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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (13 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Síguelo, no quiero perderlo —le indicó antes de dejar los auriculares sobre el muslo.

En el Lada había otros tres hombres: DiBenedetto al volante; detrás, dos de los hombres que habían contratado para el trabajo en Rusia. Todos iban armados. De hecho, iban muy armados.

Gallardo quería irse de Moscú. A pesar de que, según las noticias, el FSB de Moscú no tenía ninguna pista sobre las personas que habían asesinado a Yuliya Hapaev, sabía que mientras permaneciera en el país sería una presa fácil. En aquellos tiempos, el Servicio Federal de Seguridad —Federalnaya Sluzhba Bezopasnosti— contaba con oficiales de Policía muy inteligentes, y no se les podía comprar a todos.

Al cabo de unos minutos, Gallardo vio que Lourds y la joven salían de la terminal y se dirigían hacia el aparcamiento de vehículos de alquiler. Se subieron a un Lada de un modelo más reciente y se unieron al tráfico.

—Muy bien, veamos adonde van —le comentó a DiBenedetto.

Sin ningún esfuerzo, DiBenedetto se hizo hueco entre los coches, aunque le cortó el paso a un taxi. El conductor hizo sonar el claxon en protesta. Como cabía esperar, DiBenedetto tocó el suyo y siguió conduciendo.

Gallardo llamó a los otros tres coches que cubrían la llegada del catedrático al aeropuerto para comunicarles su posición y ordenarles que se pusieran en marcha: seguir de cerca un objetivo siempre era más fácil con varios vehículos. DiBenedetto estaba familiarizado con las calles de Moscú, al igual que el resto de los conductores. Gallardo estaba seguro de que no perderían a Lourds.

Lo siguieron por etapas y cambiaron varias veces el coche que los seguía para que Lourds no sospechara. Gallardo no creía que pudiera hacerlo. A pesar de todo lo que había viajado, todo aquello era nuevo para él. No había dado ninguna muestra de que creyera que lo seguían.

Al poco rato dio la impresión de que se dirigían a un sitio en concreto.

Gallardo hizo otra llamada. En esa ocasión a Murani.

Habitaciones del cardenal Stefano Murani

Status Civitatis Vaticanae

21 de agosto de 2009

Murani estaba frente a su escritorio con unos mapas antiguos y unas copias de libros que llevaba años estudiando, extendidos delante de él. Las excavaciones en Cádiz del padre Emil le habían proporcionado un nuevo marco de referencia para las antiguas historias y los pocos hechos que había en manos de la Sociedad de Quirino.

Cuando volvió a estudiar aquellas herramientas intentando encontrar una nueva forma de descubrir los secretos que estaba seguro que contenían, la irritación se apoderó de él.

«Secretos no, sólo uno», se corrigió.

Miró las fotografías de la campana y lamentó que los líderes de la sociedad se la hubieran llevado. Le tenían miedo, les aterraba el poder que representaba. La campana era la primera prueba física que tenían sobre la verdad de las leyendas que se habían ido transmitiendo sobre la Atlántida y todo lo que había desaparecido en ella.

A pesar de que los arzobispos pertenecientes a la Sociedad de Quirino habían recibido esas historias de los que les habían precedido, y cada uno de ellos elegía a su sucesor en el seno de la Iglesia con la aprobación del resto de los arzobispos, ninguno de ellos había visto ninguna prueba de que existiera ese secreto.

Cuando lo introdujeron por primera vez en la sociedad, Murani no había creído en él tampoco. La Iglesia albergaba muchos y algunos sólo eran leyendas.

«Pero no éste —pensó—. Éste es verdadero».

La existencia de la campana había puesto a la sociedad en una situación difícil. Una cosa era proteger un secreto por costumbre; otra, aceptar que era real y que tenía el poder para destruir el mundo.

«O rehacerlo», se dijo a sí mismo. Ésa era la idea a la que se aferraba con fuerza.

Levantó la vista de los libros y mapas que tenía delante y miró la televisión. La CNN volvía a repetir las imágenes de «Destino: ¿La Atlántida?», que habían emitido la noche anterior.

Cogió el mando a distancia y subió el volumen.

El periodista era un joven norteamericano llamado David Silver.

Pensó distraídamente si habría acortado su apellido, de Silverman, y si sería judío. A su manera, los judíos eran casi tan malos como los musulmanes. Ambosle restaban valor a la Iglesia y a la verdad. Llevaban años chupando poder de la Iglesia.

—La excavación está muy avanzada aquí en Cádiz, España —decía Silver—, aunque va muy lenta. Según me han informado, en esta zona hubo varias ciudades durante miles de años. Todas ellas añadieron su capa de estrato. Normalmente se iban construyendo una sobre otra conforme iban desapareciendo. El padre Sebastian está muy entusiasmado con lo que ha encontrado.

—¿Puedes contarnos algo acerca de lo que han desenterrado? —preguntó la presentadora que había en el estudio.

—Al parecer la mayoría son objetos normales que los arqueólogos suelen hallar en excavaciones como ésta. Herramientas, vajilla, monedas…

—¿Has tenido oportunidad de hablar con el padre Sebastian?

—Sí.

—¿Te ha confirmado si están buscando la Atlántida?

Silver se echó a reír y meneó la cabeza.

—Tal como he podido comprobar, el padre Sebastian es una persona muy seria en lo que respecta a su trabajo. No permite especular con lo que su equipo y él vayan a descubrir. De hecho, las veces que le he oído hablar, se ha tomado muchas molestias en recalcar que todo lo que se ha comentado sobre esta excavación no guarda relación con nada que él dijera o sugiriera.

—Entonces, ¿de dónde ha salido esa idea acerca de la Atlántida? —preguntó la presentadora.

—De uno de los historiadores locales —indicó Silver—. El historiador y filósofo griego Platón describió la ciudad de Atlántida en sus diálogos de Timeo y Critias. Esa descripción, según el catedrático Francisco Bolívar, se ajusta a las características de la topografía de la zona.

La pantalla del televisor se oscureció un momento y después mostró una transparencia con anillos concéntricos.

—Según la descripción de Platón —continuó Silver—, la isla que llegó a conocerse como Atlántida fue cedida a Poseidón, el dios del mar. Gran parte de la isla estaba bajo el agua. Quiso la suerte, y para gran deleite de los narradores si se me permite opinar, que Poseidón conociera a una mujer que vivía en el interior. No se sabe cómo llegó hasta allí, pero allí estaba.

Murani no hizo caso al tono desdeñoso del periodista.

—Poseidón se enamoró de ella. Juntos tuvieron cinco pares de gemelos. Todos niños. Poseidón construyó un palacio en una pequeña montaña de la isla —dijo Silver—. La historia continúa describiendo los tres fosos que rodeaban la ciudad.

La imagen del televisor mostró la descripción de la montaña y de los tres círculos que representaban los fosos.

—Poseidón llamó Atlas al mayor de sus hijos y lo nombró rey de la isla. El océano Atlántico lleva su nombre. La gente que vivía en esa isla era conocida como atlantes —continuó Silver—. Construyeron puentes por encima de los fosos para llegar al resto de la isla. También, en teoría al menos, llegaron a practicar aberturas en los muros de los fosos para que los barcos pudieran pasar e incluso entrar en la ciudad.

Un cuadro que mostraba la fabulosa ciudad apareció en la pantalla. Barcos con las velas desplegadas navegaban elegantemente por los canales y túneles cercanos a la hermosa ciudad que había en el centro de los fosos.

—Se supone que había muros que reforzaban los fosos. Según Platón, estaban hechos con piedras rojas, negras y blancas extraídas de los propios fosos. Después se recubrían con oricalco, latón y estaño.

Una imagen generada por ordenador mostró el brillo de la luz del sol sobre el metal.

—Parece un pintoresco lugar al que hacer una escapada —comentó la presentadora.

La cámara volvió a Silver un momento. Éste sonrió y asintió.

—En sus tiempos seguramente lo fue, pero un día la Atlántida desapareció.

—¿Cómo?

—Platón no lo sabía a ciencia cierta. Su suposición era que los atlantes entraron en guerra con los atenienses. Éstos consiguieron organizar una firme resistencia contra los atlantes, porque se decía que eran esclavistas de la peor especie.

—No sabía nada de la cuestión de la esclavitud.

—La historia es fascinante, ¿verdad? —dijo Silver como si la historia fuera un invento nuevo—. En cualquier caso, la isla se vio sacudida por terremotos e inundaciones. Se dice que se hundió en el océano Atlántico en un solo día.

—Pero si la Atlántida era una isla, ¿por qué está trabajando allí el padre Sebastian? El yacimiento no está en una isla.

—Tienes que recordar que el padre Sebastian no ha dicho que estuviera buscando la Atlántida. Simplemente dice que está estudiando unas antiguas ruinas. Las historias sobre la Atlántida son rumores suscitados por las excavaciones.

—Decir que esa zona pueda ser la Atlántida es un poco exagerado. ¿Por qué iba a pensar nadie una cosa así?

—Porque, vista desde el aire, esta parte de Cádiz encaja con la descripción.

Una nueva imagen apareció en la pantalla: una transparencia de los supuestos fosos formaban círculos sobre la ciudad. Mientras Murani seguía pendiente, la imagen se superpuso sobre la imagen topográfica de la zona en la que trabajaba el padre Sebastian. Encajaba bastante. Sin embargo, por lo que sabía por su trabajo en la sociedad, había otros lugares que también encajaban.

—La isla podría haberse convertido en parte del continente —sugirió Silver—. Platón dejó claro que la isla estaba conectada con tierra firme, aunque bajo el agua.

—Durante todos estos años, los cazadores de tesoros que buscaban la Atlántida creían que era una ciudad inundada —dijo la presentadora.

—Durante un tiempo, esta porción de tierra estuvo sumergida. Al igual que gran parte de Europa. Unos paleontólogos descubrieron una ballena prehistórica enterrada en una montaña italiana no hace mucho tiempo. Pero una subida del nivel del mar, la corriente continental, algún tsunami, cualquier cosa podría haberla sacado del fondo del mar y elevarla o empujarla hasta tierra firme y conseguir que formara parte de ella.

Murani observó la forma en que la plantilla encajaba en las características topográficas de Cádiz. Por supuesto, aquello era obra de un artista, el dibujo original de la Atlántida se basaba en la descripción milenaria y de segunda mano de Platón, y sabía que sus proporciones y su situación eran temas abiertos a la discusión. Pero incluso a él le pareció bastante ajustado.

—Si se fijan podrán ver dónde se alzó en tiempos la Atlántida. Quizá las excavaciones del padre Sebastian han dejado al descubierto lo que podría ser uno de los tres fosos y una serie de los túneles que lo atravesaban. Es lógico imaginar por qué se extendieron los rumores.

El teléfono de Murani sonó y contestó.

—Lo esperaba la FSF —dijo Gallardo. No hubo necesidad de utilizar nombres. Los dos sabían de quién estaban hablando.

—¿Por qué?

—La hermana de la arqueóloga resultó ser inspectora de Policía.

Murani se recostó en su cómoda silla para pensar en las implicaciones que podía tener aquella revelación.

—Qué inoportuno.

—Me habría venido bien saberlo antes de ir a buscar el címbalo. Podríamos habernos evitado el problema.

—¿Qué problema?

—La inspectora utilizó su rango para hacer que lo detuvieran nada más bajar del avión. Eso es sin duda una clara implicación por su parte.

Murani estuvo de acuerdo, aunque no lo dijo.

—No puede haberle dicho nada. No puede saber nada.

—Sabe más de lo que me gustaría que supiese. De alguna forma ha relacionado los dos objetos. Ya lo sabías, por eso me enviaste aquí.

—Tras haberlo pensado, creo que he sido negligente en mi decisión de que te olvidaras de él.

—Creo que sabe algo que desconocemos. Lo estamos siguiendo de cerca. Por la forma en que se mueve, deduzco que tiene un plan.

Murani se volvió hacia el ordenador y abrió la carpeta del catedrático Thomas Lourds. Mucha gente opinaba que era el lingüista más importante del mundo.

—El equipo de televisión sacó fotografías del objeto egipcio —dijo Murani—. La arqueóloga tenía fotografías del objeto en su habitación del hotel. Con las fotografías digitales a mano, las imágenes de la campana podían ser legibles.

—¿Crees que ha traducido la inscripción?

Murani no quiso creer que eso pudiera ser verdad. Todos los expertos de la Sociedad de Quirino habían estudiado la campana y las fotografías del címbalo, éste todavía no había llegado a la Ciudad del Vaticano, pero ninguno había conseguido hacer una traducción.

Pero Lourds…

El desasosiego le embargó sumándose a sus dudas. No le gustaba correr riesgos. Todo lo que había hecho hasta ese momento, todos los subterfugios que había logrado idear a espaldas del resto de los miembros de la Sociedad de Quirino habían estado cuidadosamente calculados. Cuando había planeado aquello, Murani había descartado la posibilidad de que pudieran surgir problemas.

Pero Lourds era impredecible.

—Averigua si ha conseguido traducir alguna de las inscripciones o si sabe algo de los objetos. Si lo sabe, quiero hablar con él. En privado. Pero si no lo sabe, asegúrate de que no interfiera más en este asunto.

8
Capítulo

Moscú, Rusia

21 de agosto de 2009

N
o has dicho adónde vamos.

Lourds miró a la joven e intentó entender lo qué había dicho.

—¿Qué?

—Que no has dicho adónde vamos —repitió Leslie—. He intentado estar callada y ser una buena chica, pero no ha funcionado.

—A mí tampoco —dijo Gary desde el asiento de atrás. Gary era el cámara que Leslie había reclutado para la excursión a Moscú. Gary Connolly tenía unos veinticinco años y el pelo largo y rizado que le caía sobre sus estrechos hombros. Llevaba gafas redondas y una camiseta negra del concierto de U2,
Shake, Rattle and Hum
, que ya tenía unos años.

Como norma, a Lourds no le gustaba revelar todos sus planes hasta estar listo.

A pesar de todo, quería darle algo a Leslie. Se lo debía.

—Vamos a la Universidad Estatal de Moscú M. V. Lomonósov.

—¿Y qué hay allí?

—Como te dije, Yuliya y yo nos hacíamos consultas sobre diversos proyectos de trabajo a lo largo de los años. —La voz de Lourds sonaba tensa—. Era una buena amiga. —Hizo una pausa—. A veces trabajaba con documentos que contenían secretos de Estado. Algunos de sus descubrimientos revelaban cosas que gente poderosa de Rusia no quería que conocieran otros países. En Rusia, incluso en la moderna Rusia, eso puede implicar una sentencia de muerte.

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