Estaban muy cerca del final de la carretera de adoquines.
—No es posible volver atrás —continuó el hombre—. ¿No se lo dijo él? No hay segunda oportunidad.
—Lo sé —contestó Leamas.
—Si algo va mal, si se caen o se hacen daño, no vuelvan atrás. Les dispararán a vista en el terreno del muro. «Tienen» que pasar.
—Lo sabemos —repitió Leamas—; él me lo dijo.
—Desde el momento en que salgan del coche están en el terreno del muro.
—Ya lo sabemos. Ahora cállese —replicó Leamas. Y luego añadió—: ¿Se vuelve atrás con el coche?
—En cuanto bajen del coche, me lo llevaré. Es peligroso para mí también —contestó el hombre.
—Lástima —dijo secamente Leamas.
Hubo otro silencio; luego, Leamas preguntó:
—¿Tiene pistola?
—Sí —dijo el hombre—, pero no se la puedo dar: él dijo que no debería dársela…, que era seguro que usted la pediría.
Leamas se rio sin hacer ruido.
—Sí que lo habrá dicho —dijo.
Leamas se puso en camino: el coche avanzó lentamente con un ruido que parecía llenar la calle.
Habían avanzado unos trescientos metros, cuando el hombre susurró excitado:
—Tuerza a la derecha, y luego a la izquierda.
Se metieron en una estrecha bocacalle. Había puestos vacíos de mercado a un lado y a otro, de manera que el coche pasaba justamente entre ellos.
—¡A la izquierda aquí, ahora!
Torcieron otra vez, de prisa, esta vez entre dos altos edificios, por lo que parecía un callejón sin salida. Había ropa tendida a través de la calle, y Liz se preguntó si pasarían por debajo. Al acercarse a lo que parecía el final sin salida, el hombre dijo:
—Otra vez a la izquierda: siga el camino.
Leamas se metió por la acera, cruzó el pavimento y siguieron un sendero ancho, bordeado por una tapia derrumbada a la izquierda, y un edificio alto y sin ventanas a la derecha. Oyeron un grito desde no se sabía dónde, por encima de ellos, una voz de mujer, y Leamas masculló:
—Ah, cierra el pico —mientras torcía torpemente en ángulo recto por un recodo del sendero, entrando inmediatamente en una calle importante—. ¿Por dónde? —preguntó.
—Cruce derecho: más allá de la farmacia, entre la farmacia y la oficina de correos… ¡ahí!
El hombre se inclinaba tanto hacia delante que tenía la cara casi a la altura de la de ellos. Señaló ahora, por delante de Leamas, con la punta del dedo apretada contra el parabrisas.
—Échese atrás —siseó Leamas—. Quite la mano. ¿Cómo diablos voy a ver, si agita la mano por ahí de ese modo?
Cambiando ruidosamente de velocidad, avanzó cruzando de prisa la ancha carretera. Echando una mirada a la izquierda, le asombró distinguir la maciza silueta de la puerta de Brandenburgo, a unos trescientos metros, con el siniestro grupo de vehículos militares.
—¿Adónde vamos? —preguntó Leamas de repente.
—Casi hemos llegado. Vaya despacio ahora… ¡A la izquierda, a la izquierda! —gritó, y Leamas dio una sacudida al volante en el último momento; por una estrecha entrada, penetraron en un patio. La mitad de las ventanas faltaban o estaban clausuradas con tablas: las puertas vacías les miraban como ciegas, con la boca abierta. En el otro extremo del patio había una salida abierta.
—Por allí —llegó la orden susurrada, apremiante en la oscuridad—; luego todo derecho. Ver a la derecha un farol, quite el contacto al motor y siga hasta que vea una bomba de agua. Ése es el sitio.
—¿Por qué demonios no ha llevado el coche usted mismo?
—Él ha dicho que lo llevara usted: dijo que era más seguro.
Pasaron por la salida y volvieron bruscamente a la derecha. Estaban en una calle estrecha, en una oscuridad absoluta.
—¡Apague las luces!
Leamas apagó, y avanzó lentamente hacia el primer farol. Delante, veían apenas el segundo farol. Quitando el contacto, siguieron impulsados lentamente hacia delante, hasta que, a unos veinte metros de él, distinguieron la confusa silueta de una boca de incendios. Leamas frenó y el coche acabó quedándose quieto.
—¿Dónde estamos…? —susurró Leamas—. Hemos cruzado la Leninallee, ¿no?
—En Greifswalderstrasse. Luego hemos doblado al norte. Estamos al norte de Bernauerstrasse.
—¿En Pankow?
—Por ahí. Mire.
El hombre señaló una bocacalle a la izquierda. En el extremo vieron un breve trecho de muro, pardo gris en la fatigada luz de los focos. Por encima corría una triple barrera de alambre de espino.
—¿Cómo va a pasar la chica por encima del alambre?
—Ya ha sido cortado por donde van a trepar. Hay una pequeña abertura. Tienen un minuto para alcanzar el muro. Adiós.
Salieron del coche, los tres. Leamas cogió del brazo a Liz, y ella se sobresaltó como si le hubiera hecho daño.
—Adiós —dijo el alemán.
Leamas susurró solamente.
—No ponga en marcha ese coche hasta que hayamos pasado.
Liz miró un momento al alemán en la pálida luz. Tuvo la breve impresión de una cara joven, preocupada: la cara de un muchacho que trata de ser valiente.
—Adiós —dijo Liz.
Se desprendió del brazo y siguió a Leamas a través de la calle y por el estrecho callejón que llevaba al muro.
Al entrar en el callejón oyeron que el coche se ponía en marcha detrás de ellos, daba la vuelta y se marchaba rápidamente en la dirección por donde habían venido.
—Nos dejas en la estacada, hijo de perra —murmuró Leamas, volviendo los ojos hacia el coche que se retiraba.
Liz apenas le oyó.
Caminaban de prisa: Leamas lanzaba ojeadas de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que ella le seguía. Al llegar al final del callejón, se detuvo, se metió en el hueco de una puerta y miró el reloj.
—Dos minutos —susurró.
Ella no dijo nada. Miraba fijamente adelante, hacia el muro y las negras ruinas que se elevaban detrás.
—Dos minutos —repitió Leamas.
Ante ellos quedaba una franja de unos treinta metros, que bordeaba el muro en ambos sentidos. A unos setenta metros quizá, a la derecha, había una torre de vigilancia: el haz del reflector se movía por esa franja. La lluvia fina parecía suspensa en el aire, de modo que la luz de los reflectores era lívida y como de yeso, haciendo de pantalla ante el mundo de más allá. No se veía a nadie; no se oía un ruido. Un escenario vacío.
El reflector de la torre de vigilancia empezó a moverse como a tientas por el muro, hacia ellos, vacilante: cada vez que se detenía, veían los ladrillos separados y las descuidadas líneas de mortero puesto a toda prisa. Mientras ellos observaban, el haz del reflector se detuvo delante mismo de ellos. Leamas miró el reloj.
—¿Preparada?
Ella asintió.
Cogiéndola del brazo, él empezó a andar cuidadosamente a través de la franja. Liz quería correr, pero él la sujetaba tan fuertemente, que no pudo hacerlo. Ya estaban a medio camino del muro, y el brillante semicírculo de luz les atraía hacia delante, con el haz por encima mismo de ellos. Leamas estaba decidido a conservar a Liz muy cerca de él, como si tuviera miedo de que Mundt no cumpliera su palabra, y de algún modo se la arrebatara en el último momento.
Casi estaban junto al muro cuando el foco se disparó hacia el norte, dejándoles momentáneamente en la oscuridad total. Sin soltar el brazo de Liz, Leamas la guió hacia adelante a ciegas, con la mano izquierda avanzada hasta que de repente notó el contacto áspero y fuerte del ladrillo ceniciento. Ahora podía distinguir el muro, y, mirando hacia arriba, el triple tendido de alambre y los crueles ganchos que lo sostenían. En el ladrillo había curvas de metal clavadas como clavos de alpinista. Agarrándose al más alto, Leamas se encaramó rápidamente hasta lo alto del muro. Dio un fuerte tirón a la barrera inferior de alambre, que cedió hacía él, ya cortada.
—Adelante —susurró con urgencia—, empieza a trepar.
Tendiéndose, echó la mano hacia abajo, agarró la que ella le tendía y empezó a tirar de ella lentamente hacia arriba, cuando Liz encontró con el pie el primer saliente de metal.
De repente, el mundo entero pareció estallar en llamas: de todas partes, de arriba y de los lados, convergían macizas luces, abalanzándose contra ellos con feroz precisión.
Leamas quedó cegado, volvió la cabeza, tirando locamente del brazo de Liz. Ella ya se estaba soltando: él creyó que Liz había resbalado y la llamó frenéticamente, sin dejar de tirar de ella hacia arriba. No podía ver nada: sólo una loca confusión de colores bailando en sus ojos.
Entonces se oyó el aullido histérico de las sirenas, y órdenes vociferadas furiosamente. Medio arrodillado, sobre el muro, agarró con un brazo los dos de ella, y empezó a izarla poco a poco, a punto de caer él mismo.
Entonces dispararon; disparos sueltos, tres o cuatro, y él la sintió estremecerse. Sus delgados brazos se le escapaban a Leamas de la mano. Oyó una voz en inglés desde el lado occidental del muro:
—¡Salta, Alec! ¡Salta, hombre!
Ahora todos gritaban, en inglés, en francés y en alemán mezclados; oyó desde muy cerca la voz de Smiley:
—La chica, ¿dónde está la chica?
Haciéndose visera en los ojos, miró al pie del muro y por fin consiguió verla, inmóvil. Vaciló un momento, luego volvió a bajar lentamente por los mismos salientes de metal, hasta que quedó de pie a su lado. Estaba muerta: tenía la cara vuelta a un lado, con el pelo negro a través de la mejilla como para protegerla de la lluvia.
Parecieron vacilar antes de disparar otra vez: alguien gritó una orden, nadie disparaba. Por fin, dispararon contra él, dos o tres balas. Él se quedó quieto, lanzando ojeadas alrededor, como un toro herido en la plaza. Al caer, Leamas vio un coche pequeño aplastado entre grandes camiones, y los niños agitando la mano alegremente por la ventanilla.