporte de Lourds del bolsillo, pero no se los ofreció directamente.

—Estaba allí la noche que asesinaron a mi hermana —confesó.

El semblante de Lourds mostró su tristeza. Natashya notó que era un sentimiento sincero.

—Lo siento, debió de ser horrible.

Natashya no dijo nada.

—Los hombres que la mataron y robaron el címbalo eran profesionales —aseguró, intentando que sus palabras lo asustaran.

Lourds pareció preocupado y quizás un poco incómodo, pero no sorprendido.

—Los de Alejandría eran muy buenos también.

—Disfrute de su estancia en Moscú, catedrático Lourds. Espero que encuentre lo que ha venido a buscar. —Le entregó el visado y el pasaporte, y una tarjeta con su nombre y el teléfono al que podía llamarla—. Si descubre algo relacionado con el asesinato de mi hermana, hágamelo saber.

Lourds metió los papeles en el bolsillo de su chaqueta.

—Por supuesto. Será un placer poder hacerlo.

Natashya pensó que el catedrático norteamericano mentía sin malicia. Apreciaba esa habilidad en otras personas.

Cansado y frustrado, y seguro de que la hermana de Yuliya no acababa de creerse todo lo que le había contado, Lourds se dirigió a la pequeña oficina que había al lado del centro de detención, donde le esperaba Leslie.

Habían pasado casi dos horas. Estaba sentada en una dura silla junto a las bolsas de viaje. El estuche con el ordenador de Lourds estaba en la parte de arriba.

Leslie se puso de pie y estudió a Lourds con preocupación.

—¿Estás bien?

—Sí. ¿Has estado aquí todo el tiempo?

—Sí, llamé a la embajada estadounidense. Enviaron a una persona, pero la inspectora Safarov dijo que no era necesario. Aseguró que iba a ponerte en libertad en cuanto te interrogara, así que se fue.

—Es lo que ha hecho.

—¿Por qué te han detenido?

—Es complicado de explicar, quizá deberíamos hablar de esto en otro sitio —sugirió. Quería salir de la terminal. Al Servicio Federal de Seguridad le encantaban sus juguetitos electrónicos de vigilancia. Cogió su bolso de viaje y colocó el de Leslie sobre el suyo. Como tenía ruedas era mucho más fácil de llevar.

Tenía ganas de salir y ponerse en marcha. Después de las horas pasadas en el avión y en el centro de detención, empezaba a sentir cierta claustrofobia.

Leslie encabezó la marcha hacia la puerta y Lourds la siguió.

Fuera del edificio de seguridad, Natashya observó al catedrático y a la joven entre el tumulto de gente que se dirigía hacia las agencias de alquiler de vehículos. La confusión y las emociones se dispararon. Odiaba tener que dejar ir a Lourds sin averiguar antes todo lo que había dicho.

Lourds tenía un plan. Lo había protegido durante el interrogatorio, había hablado sobre él con rodeos. Quizás alguien menos preparado no se habría dado cuenta, pero Natashya había detectado enseguida ese vacío.

—¿Va a dejar que se vaya sin más, inspectora? —preguntó una calmada voz masculina.

Natashya miró por encima del hombro y vio que Anton Karaganov estaba a su lado. Aquel joven era su compañero, el oficial de entrenamiento.

Karaganov era silencioso e intenso, un buen ruso. Bebía, pero no demasiado, y era respetuoso con su novia. A Natashya le gustaba por todas esas cosas. Esas características no eran frecuentes en la Policía rusa.

—Le he dejado ir, pero no quiero que vaya muy lejos sin vigilancia. No lo vamos a perder de vista.

—La seguridad del aeropuerto ha soltado a Lourds.

Gallardo estaba fuera de la terminal, en el interior de un Lada cuatro puertas, con diez años de antigüedad. El sol había desteñido la pintura negra del exterior y había conseguido que tuviera el mismo aspecto que cualquier otro coche. Se llevó el auricular al oído.

—¿Dónde está?

—Con la mujer, recogiendo un coche de alquiler. —El hombre que permanecía al otro lado de la conexión había estado vigilando el centro de detención. También había informado de que los guardias de seguridad habían detenido a Lourds.

BOOK: El enigma de la Atlántida
6.55Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Touch by Graham Mort
Keeping the Promises by Gajjar, Dhruv
Charon by Jack Chalker
The Sleeping Fury by Martin Armstrong
Protect Her: Part 10 by Ivy Sinclair
The Lie by Linda Sole
Mistress of the Art of Death by Ariana Franklin
Irrepressible You by Georgina Penney
Hear the Wind Blow by Mary Downing Hahn