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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (16 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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—¿Cómo dice?

—Si le apetece un poco de té.

—No, gracias. Preferiría conocer la naturaleza de su propuesta sin más dilación.

—Ah, sí. Disculpe mi humilde manera de abordar los grandes negocios. Retórica oriental, demasiado sutil, lo reconozco. A menudo no sabes de qué te están hablando y ya te la han metido, como decía Sun Tzu. Mi honorable proposición, sin embargo, no encierra misterio alguno. Se trata, en pocas palabras, de que usted nos traspase su gran local. Usted podría seguir trabajando en él, como hasta ahora, si bien el negocio debería someterse a variación: cerraríamos su gran peluquería y abriríamos un humilde restaurante. Mi honorable esposa cocinaría y usted se ocuparía de la parte noble: atender a los honorables comensales, servir las mesas, lavar los platos y otras actividades relacionadas con el honorable arte de la hostelería. Percibiría un humilde sueldo, más las grandes propinas y tendría comida y cena gratis. Riesgo, ninguno. Nosotros nos ocuparíamos de las obras, el mobiliario, la vajilla, la cubertería, la cristalería y las provisiones. Y de la nueva decoración, naturalmente. A cambio de esto, y sin gasto alguno por su parte, cancelaríamos las honorables deudas contraídas por su gran empresa y por usted mismo hasta la fecha de la firma del contrato.

Hizo una nueva pausa y ante mi silencio, que él debió de tomar como muestra de aquiescencia y no de estupor, continuó:

—Sabemos que el local y la empresa no están a su nombre, sino al de su honorable cuñado. Este aspecto legal no debe preocuparle. Hablaremos con él y llegaremos a un acuerdo satisfactorio. Ya hemos iniciado gestiones en este sentido. También nos ocuparemos del papeleo. Lamentablemente, no podremos poner la nueva empresa a su honorable nombre a causa de sus no menos honorables antecedentes penales. Pero usted seguirá siendo el alma del negocio o, según nuestra fisiognomía, los pies. Hemos estado pensando el nombre del restaurante. Mi honorable padre, en recuerdo de los orígenes del local, proponía llamarlo
El Pabellón Peludo
, pero al resto de la familia no nos acababa de sonar bien. Con sumo gusto escucharemos las sugerencias que usted nos haga. El honorable uniforme de trabajo también lo diseñaremos entre todos. ¿Qué me responde?

Algo debía decir, pero por más que me devanaba los sesos no encontraba palabras y, en consecuencia, sólo conseguía articular sonidos guturales. Abrí la boca varias veces y otras tantas la volví a cerrar, menos la última. Advirtiendo mi confusión, la señora Siau volvió a posar su mano en mi antebrazo y dijo con suavidad:

—Como es lógico, no puede responder a una proposición tan interesante sin haber meditado con calma y asimilado el gran alcance de su contenido. Nos hacemos cargo y tenemos la prudencia como la primera y más alta de las virtudes.

—Y la segunda, tenerlos bien puestos —dijo el pequeño Quim.

Recibió la correspondiente dosis de capones y yo, aprovechando este festivo interludio, murmuré una excusa y salí precipitadamente del bazar.

Tan confuso estaba por la conversación y tan absorto en mis cábalas, que en el corto trayecto del bazar a la peluquería no advertí que el cielo, desde varias semanas atrás de un azul sin mácula, se había cubierto repentinamente de nubes negras, reventonas y malcaradas, por lo que, cuando a escasos metros de la meta un goterón me dio en la frente y otro en el hombro derecho, los tomé por impactos de palomas que se divertían usándome de blanco de sus deslavazados menesteres. Pero apenas mi mente había acabado de forjar este infundio, retumbó un trueno y descargó un aguacero tan tupido y violento que antes de alcanzar cobijo en el local en dos zancadas, quedé calado de la cabeza a los pies, ropa interior incluida. De no haber sido por este fenómeno atmosférico típico de la estación, tal vez al llegar a la puerta de la peluquería habría pasado de largo y, acelerando la marcha, habría seguido caminando sin volver la vista atrás ni dirigir una mirada de soslayo al local y todo cuanto éste había significado para mí hasta unos minutos antes. Sin embargo, el instinto de conservación del cuerpo me hizo entrar precipitadamente en la peluquería y el instinto de conservación de la ropa, a quitarme la que llevaba puesta y tratar de salvarla del encogimiento. Los zapatos, en especial, presentaban mal aspecto y auguraban una buena cosecha de moho, por lo que los metí como pude en el secador del pelo y lo puse en marcha hasta que un chisporroteo y un fuerte olor a cables chamuscados me indicaron la conveniencia de suspender la operación. Mientras tanto, el local se iba anegando, en parte por la lluvia que rebasaba el nivel de la acera y entraba por la puerta con burbujeante oleaje, y en parte por el regolfo de un bajante comunal al que tiempo atrás se me ocurrió conectar el desagüe de la pila destinada a lavar el pelo de las clientas y lo hice con tan poco acierto que a partir de entonces, una veces con razón y otras sin ella, brotaba un surtidor de aguas fecales, con el consiguiente enfado de quien en aquel momento tuviera la cabeza en remojo. Sin perder un segundo, puse ropa y calzado sobre una repisa y me dispuse a achicar el agua. Como el cubo de latón presentaba varias rajas y agujeros en el fondo y los costados, hube de recurrir al lebrillo de la manicura para recoger los chorritos que iba soltando el cubo y así, haciendo malabarismos con ambos recipientes, conseguí llegar varias veces a la puerta y verter en la riera exterior lo poco que quedaba en ellos. De lo que cabe inferir que no me habría librado de la inundación si la tormenta no hubiera cesado con tanta prisa como la que se había dado en comenzar.

Todavía chispeaba en el exterior y seguía siendo el interior caudalosa cloaca cuando el abuelo Siau asomó sus apergaminadas facciones e hizo amago de entrar sin atender a mis ademanes disuasorios. En una mano llevaba un paraguas abierto y otro paraguas cerrado y una bolsa en la otra mano.

—Como el tiempo está cambiante —gritó desde el exterior—, se me ha ocurrido traerle un paraguas por si ha de salir y una muda, imprescindible, según veo, porque va como vino a mundo. Póngase esta prenda: vestido floral de concubina cien por ciento nilón, antes 29,95 euros, ahora sólo 7,95 euros.

Desvié la mirada y la atención del anciano y continué con mis actividades titánicas en todas las acepciones del término. Al cabo de un rato, como no se iba, dije:

—Si ha venido a inspeccionar el local, puede volver y contar a sus parientes lo que ve. A lo mejor cambian de idea.

Sin perder su inescrutable expresión ni enderezar el espinazo, el apacible anciano cerró su paraguas, cruzó el umbral y hundió los pies en el lodazal, no sin antes haberme mostrado, para mi tranquilidad, que llevaba puestas unas botas altas de plástico verde con incrustaciones de gatitos.

—Vengo preparado para estas contingencias —dijo refiriéndose a la inundación—, y también para su mal humor. Paraguas y vestido sólo eran pretexto para visita, pero mi humilde estratagema ha sido desbaratada por su gran inteligencia. ¿Puedo subirme a sillón? Humedad es fatal para articulaciones. Y acupuntura no sirve para nada: treinta años pinchándome nalgas y mire cómo estoy de torcido.

Ante mi frío asentimiento, se encaramó al sillón y cruzó las piernas. Yo, tras ponerme el vestido por mor de la cortesía y el recato y también porque el chaparrón, siquiera momentáneamente, había limpiado la atmósfera y hecho bajar la temperatura, seguí con lo mío, y él, después de observarme un rato en silencio, dijo:

—Como veo que esto va para largo, expondré sin rodeos mi punto de vista respecto de situación actual. No me refiero a lluvia sino a futuro de su gran peluquería y a futuro de usted. He observado su reacción cuando mi honorable hijo le hizo una también honorable proposición. Piense, ante todo, que última decisión es suya: puede decir sí, puede decir no y puede dar callada por respuesta. Entenderemos cualquier opción y ninguna disminuirá nuestro gran respeto y afecto por usted. A mi humilde entender, decisión no es difícil, pero sí dolorosa. Tiempos cambian y nosotros no. Ahí está madre de cordero.

Como al conjuro de estas serenas y profundas consideraciones, había perdido el escatológico surtidor su virulencia, refluían las aguas a la calle y, de un modo similar, se disolvían mi consternación y mi cólera, dejando en mi ánimo un legamoso sustrato de cansancio. Advirtiendo mi lasitud, prosiguió el abuelo Siau su parlamento.

—Desde primer día de nuestro mutuo conocimiento, en bazar, comprendí que usted y mi humilde persona éramos espíritus gemelos, como constelaciones Patím y Patám en nuestro firmamento. Mi honorable hijo, así como mi honorable nuera, pertenecen a otra generación. Y entre ellos y pequeño Quim, diferencia es abismal. ¿Somos distintos? No. Naturaleza humana manifiesta tendencia a engordar pero no cambia. Más hidratos de carbono, mismos genes. Misma ambición, mismos temores, mismos sueños. ¿Cuál es diferencia? Sólo educación. Cuando yo iba a escuela rural, aprendíamos de memoria lista de gloriosas dinastías. He olvidado casi todo pero aún puedo recitar lista de carrerilla. Quing, Ming, Yuan, Song, Tang, Sui, Han, Xin, Quin, Zhoy y Shang, por no entrar en variantes. ¿Qué queda de aquella enseñanza? Casi nada. ¿Y de aquellas gloriosas dinastías? Menos. Todo tiene su tiempo, todo pasa. A verano sigue invierno. En Barcelona no, pero también excepciones tienen su regla.

Suspiró, hizo una profunda pausa y siguió hablando con la mirada perdida en el vacío, como si estuviera dialogando con sus propios ancestros.

—Nos dijeron: nada más grande que Emperador, porque Emperador es hijo de cielo. A fuerza de oír cantinela, algunos pensaban: será verdad. Otros pensaban: será mentira. Por causa de estas conclusiones vino guerra. Luego Larga Marcha y Libro Rojo. Y ya ve cómo hemos acabado. Adaptándonos a tiempos modernos. Durante siglos tuvimos dominación extranjera y pasamos hambre que te cagas. Ahora hemos aprendido lección, hemos sabido aprovechar oportunidad y nos hemos hecho amos de medio mundo. Ha sido triunfo de realismo sobre fantasías, de humildad sobre arrogancia. Occidente está en crisis y causa de crisis no es otra que arrogancia. Mire Europa. Por arrogancia quiso dejar de ser conjunto de provincias en guerra y convertirse en gran imperio. Cambió moneda nacional por euro y ahí empezó decadencia y ruina. Occidentales son malos matemáticos. Buenos juristas, buenos filósofos, mentalidad lógica. Pero números no son lógicos. Lógica está supeditada a criterios morales: bueno, malo, regular. En cambio números son sólo números. Ahora europeos no saben cuánto dinero tienen en banco ni cuánto valen cosas. Gastan sin ton ni son, se hacen lío y piden crédito a Caixa. Nosotros, por nuestra parte, no somos lógicos. Nuestra filosofía y nuestras leyes no tienen pies ni cabeza. Sólo mandarines entendían leyes y ya no quedan mandarines. Sin embargo, números son nuestra especialidad, quizá porque somos muchos.

Aproveché un breve desfallecimiento respiratorio del sentencioso anciano para intercalar una pregunta pertinente.

—¿Significa todo esto que según usted debo aceptar la proposición de su hijo?

Desvió del techo sus ojos rasgados para dirigirlos hacia mí y levantó las manos sarmentosas en ademán dubitativo.

—Si tuviera respuesta no habría clavado este rollo. Usted y yo, como dije antes, somos harina de mismo costal. Somos grandes filósofos, malos comerciantes. Demasiadas preguntas. Al revés de mi honorable hijo, gran comerciante. También gran idiota. Quizá me ciega amor paterno. En su proposición todo es honorable y desde punto de vista mercantil, atinado. No obstante, problema es otro.

Era inútil seguir baldeando. Pronto el calor evaporaría la parte líquida del suelo y sería más fácil barrer la sólida. Dejé, pues, cubo y lebrillo y me dispuse a escuchar con paciencia la conversación del abuelo Siau, el cual, complacido al advertir mi buena disposición, me señaló con una uña larga y afilada y dijo:

—Respóndame con gran inteligencia de usted: ¿qué diferencia hay entre jarrón auténtico de porcelana de dinastía Ming valorado en dos millones de euros y perfecta imitación de plástico en oferta por 11,49 euros? Exactamente ninguna. Vistos de lejos son iguales y de cerca, ni uno ni otro sirven para nada. Única diferencia es ésta: que jarrón Ming de plástico sólo tiene sentido porque existe auténtico jarrón Ming de porcelana. En siglo xv de era de ustedes, jarrón de porcelana era privilegio de emperador de dinastía Ming y reflejo de su gloria, como emperador era reflejo de gloria de cielo. Pero hoy cielo sólo es materia y antimateria regidas por teoría de caos. Sin embargo, como gente nunca aprendió lista de dinastías y ni siquiera sabe que hasta hace poco existieron emperadores, cuando alguien compra jarrón de 11,49 euros cree estar comprando parte de cielo que antes nunca pudo considerar suyo. No sabe que compra imitación de imitación de cielo que no existe. O sabe que compra imitación pero le da igual y compra jarrón de todas maneras porque es barato. Me entiende, ¿verdad?

No me dio tiempo a responder a su pregunta ni yo habría sabido cómo hacerlo. Se recogió una fracción de segundo y luego añadió:

—Por razón recién expuesta, algunas personas acuden a swami en centro de yoga. Sí, no pude evitar oír conversación de usted con gachí de aúpa. Y no pude evitarlo porque estuve todo rato escondido escuchando. A viejos y tontos nos interesan vidas ajenas. Más que propia, como es natural. Conozco asunto que lleva entre manos. Antes me preguntaba si debía aceptar o no proposición de mi honorable hijo. Ahora le contesto: deje gran peluquería, olvídese de caso. Y quédese con chica. Ella tiene razón: deje en paz a humilde swami y escuche su proposición. Porque también ella tiene proposición para usted, aunque usted no se dé cuenta y ella quizá tampoco. Por eso ha venido varias veces. Usted sería feliz y con una gachí como ésa, restaurante sería exitazo y hasta podríamos pedir subvención a General Tat.

Calló finalmente y a causa del esfuerzo realizado y el peso de la edad, se quedó dormido. Transcurrido un rato prudencial le desperté. No sabía dónde estaba ni creo que recordara lo que acababa de decirme. Pasito a paso fuimos los dos hasta la puerta del bazar, donde le dejé tras agradecerle el paraguas y el vestido que todavía llevaba puesto para deleite del vecindario, y regresé a la peluquería para acabar con la limpieza del suelo, porque si venía alguna clienta, no quería que se encontrara con aquella pocilga.

No vino ninguna clienta, pero adecentar la peluquería me llevó hasta la hora del cierre, a la cual salí, aseguré como mejor pude la puerta para prevenir nuevas infiltraciones y me dirigí al restaurante
Se vende perro
. El cielo seguía cubierto y el calor había vuelto con un suplemento de humedad que hacía el aire irrespirable y la transpiración copiosa. El pavimento estaba resbaladizo y la luz de las farolas se abría paso a través de un nimbo amarillento. Por estas razones y por la trabajera de las horas previas, llegué a mi destino derrengado y con la ropa pegada al cuerpo o viceversa. En el restaurante estaban presentes todos los convocados y con un aspecto peor que el mío. La tromba de agua había calado al Pollo Morgan y al Juli y disuelto sus elaborados maquillajes, que ahora les dibujaban archipiélagos en las facciones. La Moski, más ligera de vestuario, no había tenido mejor fortuna. Al empezar el aguacero, para proteger del agua su instrumento musical, se había quitado el vestido, había envuelto el acordeón y en enaguas había buscado refugio en el zaguán de una casa de pisos, de donde el conserje la había desalojado con malos modos, amenazándola con avisar a la policía si se le ocurría abandonar allí al churumbel. Con parecido resultado había ido entrando en varias tiendas, hasta encontrar cobijo en un locutorio abarrotado de paquistaníes que retransmitían la tormenta a sus paisanos. El único que parecía incólume era un muchacho flaco, de tez oscura, con el pelo revuelto, la mirada triste y la boca siempre abierta, al que la Moski me presentó como el repartidor de pizzas subcontratado por ella. Se llamaba Mahnelik y procedía de una región de nombre impronunciable del subcontinente.

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