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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (21 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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El turista que visita Barcelona en verano y no lo necesita, hará bien en no incluir en su recorrido la sección de urgencias del Hospital Clínico. En agosto no sólo la mayoría del personal sanitario titular estaba de vacaciones, sino que también lo estaban los enfermos y accidentados de clase media y alta que el resto del año elevan el nivel estético de la institución con una forma más refinada de sobrellevar su infortunio. Ahora, en cambio, se agolpaban de cualquier manera en salas de espera, corredores y escaleras personas de tan humilde condición que ya parecían enfermas y tullidas cuando estaban sanas, con lo que, alcanzadas por la dolencia o el percance, su aspecto, actitud y conducta resultaban francamente deleznables.

En una oscura y perdida revuelta del laberinto de pasillos por donde circulaban pacientes, bien enteros, bien a trozos, localicé a la familia Siau reunida en torno a un catre vacío. Supuse que el abuelo había sido incinerado sin más trámite, pero me dijeron que había sido llevado al quirófano y que en aquellos momentos lo estaban interviniendo sin demasiadas esperanzas de éxito.

—Papito está en las últimas —dijo el señor Siau al estrecharme la mano.

—En tal caso —dije yo— no le importará prestarme un poco más de dinero para la comparsa.

El señor Siau arrugó el ceño, movió la cabeza y dijo:

—Hum. El bazar está cerrado y la caja fuerte cuenta con un dispositivo de seguridad que sólo yo puedo desactivar. Si quiere ir de picos pardos, se tendrá que esperar a mañana.

—No se trata de eso, señor Siau —dije yo—, sino de algo más importante.

—Hum —repitió el señor Siau. Y tras otra pausa reflexiva añadió—: Mire, yo no sé lo que se trae usted entre manos, pero a pesar de mi origen étnico, a mí no se me engaña fácilmente. Usted anda metido en algo. Algo grave. Y si en un futuro lejano vamos a ser socios, de grado o por fuerza, tal vez convendría que me pusiera al corriente de la situación, la propia de usted y la de su local, hoy humilde peluquería, en breve gran restaurante. No lo digo con la prepotencia de quien participa mayoritariamente en una empresa, sino guiado por un sano sentido del compañerismo. Salta a la vista que usted es un pelagatos con pretensiones, pero yo, aunque lo disimulo mejor, tampoco vengo de una estirpe de mandarines. Los dos nos hemos criado en calles muy parecidas, bien que en distintos continentes, y sería absurdo que a estas alturas nos separara una gran muralla.

Tenía razón y para cuando una hora más tarde vino un cirujano a todas luces bisoño a decirnos que al abuelo Siau le habían extirpado la vesícula biliar sin ninguna necesidad, de resultas de lo cual el estado general del paciente había empeorado mucho, y que mantenía estables las constantes vitales a la espera de un fatal desenlace, el señor Siau y yo habíamos llegado a un acuerdo de cooperación. Me despedí de la acongojada familia, con el ruego de que llamaran al móvil de Quesito si se producía algún cambio en la salud del enfermo, tomé el autobús y llegué al filo de las diez al restaurante
Se vende perro
, donde me esperaban el swami, el Pollo Morgan, el Juli, la Moski, Quesito y el señor Armengol, muy satisfecho de ver tan concurrido su local, aun a sabiendas de que ninguno de los presentes haría gasto. Sin perder tiempo, pues, en comer y en beber, el Pollo Morgan rindió informe de lo averiguado durante la jornada en el aeropuerto.

A lo largo del día, dijo, la terminal había experimentado un incremento gradual de la vigilancia de todo punto injustificado en una época de mucha afluencia de vuelos de bajo coste y de turistas remisos al consumo. Con la invisibilidad de quien permanece inmóvil durante horas en el mismo punto, el Pollo Morgan había captado fragmentos de conversación, órdenes, consignas y comentarios hechos a la carrera o en fugaces encuentros entre agentes de la policía secreta, cuya discreta ropa de paisano los hacía fácilmente identificables entre el atuendo mendicante de los genuinos viajeros. De estas frases sueltas, el Pollo Morgan había deducido con certeza que se esperaba la llegada de una personalidad para las nueve de la mañana del día siguiente y que, por razones de seguridad, dicha personalidad y su séquito efectuarían su salida por una puerta especial que, obviando el control de pasaportes y las cintas de recogida de equipaje, las lujosas tiendas y los elegantes baretos de la terminal, los conduciría directamente a los vehículos estacionados frente a aquélla para dirigirse de allí en caravana a la plaza Sant Jaume, donde la esperaría nuestra primera autoridad municipal para darle la bienvenida oficial.

Me satisfizo comprobar que todo discurría por los cauces previstos y, tras asegurarme de que nadie nos escuchaba, cosa por lo demás fácil en un restaurante libre de la injerencia de clientes, puse a todos al día de las últimas novedades, repetí minuciosamente las fases de nuestro plan de acción, hice especial hincapié en la labor encomendada a cada uno en particular y tomé juramento a todos los presentes de fidelidad y silencio.

Instruidos, confiados y enardecidos se fueron ellos a sus respectivos hogares y yo al mío. Me acosté y traté de dormir para estar lúcido y entonado en la vorágine prevista para el día siguiente, pero una vez metido entre sábanas pegajosas, en un estrecho y frágil plegatín, en la lóbrega mezquindad de la alcoba, sala de estar, cocina y recibidor en una sola y misma pieza, me asaltaron las dudas y los temores. En la soledad de la noche, trasunto de la mía, el plan concebido por mí ya no me parecía tan bueno y los cabos sueltos se agrandaban hasta convertirse en auténticos festones, por no decir gualdrapas. Varias veces estuve tentado de saltar del lecho, reptar por el suelo en busca de la ropa esparcida, que no suele guardar miramientos quien consigo mismo vive, vestirme, bajar a la calle, buscar una cabina y llamar a la subinspectora Arrozales. Contárselo todo aliviaría mi conciencia, me pondría a salvo de sus iras y me libraría de recibir el peso de la ley en plena cocorota; de rebote exoneraría de responsabilidad a mis colaboradores, y supondría la frustración de un atentado incalificable y la captura de un peligroso terrorista. Pero obrar de este modo supondría igualmente entregar a Rómulo el Guapo. Bien mirado, nada me iba a mí en ello; si acaso, considerables ventajas: tal vez abandonada de nuevo y de un modo perpetuo, Lavinia Torrada se decidiera a apartar definitivamente de sí a su inconstante marido y rehacer su vida sentimental. Todavía era una mujer estupenda, pero no podía seguir desperdiciando impunemente los años; y en esta tesitura, la elección de una nueva pareja bien podía recaer en alguien próximo, un hombre cabal, comprensivo, con la cabeza en su sitio; por ejemplo, el flamante maître de un reputado restaurante chino de inminente apertura. Y luego estaba Quesito. Era evidente que en su maleable capacidad afectiva la figura paterna de Rómulo el Guapo iba perdiendo presencia, eclipsada por otra más resplandeciente y de mayor firmeza. A mi edad uno no se hace muchas ilusiones, pero tampoco renuncia a las cosas buenas de la vida, especialmente si nunca las ha tenido.

Y así, sumido en esta intricada disyuntiva existencial, me quedé roque.

13. Aventura en el aire

El amanecer me alumbró en la acera, delante de mi casa. Contemplé con alivio el cielo sereno, con vientos moderados, sin obstáculos aparentes para la navegación aérea. Tras una breve espera llegó el swami en su coche. Venía del aeropuerto y justificó el pequeño retraso diciendo que había ido a llenar el depósito y, una vez en la estación de servicio, se le ocurrió meter el coche en el túnel de lavado para tenerlo reluciente, como requería la ocasión. Antes había dejado en el aeropuerto al Juli y a Quesito; a aquél, como estatua viviente, avizorando en su pedestal cuanto ocurría en la terminal, y a Quesito, estratégicamente sentada en un bar, fingiendo desayunar y hojear una revista, pero en realidad dispuesta a dar aviso de cualquier eventualidad si el Juli se lo indicaba mediante un código de señales previamente convenido.

Pasamos a recoger al Pollo Morgan, que ya estaba en el lugar de la cita vestido de paisano y cargado con un abultado fardo que metió en el maletero del Peugeot 206. Por el contrario, fue preciso llamar varias veces al interfono para que bajara Cándida, y cuando finalmente compareció, estaba muy conturbada. Para serenar los nervios se había bebido varios litros de poleo y no paraba de hacer lo que modestamente calificó de menores. Ya en el coche, sentada en el asiento trasero junto al Pollo Morgan, manifestó el temor de sentir de nuevo una necesidad perentoria en el momento más comprometido de su actuación.

—Por eso no te preocupes —dije procurando disimular la irritación que me producía su necedad congénita para no empeorar su ya alterada disposición—, piensa que vas a sustituir a una mujer muy importante, cuyas órdenes no se discuten. Estés donde estés, si te sobrevienen ganas de hacer menores, o incluso mayores, te vas a un rincón y haces lo que tengas que hacer con toda parsimonia. Luego acuérdate de lavarte las manos. La persona a la que sustituyes tiene autoridad, pero también clase.

El distingo ofendió a Cándida. En vez de contestarme se dirigió a su compañero de asiento y dijo:

—No le haga caso. Si algo me sobra, además de los años y los kilos, es precisamente clase. No fui a un colegio fino, pero haciendo la calle me he codeado con la flor y la nata. ¡Con decirle que en una ocasión tuve el honor de cascársela al arzobispo de Tudela! Él iba de paisano, como es lógico, pero al despedirnos me reveló su identidad y en vez de vil metal me pagó con un escapulario que siempre llevo prendido en el refajo. No se lo cuento para fardar, sino para que se haga una idea, señor Morgan.

—Puedes llamarme Pollo, preciosa —dijo su interlocutor, a quien ni los achaques de la edad ni los reveses de la fortuna habían hecho olvidar sus viejas mañas de estafador profesional.

Entretenidos en la conversación y como el tráfico era fluido, llegamos al aeropuerto a la hora prevista y con los ánimos más calmados.

Ante una de las grandes puertas giratorias de la terminal nos apeamos el Pollo Morgan, Cándida y yo, sacamos el fardo del portamaletas y el swami continuó en coche hacia el parking. Al entrar en el vestíbulo de la terminal los relojes señalaban las ocho y cuatro minutos. El Juli seguía en su peana y Quesito, al advertir nuestra llegada, se llevó la mano derecha a la oreja izquierda en ademán indicativo de no haber ocurrido por el momento nada inusual ni disconforme con el plan. Con paso tranquilo nos dirigimos a la sección de excusados más próxima a las puertas de salida de viajeros, eligiendo para nuestros fines el de minusválidos, mayor y menos frecuentado que los otros. Eché el cierre y el Pollo Morgan desenvolvió el fardo y desplegó sus regias prendas. Al verlas, Cándida lanzó un fuerte silbido de admiración acompañado de copiosas aspersiones salivares. Atajé las manifestaciones frívolas con una severa admonición.

—Déjate de tonterías y vístete. Los alemanes son maniáticos de la exactitud. Si la señora Merkel ha dicho que llega a las nueve, llegará a las nueve así se hunda el mundo. Para entonces hemos de estar preparados.

Directamente sobre el chándal, por temor a extraviarlo si lo confiaba a mi cuidado, se puso el suntuoso ropaje. Luego el Pollo Morgan le colocó la peluca de tirabuzones, la aparatosa bisutería y la corona de cartón.

—¿Me harán fotos? —preguntó Cándida tras contemplar reflejado en el espejo del lavabo el figurón resultante.

—¿Fotos? —dije—. ¡Cándida, vas a salir en todos los medios! A partir de hoy se te romperá la mano firmando autógrafos por la calle. Pero tú recuerda bien lo que te he dicho: discreción y compostura.

—Confía en mí: he nacido para artista. ¿Cómo dices que se llama la señora de la que voy?

—Angela Merkel.

—Vaya palo. ¿No podría ser Sissi Emperatriz? Es más conocida.

—Bueno. Tú piensa que eres Sissi, pero no se lo digas a nadie. Limítate a sonreír y a saludar con la mano, sin muecas ni posturas. Y no abras la boca. La frialdad se condice con la realeza.

—¿Y si me hacen pronunciar un discurso?

—Pues les cuentas lo del arzobispo de Tudela. Y basta de cháchara. Voy a asomarme a ver cómo está el patio.

A decir verdad, me importaba muy poco lo que Cándida dijera o dejara de decir, porque era obvio que el engaño había de durar poco. Yo sólo pretendía ganar el tiempo que pudiera transcurrir hasta que se descubriera la impostura, detuvieran a Cándida y le impusieran la pena con que la ley sanciona la suplantación de dignatarios extranjeros, para poner a salvo a Angela Merkel. Más grave era el delito que yo mismo me disponía a perpetrar, a saber, secuestrar, siquiera temporalmente y a cambio de nada, a una personalidad tan destacada; pero confiaba en obtener clemencia por consideración a la rectitud de mis intenciones y al enorme beneficio que para el mundo en general y el prestigio de nuestra ciudad en particular se derivaría de mis actos. Por el momento, lo único que me preocupaba no era tanto la dificultad de dar el cambiazo sin que los acompañantes de la ilustre dama se dieran cuenta, sino cómo convencerla a ella de las ventajas de coadyuvar al secuestro, en parte porque no contaba con argumentos de peso y en parte porque, aun cuando hubiera dispuesto de ellos, mal podía exponerlos con rapidez y claridad en un idioma por mí desconocido. Y trataba de superar esta inquietud pensando que hasta los planes mejor trazados adolecen de algún pasaje que requiere improvisar sobre la marcha.

Me asomé con prudencia a la puerta del váter de minusválidos y comprobé que, si bien en el recinto del vestíbulo de llegadas la actividad habitual parecía proseguir sin alteraciones visibles para quien no estuviera al corriente de nuestros designios, había indicios de que se aproximaba el gran momento. El Juli había ido girando imperceptiblemente en su peana hasta quedar encarado hacia una puerta lateral situada en ángulo izquierdo del vestíbulo, entre una tienda de ropa deportiva y un quiosco de revistas y periódicos, y en la cual se leía: PROHIBIDO EL PASO SALVO PERSONAL ACREDITADO. Por las inmediaciones de la portezuela, disimulando del peor modo posible, pululaban varios agentes de paisano y unos jovenzuelos que fingían no advertir las miradas reprobatorias de aquéllos. Supuse que serían periodistas que, informados por algún contacto o filtración del lugar por donde el séquito había de hacer su entrada en breve, merodeaban a la espera de obtener una entrevista en exclusiva o, en su defecto, una instantánea. Quesito había abandonado su mesa en el bar y se dirigía al lugar donde yo estaba. Al pasar por mi lado susurró sin detenerse algo relativo a un mensaje recibido en su móvil y deslizó un papel doblado en mi mano. Sin abrirlo volví a entrar en el váter de minusválidos. El Pollo Morgan y Cándida me miraron ansiosos.

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