El espia que surgió del frio (11 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El espia que surgió del frio
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Peters apartó las notas y comieron en silencio. Había empezado el interrogatorio.

Retiraron todo lo del almuerzo.

—Así que volvió a Cambridge Circus —dijo Peters.

—Sí. Durante algún tiempo me dieron un trabajo burocrático, tramitar informes que daban noticias sobre fuerzas militares en países tras el Telón de Acero, señalando posiciones de unidades y toda esa clase de cosas.

—¿En qué sección?

—Satélites Cuatro. Estuve allí desde febrero del cincuenta hasta mayo del cincuenta y uno.

—¿Quiénes eran sus compañeros?

—Peter Guillam, Brian de Grey y George Smiley. Smiley nos dejó a principios del cincuenta y uno y pasó a Contraespionaje. En mayo del cincuenta y uno fui enviado a Berlín como subjefe de Área. Eso quería decir todo el trabajo de operaciones.

—¿A quién tenía a sus órdenes?

Peters escribía velozmente. Leamas supuso que manejaba alguna taquigrafía casera.

—Hackett, Sarrow y De Jong. Murió en un accidente de circulación el año cincuenta y uno. Pensamos que lo habían asesinado, pero nunca pudimos demostrarlo. Todos ellos dirigían redes y yo estaba al mando. ¿Quiere detalles? —preguntó con sequedad.

—Desde luego, pero después. Siga.

—A fines del cincuenta y cuatro fue cuando pescamos nuestro primer pez gordo en Berlín: Fritz Feger, segundo de a bordo del Ministerio de Defensa de Alemania Oriental. Hasta entonces, la cosa había ido dura, pero en noviembre del cincuenta y cuatro alcanzamos a Fritz. Duró casi exactamente dos años, y luego, un día, no volvimos a oír hablar de él. Me han dicho que murió en la cárcel. Tardamos otros tres años en encontrar a alguien que se pusiera en contacto con él. Luego, en 1959, salió Karl Riemeck. Karl estaba en el Presidium del Partido Socialista Unificado de Alemania Oriental. El mejor agente que he conocido en mi vida.

—Ya está muerto —observó Peters.

Una sombra de algo parecido a la vergüenza cruzó la cara de Leamas.

—Yo estaba allí cuando le pegaron los tiros —murmuró—. Él tenía una amante, que se pasó un momento antes de que él muriera. Él se lo contó todo; ella conocía toda la maldita red. No es extraño que le hicieran volar.

—Luego volveremos a Berlín. Dígame esto: cuando murió Karl, usted volvió en avión a Londres. ¿Se quedó en Londres durante el resto del servicio?

—Mientras duró, sí.

—¿Qué trabajo tenía en Londres?

—Sección Bancaria, supervisión de los sueldos de los agentes, pagos en el extranjero para servicios clandestinos. Un niño podría haberlo llevado. Recibíamos nuestras órdenes y firmábamos los pagos. De vez en cuando había algún quebradero de cabeza por cuestiones de seguridad.

—¿Trataba directamente con agentes?

—¿Cómo íbamos a hacerlo nosotros? El delegado en un determinado país hacía una petición; la autoridad le ponía la huella de la pezuña y nos lo pasaba a nosotros para hacer el pago. En la mayor parte de los casos, transferíamos el dinero a algún Banco extranjero conveniente, de donde el propio delegado podía sacarlo y dárselo al agente.

—¿Cómo se señalaba a los agentes? ¿Con nombres falsos?

—Con cifras. Los de Cambridge Circus las llaman combinaciones. A cada red se le daba una combinación: cada agente se indicaba con un prefijo unido a la combinación. La combinación de Karl era «A guión Uno».

Leamas sudaba. Peters le observaba fríamente, admirándole como a un jugador profesional, al otro lado de la mesa. ¿Cuánto valía Leamas? ¿Qué le haría rendirse, qué le atraería o le asustaría? ¿Qué odiaba y, sobre todo, qué sabía? ¿Guardaría hasta el final su mejor carta y la vendería cara? Peters no lo creía así: Leamas ya estaba muy lanzado para andarse con tonterías. Era un hombre en conflicto consigo mismo; un hombre que no tenía más que una vida, una profesión de fe, y las había traicionado. Peters lo había visto otras veces. Lo había visto, incluso en hombres que habían sufrido un cambio ideológico completo, y que en las horas más secretas de la noche encontraron un nuevo credo, y ellos solos, impulsados por la fuerza interna de sus convicciones, habían traicionado a su vocación, a sus familias, a sus países: incluso ellos, llenos como estaban de nuevo celo y nueva esperanza, tuvieron que luchar contra el estigma de la traición: ellos incluso luchaban contra la angustia casi física de decir aquello con lo que se les había educado para no confesar nunca jamás. Como apóstatas que temieran quemar la Cruz, vacilaban entre lo instintivo y lo material, y Peters, atrapado en la misma polaridad, tenía que proporcionarles consuelo y destruir su orgullo. Era una situación de la que se daban cuenta ambos: así, Leamas rechazó forzosamente un trato más humano con Peters, pues su orgullo lo excluía. Peters no ignoraba que, por esas razones, Leamas mentiría; quizá mentiría sólo por omisión, pero mentiría de todas maneras, por orgullo, por desafío o por la pura perversidad de su profesión; y él, Peters, se vería forzado a descubrir las mentiras. Sabía también que el hecho mismo de que Leamas fuera un profesional acaso redundara contra sus intereses, pues Leamas elegiría cuando Peters no querría que se eligiera; Leamas sabría por adelantado el tipo de información que necesitaba Peters, y al hacerlo así, podría dejar a un lado algún jirón casual que podría ser de interés vital para los valorizadores. A todo eso, Peters sumaba la caprichosa vanidad de un náufrago alcoholizado.

—Creo —dijo— que ahora vamos a anotar con algún detalle su servicio en Berlín. Esto sería desde mayo de 1951 hasta marzo de 1961. Tómese otro whisky.

Leamas observó cómo sacaba un cigarrillo del paquete que había en la mesa y lo encendía. Advirtió dos cosas: que Peters era zurdo, y que, por segunda vez, se había puesto el cigarrillo en la boca con la marca hacia fuera, para que se quemara antes. Fue un gesto que le gustó a Leamas: indicaba que Peters, como también él, había estado perseguido.

Peters tenía una cara extraña, gris y sin expresión. El color debió haberla abandonado mucho tiempo atrás —quizá en alguna prisión, en los primeros días de la Revolución— y ahora sus rasgos estaban ya bien formados y Peters tendría esa cara hasta que se muriera. Solamente el hirsuto pelo gris podría volverse blanco, pero su rostro no cambiaría. Leamas se preguntó vagamente cuál era el verdadero nombre de Peters, y si estaba casado. Había en él algo muy ortodoxo que a Leamas le gustaba; era la ortodoxia de la fuerza, de la confianza. Si Peters mentía, debía tener una razón. Su mentira sería una mentira calculada, necesaria, muy lejana de la tornadiza falta de honradez de Ashe.

Ashe, Kiever, Peters; había un avance en la calidad, en la autoridad, que para Leamas señalaba la jerarquía en una red de espionaje. También era, según sospechaba, un avance en la ideología. Ashe, el mercenario; Kiever, el compañero de viaje, y ahora Peters, para quien el fin y los medios eran idénticos.

Leamas empezó a hablar de Berlín. Peters rara vez interrumpía, rara vez hacía una pregunta o un comentario, pero cuando los hacía, manifestaba una curiosidad técnica y una altura de experto que iban enteramente de acuerdo con el propio temperamento de Leamas. Leamas incluso parecía responder al desapasionado profesionalismo de su interrogador: era algo que los dos tenían en común.

Había llevado largo tiempo organizar desde Berlín una red decente en la Zona Oriental, explicó Leamas. Al principio, por toda la ciudad pululaban los agentes de segundo orden; el espionaje estaba desacreditado y formaba una parte tan importante de la vida diaria de Berlín que se podía reclutar un hombre en un cóctel, instruirle durante la cena y a la hora del desayuno ya había saltado por los aires. Para un profesional, era una pesadilla: docenas de agencias, la mitad de ellas infiltradas por el otro bando, miles de cabos sueltos: demasiadas pistas, demasiadas fuentes, demasiado poco espacio para actuar. Bien es verdad que en 1954 pudieron abrirse paso con Feger. Pero para el año 56, cuando todos los departamentos del
Service
pedían a gritos informadores de alta calidad, ellos se habían calmado. Feger les había malacostumbrado dándoles material de segunda que iba sólo un poco por delante de las noticias. Necesitaban meterse de veras hasta el fondo, y tuvieron que esperar otros tres años antes de lograrlo.

Entonces, un día, De Jong fue a hacer una merienda en los bosques, al borde del Berlín oriental. Llevaba matrícula militar británica en su coche, que aparcó, cerrado, en una carretera a medio construir junto al canal.

Después de la merienda, sus niños corrieron por delante, llevando el cesto. Cuando llegaron al coche, se detuvieron, vacilaron, dejaron caer el cesto y volvieron corriendo. Alguien había forzado la puerta del coche: la manilla estaba rota y la puerta ligeramente abierta. De Jong lanzó un juramento, recordando que había dejado la cámara fotográfica en el compartimiento de los guantes. Se acercó a examinar el coche. La manilla había sido forzada: De Jong calculó que lo habían hecho con un pedazo de tubo de acero, ese tipo de cosa que se puede llevar en la manga. Pero la cámara seguía allí, y lo mismo el abrigo, y unos paquetes de su mujer. En el asiento del conductor había una cajetilla de tabaco, y en su interior un pequeño cartucho de níquel. De Jong sabía exactamente lo que contenía: era el cartucho de la película de una cámara de miniatura, probablemente una «Minox».

De Jong se puso en marcha camino hacia su casa y reveló la película. Contenía las actas de la última reunión del Presidium del Partido Socialista Unificado de la Alemania Oriental. Por alguna extraña coincidencia, había una información paralela por otra fuente; las fotografías eran auténticas.

Leamas se ocupó entonces del asunto. Necesitaba desesperadamente el éxito. No había presentado prácticamente nada desde que llegó a Berlín, y estaba pasando el acostumbrado limite de edad para el pleno trabajo activo. Una semana después, exactamente, llevó el coche de De Jong al mismo lugar y se fue a pasear.

Era un lugar desolado el que De Jong había elegido para su merienda: un trecho de canal, con un par de casamatas destrozadas por la artillería, unos campos resecos y arenosos, y al lado del Este, un pinar ralo, que se extendía a unos doscientos pasos desde la carretera con grava que bordeaba el canal. Pero tenía la virtud de la soledad, algo difícil de encontrar en Berlín, y era imposible ser vigilado. Leamas se fue a pasear por el bosque. Ni siquiera intentó vigilar el coche porque no sabía en qué dirección podía venir el acercamiento. Si le veían vigilando el coche desde el bosque, se echaban a perder las probabilidades de conservar la confianza de su informador. No tenía por qué preocuparse.

Cuando volvió, no había nada en el coche, de modo que volvió a Berlín Oeste, dándose golpes a sí mismo por ser un maldito imbécil: el Presidium no iba a reunirse hasta dentro de una quincena. Tres semanas más tarde, pidió prestado el coche a De Jong, y metió mil dólares, en billetes de veinte, en una cesta de merienda. Dejó el coche sin cerrar durante dos horas y cuando volvió había una cajetilla de tabaco en el compartimiento de los guantes. La cesta para la merienda había desaparecido.

Las películas estaban llenas de material documental de primer orden. En las seis semanas siguientes lo hizo dos veces más, y ocurrió lo mismo.

Leamas comprendió que había dado con una mina de oro. Dando a la fuente el nombre convencional de «Mayfair», envió una carta pesimista a Londres. Leamas sabía que si destapaba a medias las cosas a Londres, ellos se ocuparían directamente del caso, lo que estaba deseoso de evitar a toda costa. Ésa era sin duda la única clase de operación que podía salvarle de ser retirado del servicio, y era precisamente una de esas cosas lo bastante importantes como para que los de Londres quisieran ocuparse de ella por sí mismos. Aunque guardara las distancias, seguía existiendo el peligro de que Cambridge Circus tuviera teorías, hiciera sugerencias, encargara precaución, pidiera acción. Querrían que diera sólo billetes nuevos de un dólar, con la esperanza de seguirles la pista; querrían que los cartuchos de película fuesen enviados a Londres para ser examinados, planearían torpes operaciones de rastreo y se lo contarían a los Departamentos. Sobre todo, querrían contárselo a los Departamentos y eso, decía Leamas, hincharía la cosa hasta el cielo. Trabajó como un loco durante tres semanas. Repasó las fichas personales de todos los miembros del Presidium. Estableció una lista de todo el personal de oficina que podía haber tenido acceso a las actas. Por la lista de distribución en la última página de los facsímiles, extendió el total de posibles informadores hasta treinta y uno, incluyendo personal de oficinas y secretarias.

Al enfrentarse con la tarea casi imposible de identificar a un informador partiendo de informes incompletos de treinta y un candidatos, Leamas volvió al material original, lo que, como se dijo, era algo que hubiera debido hacer antes. Le desconcertó que en ninguna de las copias fotográficas de las actas que había recibido hasta entonces estuvieran numeradas las páginas, que ninguna estuviera sellada con una referencia de seguridad, y que en la segunda y la cuarta copias hubiera palabras tachadas con lápiz o pluma. Llegó por fin a una importante conclusión: que las copias fotográficas no eran de los documentos mismos, sino de los borradores de los documentos. Esto situaba la fuente en el Secretariado, y el Secretariado era muy reducido. Los borradores de las actas estaban bien fotografiados y con cuidado: eso hacía pensar que el fotógrafo había tenido tiempo y un cuarto para él solo.

Leamas volvió al índice de datos personales. Había en el Secretariado un hombre llamado Karl Riemeck, antiguo cabo del cuerpo médico, que había estado tres años como prisionero de guerra en Inglaterra. Su hermana había vivido en Pomerania cuando los rusos la invadieron, y él no había vuelto a saber nada de ella. Estaba casado y tenía una hija llamada Carla.

Leamas decidió afrontar un riesgo. Averiguó por Londres el número de prisionero de guerra de Riemeck, que era 29012, y su fecha de liberación, que era el 10 de noviembre de 1945. Compró un libro infantil de ficción científica de Alemania Oriental y escribió en las guardas, en alemán, con letra adolescente: «Este libro es de Carla Riemeck, nacida el 10 de noviembre de 1945, en Bideford, North Devon. Firmado. Astronauta Lunar 29012», y debajo añadió: «Los candidatos a vuelos espaciales han de presentarse en persona a C. Riemeck para recibir instrucción. Se incluye un impreso de solicitud. ¡Viva la República Popular del Espacio Democrático!»

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