El espia que surgió del frio (14 page)

Read El espia que surgió del frio Online

Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: El espia que surgió del frio
13.51Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por supuesto que no. Aquí no se encuentran. Hemos recibido un telegrama de Londres.

—Eso es mentira. Usted sabe perfectamente que a su tinglado sólo se le permite comunicar con el Centro.

—En este caso, se ha permitido una conexión directa entre dos puntos periféricos —replicó colérico Peters.

—Bueno, bueno —dijo Leamas, con una sonrisa torcida—, debe ser usted realmente un pez gordo. O —pareció ocurrírsele una idea—, ¿no andará metido en esto el Centro?

Peters hizo caso omiso de la pregunta.

—Ya sabe la alternativa. O nos deja que cuidemos de usted, prometiéndonos prepararle un paso seguro, o se abre camino por sí mismo, con la seguridad de ser capturado al final. No tiene documentos falsos, ni dinero, ni nada. Su pasaporte británico habrá caducado dentro de diez días.

—Hay una tercera posibilidad. Deme un pasaporte suizo y algo de dinero, y déjeme correr. Yo puedo cuidar de mí mismo.

—Me temo que eso no sería deseable.

—Quiere decir que no ha terminado el interrogatorio. ¿Y hasta que termine no se me puede dejar en circulación?

—Más o menos, ése es el caso.

—Cuando haya acabado el interrogatorio, ¿qué harán conmigo?

Peters se encogió de hombros.

—¿Qué insinúa usted?

—Una nueva identidad. Pasaporte escandinavo, tal vez. Dinero.

—Es muy académico —contestó Peters—, pero se lo sugeriré a mis superiores. ¿Viene usted conmigo?

Leamas vaciló, luego sonrió con un poco de incertidumbre, y preguntó:

—Si no voy, ¿qué hará usted? Después de todo, tengo una historia que contar, ¿no?

—Las historias de este tipo son difíciles de poner en claro. Yo me voy esta noche. Ashe y Kiever… —se encogió de hombros—, ¿qué suman en total?

Leamas se acercó a la ventana. Una tormenta se estaba formando sobre el grisáceo mar del Norte. Miró las gaviotas dando vueltas ante las oscuras nubes. La muchacha se había ido.

—Muy bien —dijo por fin—. Arréglelo.

—No hay avión al Este hasta mañana. Hay un vuelo para Berlín dentro de una hora. Tomaremos ése. Tenemos el tiempo muy justo.

El papel pasivo de Leamas durante aquella tarde le permitió, una vez más, admirar la eficacia sin adornos de los preparativos de Peters. El pasaporte debía de estar confeccionado hacía tiempo: el Centro debía de haberse ocupado de ello. Estaba extendido a nombre de Alexander Thwaite, agente de viajes, y lleno de visados y sellos de control de aduana; el viejo y manoseado pasaporte del viajero profesional. En el aeropuerto, el guardia fronterizo holandés no hizo más que asentir con la cabeza y sellarlo por pura rutina. Peters estaba tres o cuatro puestos más atrás que él en la cola y no se interesó por los trámites.

Al entrar en el recinto «Sólo pasajeros», Leamas vio un quiosco de libros. Se exhibía una selección internacional de periódicos:
Le Figaro, Le Monde, Neue Zürcher Zeitung, Die Welt
, y media docena de diarios y semanarios ingleses. Mientras él miraba, la muchacha se acercó a la parte delantera del quiosco y metió en la alambrera un
Evening Standard
. Leamas cruzó apresuradamente hacia el puesto y sacó el periódico de la alambrera.

—¿Cuánto? —preguntó.

Al meter la mano en el bolsillo, se dio cuenta de repente de que no llevaba moneda holandesa.

—Treinta centavos —contestó la muchacha. Era bastante bonita, morena y graciosa.

—Sólo tengo dos chelines ingleses, hacen un «guilder». ¿Los acepta?

—Sí, cómo no —contestó ella, y Leamas le dio el florín.

Volvió la mirada; Peters seguía en la oficina de pasaportes, de espaldas a Leamas. Sin vacilación, se fue derecho al retrete. Allí miró rápidamente, pero con atención todas las páginas, luego tiró el periódico al cesto de desperdicios y volvió a salir. Era verdad; allí estaba su fotografía con la ambigua frasecita debajo. Se preguntó si lo habría visto Liz. Salió pensativo a la sala de espera. Diez minutos después subieron al avión para Hamburgo y Berlín. Por primera vez desde que todo había empezado, Leamas estaba asustado.

XI. Amigos de Alec

Los hombres fueron a ver a Liz aquella misma tarde.

El cuarto de Liz Gold estaba en el extremo norte de Bayswater. Tenía dos camas individuales, y una estufa de gas, bastante bonita, de color gris carbón, que lanzaba un moderno silbido en vez del burbujeo pasado de moda. A veces, ella la miraba cuando Leamas estaba allí, mientras la estufa de gas daba la única luz al cuarto. Él se tendía en la cama, en la de ella; la más alejada de la puerta, y Liz se sentaba a su lado y le besaba, o miraba la estufa de gas, apretando la cara contra la de Leamas. Ahora le daba miedo pensar demasiado en él, porque entonces se olvidaba de cómo era, de modo que sólo permitía a su mente pensar en él durante breves momentos, como recorriendo con los ojos un vago horizonte, y luego se acordaba de alguna cosa sin importancia que él había dicho o hecho, del modo como la había mirado, o, más a menudo, cómo no le había hecho caso. Eso era lo terrible, cuando su imaginación se detenía en ello: no tenía nada con qué recordarle, ni una fotografía, ni un objeto, nada. Ni siquiera una amistad en común; sólo la señorita Crail en la Biblioteca, cuyo odio contra él había quedado satisfecho con su partida espectacular.

Liz había ido una vez por casa de Leamas a ver al dueño. No sabía en absoluto por qué lo hacía, pero reunió todo su valor y fue. El dueño estuvo muy amable hablando de Alec; el señor Leamas había pagado puntualmente su alquiler como un caballero; luego había quedado pendiente una semana, o dos, pero se había presentado un amigo del señor Leamas que pagó todo decentemente, sin reclamaciones ni nada. Siempre lo había dicho del señor Leamas, y siempre lo diría, que era un verdadero caballero. En fin, no había ido a una
public-school
, no sería nada empingorotado, pero sí un caballero de veras. De vez en cuando le gustaba enfurruñarse un poco, y, desde luego, bebía un poco más de lo que le convenía, aunque nunca se portaba como un borracho cuando llegaba a casa. Pero aquel imbécil que se presentó, un tipejo muy gracioso y tímido, con gafas, dijo que el señor Leamas había encargado muy especialmente, muy especialmente, que se arreglara el alquiler que se le debía. Y si eso no era de caballeros, y el dueño sabría qué cosa lo era, que el diablo se lo llevara. Dios sabe de dónde sacaba el dinero, pero ese señor Leamas era un tipo muy serio, segurísimo. A Ford el tendero le hizo solamente lo que muchos tenían ganas de hacerle desde la guerra. ¿El cuarto? Sí, el cuarto lo había tomado un caballero llegado de Corea, dos días después que se llevaron al señor Leamas.

Probablemente por eso Liz siguió trabajando en la Biblioteca; porque allí, por lo menos, él seguía existiendo; las escalerillas, los estantes, los libros, el fichero, eran cosas que él había conocido y tocado, y algún día podría volver a ellas. Había dicho que jamás volvería, pero ella no lo creía. Era como decir que uno jamás iba a estar mejor, creer una cosa como ésa. La señorita Crail pensaba que volvería: descubrió que le debía algún dinero —salarios pagados de menos— y le enfurecía que su monstruo hubiera sido tan poco monstruoso como para no cobrarlo.

Desde que se marchó Leamas, Liz nunca dejó de hacerse la misma pregunta: ¿por qué había pegado al señor Ford? Sabía que su carácter era terrible, pero aquello fue diferente. Había pensado hacerlo desde el comienzo, tan pronto como se libró de su fiebre. ¿Por qué, si no, se despidió de ella la noche anterior? Él sabía que al día siguiente pegaría al señor Ford. Liz rehusaba aceptar la única otra alternativa posible; que, cansado de ella, se había despedido, y al día siguiente, todavía bajo la tensión emotiva de su separación, perdió el dominio con el señor Ford y le había pegado. Ella sabía, lo supo siempre, que allí había algo que Alec tenía que hacer. Incluso se lo hubiera dicho él mismo. Qué era ello, Liz no podía más que suponerlo.

Al principio, pensó que había tenido una riña con el señor Ford, por algún odio contraído desde hacía años. Algo en relación con una chica, o quizá con la familia de Alec. Pero no había más que mirar al señor Ford, y eso parecía ridículo. Era el arquetipo del pequeño burgués, cauto, complaciente, vil. Y de todos modos, aunque Alec tuviera una venganza pendiente contra el señor Ford, ¿por qué había ido a la tienda, un sábado, en medio de la aglomeración de las compras para el fin de semana, cuando todos podían verle?

Hablaron de ello en la reunión de su sección del Partido. George Hanby, el tesorero de la sección, pasaba efectivamente ante la tienda de Ford cuando ocurrió; no había visto mucho por la gente, pero habló con un imbécil que lo había visto todo. Hanby quedó tan impresionado que telefoneó al
Daily Worker
, y habían enviado un periodista al juicio: por eso el
Worker
le dedicó un reportaje en la página central como algo natural. Era un mero caso de protesta, de repentina conciencia social y de odio contra la clase de los jefes, como decía el
Worker
. Aquel idiota con el que habló Hanby (no era más que un tipejo corriente, con gafas, tipo empleado) dijo que había sido muy repentino —espontáneo, quería decir—, y para Hanby eso demostraba una vez más qué inflamable era el tejido del sistema capitalista. Liz se había quedado muy callada mientras hablaba con Hanby: ninguno de ellos, desde luego, sabía nada acerca de lo de ella y Leamas. En aquel momento se dio cuenta de que odiaba a George Hanby: era un hombrecillo pomposo, de ánimo desagradable, que siempre le estaba haciendo muecas y tratando de tocarla.

Entonces llegaron de visita los hombres.

Ella pensó que eran un poco demasiado elegantes para ser policías; venían en un pequeño coche negro con antena. Uno era bajo y más bien regordete. Llevaba gafas y vestía de modo extraño y caro; era un hombrecito bondadoso y preocupado, y Liz se fió de él sin saber por qué. El otro era más suave, pero sin ser untuoso: con cierto aire de muchacho, aunque ella supuso que no tendría menos de cuarenta años. Dijeron que venían de la Sección Especial, y mostraron sus carnets protegidos con fundas de celofán. El gordo era quien hablaba casi siempre.

—Creo que usted tenía amistad con Alec Leamas —empezó.

Ella se disponía a enfurecerse, pero el hombre gordo lo tomaba tan en serio que le pareció que iba a cometer una estupidez.

—Sí —dijo Liz—. ¿Cómo lo sabían ustedes?

—Lo averiguamos por casualidad el otro día. Cuando uno va… a la cárcel, tiene que decir quién es su pariente más cercano. Leamas dijo que no tenía a nadie. En realidad, eso era mentira. Le preguntaron a quién tenían que informar si le ocurría algo en la cárcel. Dijo que a usted.

—Ya entiendo.

—¿Tenía amistad con él alguien más que usted conozca?

—No.

—¿Fue usted al juicio?

—No.

—¿No la han visitado periodistas, acreedores, nadie en absoluto?

—No, ya se lo he dicho. Nadie más lo sabía. Ni mis padres siquiera, nadie. Trabajábamos juntos en la Biblioteca, desde luego, la Biblioteca de Investigaciones Psicológicas, pero sólo lo podría saber la señorita Crail, la bibliotecaria. No creo que se le ocurriera que hubiese nada entre nosotros. Es muy extraña —añadió Liz con sencillez.

El hombrecito la escudriñó muy atentamente durante un momento, y luego preguntó:

—¿Le sorprendió que Leamas pegara al señor Ford?

—Sí, claro.

—¿Por qué pensó usted que lo hizo?

—No sé. Porque Ford no le quería fiar, supongo. Pero creo que siempre había pensado hacerlo.

Se preguntó si estaría diciendo demasiado, pero tenía ganas de hablar con alguien de ello, estaba muy sola y no parecía haber nada malo en eso.

—Pero esa noche, la noche antes de que ocurriera, hablamos juntos. Habíamos cenado, una cena especial; Alec dijo que debíamos hacerlo y yo sabía que era nuestra última noche. Había traído de no sé dónde una botella de vino tinto; a mí no me gustaba mucho, y Alec se bebió la mayor parte. Y luego le pregunté: «¿Es la despedida?», si todo se había acabado…

—¿Él qué dijo?

—Dijo que tenía que hacer un trabajo. Yo no lo entendí bien todo, de veras.

Se produjo un largo silencio y el hombrecillo parecía más preocupado que nunca. Por fin le preguntó:

—¿Lo cree usted?

—No sé.

De repente sintió terror por Alec, sin saber por qué. El hombre preguntó:

—Leamas tiene dos hijos de su matrimonio: ¿se lo había dicho? —Liz no dijo nada—. A pesar de eso, dio su nombre como parienta más cercana. ¿Por qué cree que lo hizo?

El hombrecillo parecía cohibido por su propia pregunta. Se miraba las manos gordinflonas, apretadas en el regazo. Liz enrojeció.

—Yo estaba enamorada de él —contestó.

—¿Estaba él enamorado de usted?

—Quizá. No lo sé.

—¿Sigue usted enamorada de él?

—Sí.

—¿Dijo alguna vez que volvería? —preguntó el más joven.

—No.

—Pero ¿se despidió de usted? —preguntó el otro rápidamente.

—¿Se despidió de usted? —el hombrecillo repitió la pregunta despacio, bondadosamente—. Le prometo que ya no le puede ocurrir nada más a él. Pero queremos ayudarle, y si usted tiene alguna idea de por qué pegó a Ford, si tiene la más leve idea de algo que hubiera dicho, aunque fuera casualmente, o algo que hiciera, entonces díganoslo, por el bien de Alec.

Liz movió la cabeza.

—Por favor, váyanse —dijo—; por favor, no hagan más preguntas. Por favor, váyanse ya.

Al llegar a la puerta, el de más edad vaciló, luego sacó una tarjeta de la cartera y la dejó en la mesa, con viveza, como si fuera a hacer ruido. Liz pensó que era un hombrecito muy tímido.

—Si alguna vez necesita ayuda…, si ocurre alguna vez algo a propósito de Leamas, o…, llámeme por teléfono —dijo—. ¿Entiende?

—¿Quién es usted?

—Soy un amigo de Alec Leamas —vaciló—. Otra cosa —añadió—, una última pregunta. ¿Sabía Alec que usted era…, sabía Alec lo del Partido?

—Sí —contestó ella, desesperadamente—. Se lo dije yo.

—¿Y el Partido sabe lo de usted y Alec?

—Ya les dije: nadie lo sabía. —Luego, con la cara pálida, gritó de repente—: ¿Dónde está…? Díganme dónde está. ¿Por qué no me quieren decir dónde está? Yo le puedo ayudar, ¿no ven? Yo le cuidaré…, aunque se haya vuelto loco, no me importa, les juro que no… Le escribí cuando estaba en la cárcel: no debía haberlo hecho, ya lo sé. No le decía otra cosa sino que podía volver en cualquier momento. Que siempre le esperaría…

Other books

This Magnificent Desolation by Thomas O'Malley, Cara Shores
The Safest Lies by Megan Miranda
Harlot's Moon by Edward Gorman
Tamed V by Anna
The Missing Year by Belinda Frisch
The Curse of Betrayal by Taylor Lavati
Doctor Zhivago by Boris Leonidovich Pasternak
The Hormone Factory by Saskia Goldschmidt