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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Humor, #Intriga

El enredo de la bolsa y la vida (19 page)

BOOK: El enredo de la bolsa y la vida
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Sanos y salvos, pese a todo, llegamos a la puerta de la peluquería. Con buen criterio, la Moski había propuesto inicialmente llevar al swami a mi casa, donde habrían podido serle administradas mejores atenciones, pero yo me negué a ello, en parte por no cargar de nuevo con el bulto escaleras arriba y en parte, porque si bien no me importaba que fueran conocidas la existencia y la ubicación de la peluquería, e incluso procuraba darle publicidad por todos los medios a mi alcance, en lo tocante a mi casa siempre he preferido, como los famosos, preservar la intimidad que sólo brinda el anonimato.

• • •

Todavía vagaba el karma del swami por donde suelan hacerlo semejantes partes cuando depositamos la forma corporal de aquél en el suelo mugriento de la peluquería. Me costó convencer a Quesito de la conveniencia de regresar a su casa. No quería perderse el desenlace de la aventura ni lo que podía contarnos el swami cuando volviera en sí y la idea de inquietar a su madre con una prolongada ausencia nocturna no parecía hacerle mella. Por suerte, la de no despertar sospechas acerca de sus correrías nocturnas le pareció más romántica y aceptó partir, no sin antes haber entregado las llaves del Peugeot 206 como medida precautoria. Para entonces, la lluvia había remitido y tras acompañarla a la parada del autobús y esperar la llegada de un nocturno, regresé junto al cuerpo del swami a tiempo para impedir que la Moski le rociara la cara con un aerosol altamente tóxico que se anunciaba con letras grandes como poderoso revitalizador. Friegas y aspersiones de agua del grifo surtieron el efecto deseado y el reloj de la parroquia acababa de dar las dos cuando el swami abrió los ojos, emitió unos ronquidos y preguntó dónde estaba, como suele hacerse en semejantes casos. Antes de obtener respuesta, advirtió el mobiliario y utillaje que le rodeaba y reconoció hallarse en una peluquería de señoras. Creyendo haber muerto y traspasado el umbral del más allá, esta visión del otro mundo, tras haber consagrado su vida a meditar sobre misterios esotéricos, debió de resultarle bastante decepcionante. Le aclaramos su condición física, le aseguramos que se encontraba a salvo de cualquier peligro, al menos por el momento, le explicamos dónde y cómo lo habíamos encontrado y le pedimos que nos explicara lo sucedido. Mientras yo hablaba con él, el swami nos miraba ora al uno ora a la otra, y mis palabras no disipaban su desconfianza. Finalmente, fijó la mirada en mi rostro, lo examinó con detenimiento a la luz proveniente de la calle, pues no habíamos juzgado prudente encender una lámpara que revelara la presencia del grupo en aquel local a aquella hora, y exclamó:

—¡Yo esta cara la conozco! Usted es el inspector que vino al centro hace un par de días. Y ayer mismo acompañé a Lavinia a una peluquería. Me dijo que venía a lavar y marcar. Me tuvo esperando un buen rato y salió tal y como había entrado. Hum. Me parece que voy atando cabos. Dígame la verdad, ¿estoy envuelto en una conjura? ¿Tal vez en dos? No me engañe: estoy espiritualmente preparado para asumir la verdad.

Confirmé sus conclusiones, pero le tranquilicé asegurándole que de las dos conjuras, la nuestra era la buena. Éramos amigos de Lavinia y, por ende, amigos de sus amigos, entre los cuales el swami ocupaba un lugar preeminente. Recobrada la confianza y animado por este halago, procedió entonces él a referir lo ocurrido en las horas previas, así como sus antecedentes inmediatos.

Desde hacía unos días el swami venía notando algo raro en el centro de yoga: pequeños cambios en la disposición de los objetos, la mengua o desaparición de algún artículo de poca importancia y bajo costo, en fin, detalles nimios para quien tiene puesta la mente lejos de lo que él mismo denominaba despectivamente futesas. Con todo, una parte de su espíritu se mantenía alerta a pormenores mundanos cuyo descuido podía echar a pique la empresa. Las anomalías habrían pasado inadvertidas en otra época del año, cuando mucha gente entraba y salía del centro para asistir a las clases de yoga y meditación, pero justamente el mes de agosto no había clases, las consultas particulares eran pocas y, de hecho, en las últimas semanas, salvo mi visita extemporánea, sólo habían puesto los pies en el local la secretaria y el propio swami, que aprovechaban los días de asueto para poner al día las cuentas y programar la próxima temporada de meditación y yoga. Por este motivo, dijo, las anomalías habían llamado su atención. Instado a ofrecer alguna muestra específica de lo que él consideraba anomalías, mencionó el consumo inusual de papel higiénico. Ciertamente, en verano no son raros los trastornos intestinales, reconoció, pero ni él ni su secretaria, a la que interrogó al respecto, habían padecido en los últimos tiempos este tipo de molestias. Otro caso similar lo constituía la disminución exagerada del agua embotellada de que el centro disponía para la hidratación de la clientela. El swami llevaba de estos gastos una contabilidad rigurosa y no tardó en adquirir la certeza de que alguien estaba haciendo uso de las dependencias durante la ausencia del titular y la secretaria.

—¿Podría precisar qué día empezó a notar las anomalías? —le pregunté.

—Con exactitud, no. Como le acabo de explicar, eran detalles nimios que percibí de un modo paulatino. Pero yo diría que el fenómeno, si así podemos llamarlo, se remonta a unos ocho días atrás.

—¿Hacia el 18 de agosto?

—Más o menos. Recuerdo que fue después del 15. ¿Tiene importancia?

—Sí. ¿Conoce a un hombre llamado Rómulo el Guapo?

—Por supuesto. Es el marido de Lavinia. No lo he visto en persona, porque ella prefiere mantenerlo en la ignorancia de la estrecha pero del todo irreprochable relación de amistad que nos une desde hace años. Es natural: un delincuente que ha estado recluido en un sanatorio, codeándose con la escoria de la sociedad, difícilmente podría creer que no haya habido contacto carnal entre una mujer tan agraciada y un hombre como yo que, sin ánimo de alardear, tiene un físico atractivo, un negocio floreciente y un cochazo. Pero la pregunta, ¿a qué venía?

—Hacia el 15 de agosto, Rómulo el Guapo y una acompañante misteriosa se entrevistaron en un hotel de la Costa Brava con un tal Alí Aarón Pilila. ¿Le suena el nombre?

—No.

—Pues a partir de ahora le sonará. Alí Aarón Pilila es un peligroso terrorista y por lo que usted nos cuenta y nosotros llevamos visto y oído, cabe pensar que prepara un atentado en Barcelona y, por añadidura, que utiliza el centro de yoga como refugio y la personalidad de usted como tapadera.

Al oír estas frases agoreras, el swami juntó las yemas de los dedos pulgar e índice, respiró hondo, puso los ojos en blanco y murmuró:

—¡Jolines! —Tras lo cual volvieron a su lugar las pupilas y añadió—: No se inquieten. Me estaba relajando ante la noticia recibida. Si pudiera, levitaría, en parte para evadirme de la angustia y en parte porque el asiento está mojado y noto una sensación desagradable en los calzoncillos. Pero todavía no he alcanzado el grado de pureza necesario. Claro que si lo hubiera alcanzado no necesitaría calzoncillos. ¿De qué hablábamos?

—De las pequeñas anomalías detectadas por usted en el centro de yoga. Prosiga su relato.

Alertado por las citadas anomalías y alarmado por el gasto que éstas acarreaban, el swami decidió investigar personalmente el origen y autoría de aquéllas sin poner sobre aviso de sus intenciones a la secretaria ni a ninguna otra persona. Para lo cual regresó la noche de autos al centro de yoga a eso de las diez, encontrándolo vacío y en orden. Un examen más detenido le reveló la presencia de un periódico abierto sobre la mesa de su despacho. El descubrimiento avivó sus sospechas, pues él, ajeno a lo presente, no leía ningún periódico, salvo la prensa deportiva y sólo durante la temporada de Liga. La sospecha se entreveró de inquietud al advertir que el periódico estaba abierto por una página en la que salía retratada una señora alemana llamada Angela Merkel. El texto no habría interesado al swami de no haber estado cruzado por unas letras rojas de grueso trazo que decían: MURDER. O quizá MORDEN, en alemán. Erizáronsele los pelos al asombrado swami ante la innegable implicación del grafismo. Alguien planeaba la muerte violenta de una turista, pensó, y de inmediato se dirigió con el periódico en la mano al mueblecito de la recepción desde donde se disponía a llamar a la policía y comunicarle su descubrimiento, cuando, apenas descolgado el auricular, le detuvo un ruido en la cerradura de la puerta de entrada: alguien entraba forzando la cerradura. Colgó, regresó a su despacho de puntillas, apagando a su paso las luces, y se ocultó debajo de la mesa. Temblaba pensando que le aguardaba un fin terrible e inevitable si era descubierto con el periódico que le hacía conocedor de los planes del asesino. A falta de una idea mejor, empezó a comerse
La Vanguardia
como único medio de eliminar la prueba. Al cabo de un rato se le hizo tal bola en el esófago que sintió síntomas de asfixia y se desvaneció. Lo siguiente fue despertar en una peluquería rodeado de desconocidos y cubierto de magulladuras.

Cuando hubo concluido su relato, le aclaré los puntos oscuros de éste para él, a saber: que quien un rato antes había interrumpido la llamada telefónica a la policía no había sido el asesino, sino nosotros; que nuestra intrusión, aunque pareciera lo contrario, le había salvado de caer en manos del verdadero asesino, que compareció al cabo de unos minutos de descubrir nosotros su presencia bajo la mesa, y que los moretones se debían a una conducción algo brusca.

—Al final —dije—, todo ha salido a pedir de boca. Usted está en lugar seguro y ahora sabemos cuáles son los planes de nuestro terrorista: asesinar a Angela Merkel, que no es una simple turista, sino la canciller de Alemania. Si el asesinato se cometía en Barcelona, el diabólico plan sembraría el caos en la economía europea y, de paso, echaría un baldón sobre nuestra ciudad y su Ayuntamiento.

—No daría crédito a mis oídos —dijo el swami—, si yo mismo no fuera un eslabón en la cadena causal por usted descrita. Lo que no entiendo es por qué estamos hablando tanto en vez de avisar a la policía como yo intentaba hacer cuando usted interrumpió la llamada y estuvo a un tris de interrumpir el curso de mi ilusoria existencia.

—Venga, venga, camarada swami —dijo la Moski—, si fuera tan ilusoria no te habrías zampado un periódico entero de pura jindama.

—En cuanto a la policía —añadí yo—, de nada serviría prevenirla. ¿Quién haría caso de las sospechas no sustanciadas de un swami de pacotilla, un peluquero al borde de la ruina y un puñado de artistas callejeros?

Callé la posibilidad de ponerme en contacto con la subinspectora Arrozales, a la que tal vez hubieran interesado nuestras andanzas. Pero me retenía de hacerlo, al menos por el momento, el convencimiento de que Rómulo el Guapo estaba o había estado envuelto en el proyecto de magnicidio, en cuyo caso mi deber de amigo era salvarlo al borde mismo del precipicio al que su irresponsabilidad amenazaba con precipitarlo. Eso en el supuesto de que todavía estuviera vivo.

—Es verdad —convinieron el swami, la Moski y el Juli—. Pero tampoco podemos quedarnos con los brazos cruzados.

—Y no lo haremos —dije yo—. Algo se me ocurrirá.

12. Preparativos

Habíanse abierto en varios puntos las negras nubes tormentosas, dejando vislumbrar entre sus jirones estrellas, cometas, galaxias, agujeros negros y otros interesantes fenómenos; por la calle no circulaban vehículos ni peatones; de las ventanas no salían las habituales voces penetrantes de radios, televisores y trifulcas familiares, y los establecimientos comerciales estaban cerrados y sus escaparates y reclamos apagados, salvo el neón del bazar oriental que parpadeaba y chisporroteaba en la penumbra y silencio de la apacible noche barcelonesa. Apoyé la espalda en el quicio de la peluquería y me puse a ponderar la situación, focalizar, según término al uso, los problemas y pergeñar un plan viable para solventarlos. Pero no había conseguido dar comienzo a esta tarea cuando me interrumpió la voz del swami, el cual, cubierto por una bata y con los pies envueltos en sendas toallas, llevaba allí un rato sin que yo me hubiera percatado de ello y ahora deseaba hacerme partícipe de su presencia.

—¿Le molesto? —dijo en voz muy baja, como si el volumen de ésta influyera en la dimensión de la molestia causada; y al ver que yo no respondía en sentido negativo pero tampoco hacía muecas de enfado, añadió—: ¿Usted tampoco puede dormir?

—Puedo —repliqué— pero no debo.

—Pues a mí me ocurre al revés —dijo el swami—. Y me da miedo estar solo. Por eso he salido.

Tenía razón en lo concerniente a la soledad: el Juli y la Moski se habían ido hacía una hora aproximadamente. Sin otra compañía que la mutua, el swami y yo nos habíamos tumbado en los rincones menos cenagosos de la peluquería y nos habíamos dado las buenas noches y deseado felices sueños. Yo habría conciliado el mío con gusto de no haber sido por las preocupaciones y responsabilidades ya descritas. Transcurridos unos minutos y creyendo dormido a mi huésped, me levanté y salí de puntillas al paisaje exterior. Ahora tenía compañía.

—No me crea un cobarde —prosiguió el swami—. Por regla general soy templado y animoso. Pero no estoy preparado para sustos de esta envergadura. Tengo los nervios deshechos. Para apaciguarlos he estado haciendo ejercicios de relajación corporal: por poco me cago, pero de dormir, nada. Violencia, peligro, misterio, emociones sin cuento. ¿Acaso lo busco o lo merezco? No, señor. He consagrado mi vida a llevar la tranquilidad a las atribuladas vidas ajenas. Cobrando, claro. La vida no está para filigranas. Empecé a trabajar de muy joven en una fábrica de lavadoras, hasta que cerró en la crisis de los ochenta. No sé dónde le pillaría a usted. A mí me dejó en la puta calle. Como a mi edad ya no me iban a contratar en ninguna parte, decidí establecerme por mi cuenta. Hice un curso acelerado de ayurveda, me aprendí los seis chakras o centros de energía inmensurables y con eso y un morro aún más inmensurable, abrí el centro de yoga. Un charlatán no soy: predico reglas de sentido común. Ya sabe: procura ver el lado bueno de las cosas, tómate lo inevitable con paciencia y, sobre todo, no te olvides de respirar. Son simplezas que no hacen mal a nadie. Ni bien, pero ayudan si uno las cree y las practica y eso sucede cuando las dice alguien con autoridad moral. Por eso me hice swami. Para empezar me cambié el nombre. En realidad me llamo Lilo Moña. Me puse Pashmarote Pancha porque suena mejor. Lo inventé yo mismo, sin consultar ningún libro. En la India hay tanta gente que alguien se llamará así, digo yo. Por esta razón o por otra, vaya usted a saber, el negocio me ha ido bien hasta ahora y, lo crea o no, he llevado la felicidad a bastante gente, sobre todo a bastantes mujeres. Las mujeres son más sensibles y le sacan más partido a mi metodología. Los hombres son más obtusos: el dinero y el fútbol les tienen bloqueado el hipotálamo y no les circulan los fluidos vitales. En cambio las mujeres, en cuanto desconectan el móvil, liberan los poderes de la mente y a la que te descuidas ya han alcanzado la percepción extrasensorial. De la expresión de su rostro infiero cierta actitud dubitativa por su parte. No me sorprende ni me enoja: muchas personas dudan de los beneficios de la gimnasia espiritual, pero están equivocadas. Los seres humanos están necesitados de guía y no es difícil guiarlos, porque en rigor no van a ninguna parte. La filosofía y la religión están muy bien, claro, pero son para los ricos, y si uno es rico, ¿para qué necesita la filosofía y la religión? En cambio los pobres no tienen tiempo para la metafísica y la religión hace tiempo que perdió el tren. Ahora bien, alguien ha de responder a las preguntas fundamentales de la existencia. Piense en lo que le acabo de decir y responda a mi pregunta: ¿todavía le parezco un necio?

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